El barrio
Tiendo a suponer que los lectores de EL PA?S son m¨¢s cultos que el promedio de los espa?oles. Un ejemplo: seguro que muchos de ustedes saben cu¨¢l fue el escritor ruso que dijo aquello de "pinta tu aldea y ser¨¢s universal". ?Dostoievski? ?Tolstoi? ?Ch¨¦jov? El asunto es que me propongo honrar a mis or¨ªgenes eslavos siguiendo esa premisa al pie de la letra.
Nos hemos mudado a Les Corts. Vivimos frente al Camp Nou, detr¨¢s de los Jardines Bacard¨ª. Voy a intentar epitomizar (los lectores de EL PA?S suelen saber qu¨¦ significa esta palabra) el mundo en que vivimos (caminando lo menos posible).
Cruzando el parque hay un colmado que pertenece a un joven paquistan¨ª llamado Zahoor, aunque lo atiende b¨¢sicamente su mujer, Mariana, nacida en Ecuador. Y lo hace siete d¨ªas por semana, hasta las diez de la noche. ?l tiene un locutorio junto al mercado de San Antonio, o sea que ¨¦ste es su segundo negocio. Se conocieron hace dos a?os, en la parada del autob¨²s nocturno. Luego se fueron viendo por el barrio y la cosa fue a m¨¢s, hasta que ¨¦l -"con m¨¢s ternura que los chicos de aqu¨ª, que te besan directamente", explica Mariana- le declar¨® su amor. Ella le dijo que s¨ª y por eso lleva un brillante en la nariz, equivalente a nuestro anillo de compromiso.
Ella se llama Mariana, y es de Ecuador; su prometido es el paquistan¨ª Zahoor, ambos son vecinos de Les Corts
Mariana no se fue de Ecuador escapando de la pobreza, sino por otros motivos que prefiere no revelar. Es anestesista diplomada y ejerc¨ªa esa profesi¨®n en su Guayaquil natal. Como sus padres la educaron "de un modo bastante tradicional" no le resulta tan dif¨ªcil aceptar las limitaciones impuestas por la concepci¨®n del matrimonio que sustenta Zahoor. No puede salir sola de casa, ("pero ¨¦l me acompa?a siempre que se lo pido", dice), no se puede ba?ar en la playa ni usar ropa que muestre partes de su cuerpo y, en general, ¨¦l es el que manda.
A Mariana se la ve encantada de la vida y, seg¨²n Zahoor, "respeta el ayuno del Ramad¨¢n y est¨¢ estudiando los preceptos del Cor¨¢n con unos folletos en espa?ol". Ella no menciona nada -los entrevist¨¦ por separado- respecto a su inminente conversi¨®n al islam. Si nos guiamos por el sonido de su risa -profunda y musical-, Mariana es perfectamente feliz.
A pasitos del colmado multirracial, en los Jardines Bacard¨ª, hay un par de canchas de petanca. Cada domingo por la ma?ana acuden dos equipos con sus respectivas banderas y uniformes. ?stos consisten en ch¨¢ndales de diferentes colores. Suelen ser verde loro los de un bando y fucsia R¨ªo de Janeiro los del otro. Los contendientes derrochan entusiasmo. Cuando un jugador consigue un buen tiro sus compa?eros festejan estent¨®reamente el acierto y todos y cada uno de ellos se acercan a golpearle las palmas al estilo de los deportistas afroamericanos. La lluvia no s¨®lo no interrumpe el match sino que le agrega un plus de morbo, cuando las bolas plateadas caen sobre los charcos causando salpicaduras de mercurio. En esto la petanca se parece a la lucha femenina, que resulta mucho m¨¢s atractiva sobre el barro.
A la vuelta de la esquina la Gran Via de Carlos III se desdobla y desciende caracoleando hasta la Ronda del Mig. Es un espect¨¢culo fascinante para el que le gusten las autopistas, el cemento y el humo de los motores a explosi¨®n. Alg¨²n genio del mobiliario urbano coloc¨® justo ah¨ª un banco fijo -de una plaza- y un arbolito escu¨¢lido. Alg¨²n d¨ªa ese ¨¢rbol crecer¨¢ y dar¨¢ sombra. Pero jam¨¢s podr¨¦ entender qu¨¦ sentido tiene propiciar tal contemplaci¨®n solitaria, como no sea el de aumentar la tasa de suicidios proveyendo a los indecisos de una antesala sumamente id¨®nea. Me imagino la escena en el cielo. Llega un alma y le preguntan de qu¨¦ muri¨®. "Estaba que s¨ª, que no... hasta que me sent¨¦ en Carlos III con la avenida de Madrid, junto a la entrada de la Ronda". Ah, claro.
Rodeando el Camp Nou hacia la Diagonal est¨¢ la zona de Las Chicas. Paso cada noche frente a ellas al volver andando del gimnasio DIR Campus. Me llegan r¨¢fagas de risas locas y fragmentos de conversaciones en lenguas eslavas que me remiten a la infancia, cuando escuchaba a mis abuelos hablar en ruso. Tengo que pintar mi aldea y ser universal, pero me cuesta ejercer de reportero intr¨¦pido con estas desenfadadas ninfas del Este. Por fin junto valor, trago saliva y me acerco a una morenita de piel blanca como la estepa siberiana. En ese momento caigo en la cuenta de que no hab¨ªa consultado precios para eso desde mi primera vez, hace 35 a?os, en un l¨²gubre prost¨ªbulo de las afueras de Buenos Aires. Me sale aquella voz quebradiza de adolescente: "Ejem... por si alg¨²n d¨ªa me decido... ?cu¨¢nto cobras por tu servicio?". Ella no se inmuta e informa: "En el coche, 30 euros".
?Ay! Supongo que luego est¨¢n los extras, pero... ?qu¨¦ lejos quedan el caviar y las balalaicas! Sobre todo si hay un chulo b¨²lgaro de intermediario.
En fin, ¨¦ste es mi nuevo barrio. Como en el resto del mundo, la libertad es un proyecto y media una cuadrita, no m¨¢s, entre la felicidad y el suicidio.
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