La ¨²nica imagen imposible
Una vez le¨ª, aunque no s¨¦ d¨®nde, que un pintor estaba tan obsesionado con realizar un autorretrato completamente fiel que incluso hab¨ªa pensado en separarse el globo ocular, sin da?ar el nervio ¨®ptico, para, una vez extra¨ªdo, dirigirlo hacia su cara: as¨ª, por fin, contemplar¨ªa c¨®mo era ¨¦sta exactamente. Luego renunci¨® a este prop¨®sito, no, seg¨²n afirmaba, por la brutalidad del acto, sino porque hab¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que ni siquiera de este modo ser¨ªa capaz de contemplarse con exactitud para poder pintar su autorretrato definitivo.
Aunque esta historia no fuera verdadera y tal pintor nunca hubiera existido, lo cierto es que, pese a su ¨¢ngulo siniestro -o quiz¨¢ precisamente por ¨¦l-, ilustra bien el desaf¨ªo que ha acompa?ado, desde siempre, al artista que ha pretendido retratarse a s¨ª mismo. En ning¨²n otro ¨¢mbito la inseguridad de la mirada se hace m¨¢s evidente reflejando la m¨¢s general inseguridad del hombre ante las formas de su intimidad.
En el ¨²ltimo autorretrato, de 2002, Lucian Freud registra su ancianidad con delicada grandeza, pero sin evitar una melanc¨®lica crispaci¨®n
En la apasionante dificultad del autorretrato a aquella radical inseguridad se le han a?adido hist¨®ricamente razones sociales y, en especial, el retraso del pintor con respecto al escritor en el momento de afirmar la propia subjetividad. No se esperaba del artista medieval que siguiera el rastro de las Confesiones de san Agust¨ªn. Pero incluso cuando el Renacimiento abri¨® las puertas al individualismo art¨ªstico result¨® ardua la liberaci¨®n del artista con respecto a las ataduras de la tradici¨®n. Por eso durante mucho tiempo la cr¨®nica del autorretrato en la pintura europea es la cr¨®nica de un camuflaje mediante el cual muchos artistas, para retratarse, acuden a la imagen colectiva, al motivo mitol¨®gico o a la presencia inconfesada. Rafael se pinta en un rinc¨®n de La escuela de Atenas, Caravaggio se identifica con la cabeza cortada de Goliat y, con un especial refinamiento macabro, Miguel ?ngel en El juicio final superpone sus rasgos al pellejo de san Bartolom¨¦.
?nicamente en la medida en que los pintores se atribuyeron una nueva dignidad social e intelectual apareci¨® el autorretrato en el que el artista imitaba la gravedad y solemnidad con que ¨¦l mismo hab¨ªa retratado a los patronos y mecenas. Los autorretratos de Vel¨¢zquez, Rubens o Poussin son de este tipo. Aunque probablemente el pintor que hab¨ªa iniciado con mayor audacia esta reivindicaci¨®n fuera Durero, quien, en una fecha tan temprana como 1500, se autorretrat¨® como Cristo triunfante en el famoso cuadro que se conserva en M¨²nich. Durero afirm¨® as¨ª, en cierto modo, la total libertad del artista.
Sin embargo, aun poseedor de esa libertad, el artista se encuentra con obst¨¢culos casi insalvables en el momento de realizar su autorretrato y, de hecho, en la historia de la pintura moderna se entrelazan el poder de experimentaci¨®n y el ensayo de autorrepresentaci¨®n. Tras el Renacimiento pocos pintores escapan a la tentaci¨®n de reflejarse en sus lienzos, pero curiosamente, cuanto mayor es el empecinamiento mayor parece ser la dificultad. Gustav Courbet, que se autorretrat¨® insistentemente a lo largo de muchos a?os, maldec¨ªa la 'falsedad del espejo' que distorsionaba su cara y le imped¨ªa registrarla en sus cuadros. Van Gogh y Munch, quienes se autorretrataron a menudo al final de sus vidas, extendieron la maldici¨®n a la fotograf¨ªa, que, en su opini¨®n, no mejoraba las cosas. Francis Bacon lleg¨® a desconfiar de las radiograf¨ªas m¨¦dicas que tanto hab¨ªa utilizado en la b¨²squeda de sus s¨®tanos carnales. Ning¨²n ¨¢mbito de la pintura ha detectado con tanta minuciosidad el proceder inseguro de la mirada del hombre sobre s¨ª mismo.
De ah¨ª que sea un ¨¢mbito tan rico en tentativas y variaciones. Nadie en nuestros d¨ªas mejor para demostrarlo que Lucian Freud. El espectador que recorra la gran exposici¨®n recientemente inaugurada en Barcelona (Caixaf¨°rum) podr¨¢ enfrentarse al dominio avasallador -casi demasiado avasallador- de Freud sobre sus criaturas retratadas. Esas hermosas y g¨¦lidas figuras, carne de incertidumbre, est¨¢n sometidas a la tir¨¢nica superioridad del pintor, al rigor entomol¨®gico de quien observa el insecto humano. A excepci¨®n de los maravillosos retratos de la madre, las im¨¢genes de Lucian Freud se sumergen en una extra?a atm¨®sfera de belleza, desprecio y distancia.
No obstante, la seguridad llena de maestr¨ªa pero cruel de Freud se detiene cuando la criatura a la que captura es ¨¦l mismo. Los autorretratos de Freud, extraordinarios, se aproximan al clima inquietante y tenso de los de Van Gogh, si bien recurren asimismo a las diversas estrategias con que, desde el Renacimiento, los pintores han afrontado su tarea m¨¢s dif¨ªcil. En el ¨²ltimo autorretrato, de 2002, el pintor registra su ancianidad con delicada grandeza, pero sin evitar una melanc¨®lica crispaci¨®n. En autorretratos anteriores Freud se refleja (los llama 'reflejos') con una magistral oblicuidad, con el gesto torcido o mirando de soslayo, como si desconfiara del objetivo propuesto. En el m¨¢s conocido de sus autorretratos, Pintor trabajando, de 1993, el ya viejo Lucian Freud se contempla frontalmente desnudo. Hay horror y furia en su contemplaci¨®n, pero tambi¨¦n la exhibici¨®n de una dignidad magn¨ªfica. Cinco siglos antes Durero se hab¨ªa dibujado con id¨¦ntica franqueza en un alarde desconocido para la ¨¦poca. Entre ambos cuerpos desnudos se extiende el interminable juego del pintor que aspira a retratarse.
Ten¨ªa raz¨®n el desconocido pintor que quer¨ªa arrancarse el ojo para poder mirarse. Podemos concebir cualquier imagen, en la realidad o en la ficci¨®n, en la fantas¨ªa o en el sue?o. S¨®lo hay una imagen imposible: la nuestra.
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