El santo madrile?o
De vez en cuando, con tes¨®n, inercia y abatimiento suelo recordar que el 15 de noviembre que hemos dejado atr¨¢s conmemora la festividad de San Eugenio como uno de los personajes celestiales que nos corresponden. Aunque fue m¨¢rtir, obispo y otras cosas, no ha tenido pretensiones de patronazgo y ni siquiera, que yo sepa, su advocaci¨®n ampara monumentos, iglesias, ermitas o referencias p¨¦treas o bronc¨ªneas de clase alguna. Un tipo sencillo, cuya festividad celebraban los madrile?os con sano jolgorio. Ese d¨ªa los reyes abr¨ªan, generosamente, las invisibles puertas del monte de El Pardo y all¨¢ se iban se?ores y menestrales, duquesas, manolas, chisperos y matadores de tron¨ªo. El recinto, habitado por ciervos, jabal¨ªes y conejos recib¨ªa a los ciudadanos que ten¨ªan permiso para cosechar las bellotas del frondoso encinar. All¨ª se bailaba, se cantaba, se gozaba y se merendaba. "El d¨ªa de San Eugenio, yendo hacia El Pardo, le conoc¨ª...". Quiz¨¢s el coche de la hermosa fue adelantado por la calesa del torero, que iba pidiendo guerra y acab¨® regal¨¢ndole un trocito de su capote. El m¨¢s humilde regalo al m¨¢s alto coste.
De esta ¨¦poca son los bu?uelos de viento, las casta?as y los huesos de santo, no referidos al mismo, sino a todos en general, recordados en los primeros d¨ªas de este mes riguroso. Se conserva como una moda fugaz, casi a rega?adientes. Las pasteler¨ªas sacan a los escaparates aquellos dulces y las casta?eras se baten en retirada. Tiempo m¨¢s que desapacible, porque el 20 de noviembre de 1890 se lleg¨®, en estas calles, a los 20 grados bajo cero. Quiz¨¢s el r¨¦cord haya sido batido sin que yo me enterara.
El d¨ªa de San Eugenio no era de romer¨ªa ni de verbena, sino una peque?a emigraci¨®n de los habitantes de la capital. La realeza pon¨ªa el suelo y el poco rentable arbolado; la alegr¨ªa y la fiesta era cosa de aquellos madrile?os que, a principios del siglo XX, rozaban los 550.000. Rese?as contempor¨¢neas aseguran que apenas un 10% de ellos nacieron aqu¨ª. Ha sido la grandeza de Madrid, m¨¢s incubadora que rompeolas de todas las Espa?as. Aqu¨¦l pueblo grande, pobre, que empezaba a urbanizarse y a intuir lo que pod¨ªa ser el bienestar. No faltaban pretextos religiosos, civiles y militares para largarse a la Bombilla, los Viveros, la Fuente de la Teja, la Fuentecilla y tantos lugares donde abundaron los merenderos, cuando las afueras estaban al alcance de la mano.
La verdad es que la gente se divert¨ªa mucho, cuando y donde pod¨ªa. Y le daba al mosto, como recuerda don Benito P¨¦rez Gald¨®s, que propon¨ªa el nombre de "calle roja" a la de Toledo. No porque all¨ª se agazapara el embri¨®n revolucionario, sino porque hab¨ªa 88 tabernas, desde las puertas de la iglesia de San Isidro y la plaza de la Cebada hasta los arcos de la plaza Mayor. Por disposiciones municipales, mon¨¢rquicas o censales, la fachada, aquellos establecimientos, estaban pintados de rojo violento. Una ciudad que en su per¨ªmetro albergaba decenas de caf¨¦s, el lugar predilecto de los madrile?os, que parec¨ªan alimentarse de achicoria y discusiones hasta el alba. De cuantos hab¨ªa en aquellas calendas apenas queda la muestra, que pod¨ªa ser La Fontana de Oro, a espaldas de la Puerta del Sol.
Volviendo a san Eugenio, imagino que no le dejaron lugar entre la Paloma, la Almudena, Mar¨ªa de la Cabeza y su esposo, el Labrador, y los entretenimientos gratuitos que brindaban los innumerables templos. Hay que convenir que la historia de Madrid es muy entretenida, incluso cuando la han contado se?ores con prosa tan densa como la de Mesonero Romanos y Larra. Poca vigilancia al respecto. Recuerdo que este verano, un prol¨ªfico periodista, que parece estar en todas partes y en todos los momentos, en las p¨¢ginas de huecograbado de su diario glosaba dos fotograf¨ªas de una estatua ecuestre, la m¨¢s alta de todas, y exhib¨ªa una total ignorancia de qui¨¦n pod¨ªa ser el caballero y por qu¨¦ se hallaba en aqu¨¦l lugar encaramado. El tal plum¨ªfero lleva m¨¢s de cincuenta a?os paciendo en Madrid y no sabe que es la de Don Alfonso XII. El monumento, a orilla del estanque, se inaugur¨® en 1916, y la estatua, cincelada por Benlliure en 1902, ahora hace un siglo.
San Eugenio, mi patrono, necesita de los madrile?os un desagravio por haber sido desplazado de los calendarios por un tal san Alberto Magno, un germano, listo ¨¦l, sin nada que ver con nosotros, beatificado cuatro siglos despu¨¦s de muerto y canonizado en 1931. O sea, casi como monse?or Escriv¨¢ de Balaguer.
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