Entre El Grove y Copenhague
Aunque la realidad es un continuo y toda disecci¨®n la mutila, para abordarla y comprenderla los hombres tenemos que dividirla en partes o considerarla desde perspectivas que s¨®lo permiten ver un aspecto. Mi prop¨®sito en el presente art¨ªculo, y de ah¨ª la pedante introducci¨®n, es el de analizar, exclusivamente desde la perspectiva de la teor¨ªa pol¨ªtica, la cat¨¢strofe del Prestige, que conozco s¨®lo a trav¨¦s de la informaci¨®n de la prensa hablada y escrita, en la que tambi¨¦n se han adelantado ya muchos de los juicios a los que lleva este an¨¢lisis. Quiz¨¢s ¨¦ste sea ¨²til, sin embargo, para ordenarlos mejor, despejar algunos equ¨ªvocos y ayudar, en definitiva, a sacar de esta cat¨¢strofe algunas lecciones para nuestro futuro.
Como en lo que he le¨ªdo y o¨ªdo hay cr¨ªticas a la incompetencia del Gobierno, lamentaciones por la desaparici¨®n del Estado e incluso censuras por confundir lo uno con lo otro, intentar¨¦ distinguir, para comenzar, los errores del Gobierno de las insuficiencias del Estado, e incluso separar las decisiones gubernamentales que parecen err¨®neas por razones m¨¢s bien de forma de aquellas otras en las que el error viene del fondo mismo de la decisi¨®n, de su contenido. Al hilo de la exposici¨®n, pretendo dar tambi¨¦n las razones por las que creo que los errores y las insuficiencias tienen una ra¨ªz com¨²n, de la que brotan tambi¨¦n algunas de las carencias de la Uni¨®n Europea, cuya ausencia en este trance merece, a mi juicio, alguna reflexi¨®n.
La torpeza de la forma no necesita ser glosada porque ha sido patente. De una parte, la tendencia a ocultar en lo posible la gravedad de la situaci¨®n; de la otra, el embarullado procedimiento seguido para hacerle frente, que ha impedido saber durante mucho tiempo, si es que se sabe ya, qui¨¦n, c¨®mo y cu¨¢ndo tom¨® las decisiones cruciales. Por encima de todo eso, el absurdo tono distante, displicente y altanero con el que nuestros responsables pol¨ªticos han respondido a las cr¨ªticas y su lamentable propensi¨®n a culpar a otros de cuanto va mal. En este caso, el capit¨¢n del Prestige, y como siempre, la oposici¨®n. Es verdad, para ser justos, que si bien en la tendencia a descargar las culpas propias en hombros ajenos no se perciben muchas diferencias entre unos y otros, no todos los que han hablado en nombre del Gobierno o de la Xunta de Galicia han mostrado la misma altaner¨ªa displicente, que hay unos m¨¢s humanos que otros. Aunque tal vez esas diferencias de estilo personal reflejen tambi¨¦n algunos matices en la manera de concebir la pol¨ªtica, me temo que todos los personajes de los que hablo, presidentes y vicepresidentes, ministros y consejeros, comulguen en el n¨²cleo duro de esa concepci¨®n. Que con mayor o menor conciencia de ello, todos partan de la idea de que si bien la direcci¨®n de un Estado, como la de una gran empresa, tiene que preocuparse de servir bien a sus ciudadanos-clientes, no est¨¢ obligada a participar de sus preocupaciones, sus angustias o sus alegr¨ªas. De otro modo no puede entenderse que se haya dicho, seguramente con buena conciencia, que, como los medios t¨¦cnicos permiten la comunicaci¨®n a distancia, no hay raz¨®n alguna para dejar de cazar en los Pirineos mientras el barco lucha contra el temporal, o para dejar otras obligaciones con el fin de ir a Galicia simplemente para estar con los gallegos que sufren directamente la cat¨¢strofe; precisamente para fotografiarse a su lado.
Esa idea de la pol¨ªtica como actividad que no s¨®lo es compatible con una separaci¨®n profunda entre gobernados y gobernantes, sino que la requiere, es la propia de la tecnocracia. No es contradictoria con la democracia, pero la reduce al procedimiento electoral; la entiende como simple v¨ªa para asegurar la legitimidad de origen. Como seg¨²n ella la cualificaci¨®n de los gobernantes no se basa en su profunda empat¨ªa con los gobernados, sino en su superior capacidad t¨¦cnica, una vez elegidos pueden despreocuparse en buena medida de los sentimientos de los gobernados, para atender s¨®lo a lo que de verdad les conviene, que no es necesariamente lo que ellos creen. En buena medida, pero no del todo, pues como los ciudadanos no somos capaces de ver la realidad con la frialdad absoluta de la raz¨®n pura y estamos cegados por nuestras pasiones y nuestros intereses inmediatos, para no cerrar est¨²pidamente la posibilidad de ser reelegido, el gobernante prudente ha de cuidarse de no tomar decisiones que hieran profundamente el inter¨¦s particular de un grupo si no puede justificar la herida por el beneficio inmediato y cierto que de ella resultar¨¢ para un grupo m¨¢s numeroso de electores. De donde resulta que, en circunstancias dif¨ªciles, los Gobiernos tecnocr¨¢ticos, son tambi¨¦n d¨¦biles.
Esta debilidad ha quedado muy de manifiesto en el razonamiento con el que el presidente del Gobierno ha pretendido justificar, durante su fugaz visita a Galicia, lo que ha sido probablemente el gran error de fondo. Al afirmar que no hab¨ªa escuchado a nadie decir cu¨¢nto le gustar¨ªa que el petrolero hubiese entrado en su puerto no ha mentido, pero se ha traicionado. La hostilidad cierta de quienes habr¨ªan de sufrir directamente el da?o que hubiera ocasionado la decisi¨®n de llevar el Prestige a aguas tranquilas no justifica en modo alguno que fuera m¨¢s acertada la de llevarlo a mar abierto, con la seguridad de que all¨ª se hundir¨ªa y la esperanza ilusoria de que lo hiciera tan lejos de nuestras costas que los da?os los sufrieran otros. Desgraciadamente ni siquiera esta esperanza, movida por el "sagrado ego¨ªsmo nacional", se ha cumplido. Galicia se enfrenta con una sucesi¨®n de mareas negras que tal vez pronto afectar¨¢n a otras costas espa?olas, y antes o despu¨¦s, a las de otros pa¨ªses europeos, y el mar se ha envenenado con las cincuenta mil toneladas de fuel que quedaban en el barco y poco a poco van saliendo de ¨¦l. Como cuando se tom¨® la decisi¨®n de alejar el buque, su naufragio era mucho m¨¢s que una probabilidad m¨¢s o menos remota y m¨¢s bien una certeza, no es imposible que en el futuro otros Estados hagan responsable al Estado espa?ol de los da?os padecidos en sus costas, por mucho que Espa?a se afane ahora por taponar las grietas por las que fluye el fuel de un pecio que se encuentra muy lejos de sus aguas territoriales.
Porque es obvio que, aunque el error sea del Gobierno, la responsabilidad frente a terceros es del Estado y que, aunque sea consecuencia de la pol¨ªtica seguida por el Gobierno, es el Estado espa?ol el que ahora se ha mostrado impotente para hacer frente a la necesidad. Una impotencia muy patente en el hecho de que el Estado espa?ol no dispusiera de un solo barco capaz de succionar el fuel, o de que la limpieza de las costas y la lucha contra las manchas del mar la hayan tenido que emprender los vecinos de aquellos pueblos, los voluntarios venidos de otras partes de Espa?a, los pescadores gallegos o los arrantzales vascos, porque el Estado no dispon¨ªa de fuerzas propias a las que encomendar esa tarea.
Como la impotencia de nuestro Estado no viene de ahora, ser¨ªa injusto culpar de ella en exclusiva al actual Gobierno, ni es peculiar del acervo ideol¨®gico del PP la convicci¨®n de que es necesario reducir el tama?o del Estado; de que hay que tener un Estado menor para hacerlo mejor, aunque nunca y en ninguna parte quede muy claro en qu¨¦ ha de consistir esta superior calidad. Esa creencia es un componente inexcusable de la ideolog¨ªa dominante en nuestro tiempo, de la que ning¨²n partido con vocaci¨®n de gobierno puede prescindir. Las ¨²nicas diferencias son, por tanto, las que vienen del lugar m¨¢s o menos central, de la importancia mayor o menor, que los distintos partidos asignan a tal idea, y desde esta perspectiva, el Partido Popular es seguramente el m¨¢s "moderno" de los nuestros. Y quiz¨¢s no s¨®lo de ellos, pues no s¨¦ si en el continente hay ning¨²n otro partido que predique con el mismo entusiasmo la jibarizaci¨®n del Estado y proclame una fe tan profunda en la capacidad de la sociedad civil para resolver por s¨ª misma los problemas colectivos. Aunque ser¨ªa injusto atribuir al Gobierno de Aznar toda la responsabilidad en la actual impotencia del Estado, es por eso de justicia reconocer que la suya es la m¨¢s destacada.
No porque el Partido Popular no crea en el Estado, sino porque lo ve s¨®lo, al modo ultraliberal, como un organismo exclusivamente regulador, que debe dejar a la sociedad civil la realizaci¨®n de todas las tareas materiales sin asumir directamente servicio p¨²blico alguno. Un Estado subsidiario, sin m¨¢s funciones propias que las de soberan¨ªa. S¨®lo as¨ª puede entenderse que, si bien la probabilidad de ser v¨ªctimas del ataque de una potencia extranjera es emp¨ªricamente muy inferior a la de que nuestras costas se vean envenenadas por miles de toneladas de basura letal, se considere mucho m¨¢s necesario comprar aviones de combate, buques de guerra y tanques de ¨²ltima generaci¨®n que remolcadores potentes y barcos capaces de sacar el petr¨®leo del mar antes de que llegue a las r¨ªas. Es muy posible que aunque hubi¨¦ramos renunciado a tener fragatas capaces de operar (desgraciadamente de un modo m¨¢s bien rid¨ªculo) en el oc¨¦ano ?ndico, no podr¨ªamos contar con un submarino como el Nautile, ni con una empresa p¨²blica de la fuerza de Ifremer, porque nuestros recursos no son los de Francia. Pero aun con recursos menores, algunos buques espa?oles podr¨ªan haber formado parte de la flota encargada de luchar contra el fuel si hubi¨¦semos resistido con m¨¢s tino los cantos de sirena de la privatizaci¨®n universal y visto con mayor claridad cu¨¢les son realmente las tareas que han de asumir los Estados de mermada soberan¨ªa de la Europa de hoy.
Una incapacidad por la que, parad¨®jicamente, se ve afectada tambi¨¦n la entidad que se asienta precisamente en esta reducci¨®n de las soberan¨ªas nacionales. El Consejo Europeo reunido en Copenhague ha lamentado nuestros males, ha autorizado al Estado espa?ol para aplicar al remedio del mal los fondos de que pod¨ªa disponer para otros fines, que en consecuencia quedar¨¢n desatendidos, y ha asegurado que defender¨ªa en la Organizaci¨®n Mar¨ªtima Internacional una modificaci¨®n de las reglas sobre el transporte de mercanc¨ªas peligrosas. Todo ello est¨¢ muy bien, pero es sorprendente que una entidad cuya acci¨®n se orienta por el principio de subsidiariedad no se haya considerado obligada, ni ahora ni antes, a dotarse de medios para atender a necesidades comunes, pero espor¨¢dicas e imprevisibles y cuyas dimensiones exceden con frecuencia, como ahora ha sucedido, de las fuerzas de un solo Estado. Justamente lo que, de acuerdo con el principio de subsidiariedad, justificar¨ªa la acci¨®n de la Uni¨®n Europea, cuyo acercamiento a los ciudadanos habr¨ªa avanzado m¨¢s si la flota de barcos que luchan contra la marea negra lo hubieran hecho bajo su bandera que con todos los discursos pronunciados en la Convenci¨®n. Y para hacerlo tiene por lo menos tantas competencias como para el desempe?o de las tareas Petersberg, cuya realizaci¨®n se encomendar¨¢ a un cuerpo de sesenta mil soldados dotados del m¨¢s moderno armamento. Tal vez algunos lectores no sepan qu¨¦ son estas tareas, pero esa ignorancia nada culpable es la mejor confirmaci¨®n de que seguramente los ciudadanos europeos las consideran menos indispensables que las de protegernos contra cat¨¢strofes de este g¨¦nero.
No faltar¨¢ quien piense que exagero o que, como gustan de decir algunos pol¨ªticos chulapones, me he pasado varios pueblos. Probablemente es cierto, pero alguien tiene que exagerar si se quiere pensar en serio en cu¨¢les son las funciones propias de los Estados no soberanos despu¨¦s del unilateralismo triunfante.
Francisco Rubio Llorente es catedr¨¢tico em¨¦rito de la Universidad Complutense y titular de la c¨¢tedra Jean Monnet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.
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