La ad¨²ltera
En el centro de una plaza p¨²blica hab¨ªa un saco lleno de piedras de buen tama?o. Eran piezas sagradas. A la sombra de los p¨®rticos, que tamizaban una luz de cal viva, un centenar de hombres justicieros esperaba. Muy pronto llegaron unos esbirros arrastrando a la mujer ad¨²ltera, que fue recibida en silencio por todas las miradas mientras era depositada en tierra con los pies atados. A continuaci¨®n un juez honorable ley¨® la sentencia y su voz se uni¨® al balido de unas cabras que desde lejos participaban en la ceremonia. La muerte por lapidaci¨®n para la mujer ad¨²ltera ven¨ªa ordenada por el Libro Sagrado, el cual no daba resquicio al perd¨®n, ni siquiera a la l¨¢stima. Una vez le¨ªdos los cargos, los hombres justicieros deber¨ªan acercarse a la v¨ªctima y armar su mano con una o varias piedras que hab¨ªa en el saco. Todos lo hicieron de forma decidida y despu¨¦s crearon un c¨ªrculo alrededor de la mujer ad¨²ltera, que ya estaba arrodillada. No sucedi¨® en una ciudad de Oriente ni de Occidente, sino en una plaza desolada bajo un cielo de diamante donde los rel¨¢mpagos secos, a pleno sol, eran la ¨²nica geometr¨ªa con la que hablaba Dios. La mujer ad¨²ltera dobl¨® su tronco hasta dar con su rostro en el polvo. Protegida la cabeza con las manos, s¨®lo esperaba de sus verdugos la gracia de ser mortalmente herida con la primera pedrada. A una se?al del juez que presid¨ªa la liturgia, los hombres justicieros levantaron el brazo, pero en ese momento, sin saber de d¨®nde proven¨ªa, se oy¨® la enorme voz de un profeta que dijo : "Quien est¨¦ libre de pecado, que arroje la primera piedra". Esa orden, que vino acompa?ada de un rel¨¢mpago, paraliz¨® a los verdugos. Con la piedra en la mano todos comenzaron a explorar su conciencia. Mientras la mujer ad¨²ltera mojaba la tierra con sus l¨¢grimas, los hombres justicieros iban descubriendo dentro de la propia alma los deseos libidinosos que hab¨ªan tenido, los hechos inconfesables que hab¨ªan cometido y que a¨²n permanec¨ªan impunes. Todos dejaron la piedra en el suelo y se alejaron, todos excepto uno. Era un hombre puro, libre de pecado, exento de toda culpa, el ¨²nico legitimado para cumplir la sentencia, seg¨²n el profeta. Cuando la mujer ad¨²ltera levant¨® el rostro, los pecadores hab¨ªan desaparecido. En medio de la plaza s¨®lo quedaba aquel hombre casto con el brazo armado. Mientras las cabras con sus balidos le ped¨ªan clemencia, el hombre lapid¨® a la adultera, llevado por la crueldad que nace de la estricta pureza. As¨ª se convirti¨® en asesino.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
?Tienes una suscripci¨®n de empresa? Accede aqu¨ª para contratar m¨¢s cuentas.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.