Feliz a?o nuevo
Felicidad, happiness, bonheur, felicit¨¢. Pocos vocablos concitan, universalmente, tal profusi¨®n conceptual y semejante ambig¨¹edad. Nunca ha estado "la felicidad" ausente del pensamiento occidental. "Eudemonismo" para los antiguos, el lat¨ªn distingue entre felicidad como fortuna externa y como hecho interno. Para S¨®crates, la felicidad es acontecimiento interior identificable con la virtud. Arist¨®teles, muy en vena acostumbrada, la convierte en acci¨®n externa acorde con la raz¨®n. Para hedonistas, la felicidad es el placer y el placer es la felicidad. Los epic¨²reos matizan: gocemos de la vida externa, pero no nos rindamos, si queremos ser felices, a sus caricias. Dem¨®crito identifica felicidad con serenidad (atarasia) y ¨¦sta con estabilidad, expulsi¨®n del deseo, del miedo y del dolor f¨ªsico.
Son los utilitaristas ingleses (Hobbes, Benthan, Mill) quienes le dan su sentido m¨¢s moderno, directo y, si se quiere, dogm¨¢tico a la palabra. Lo bueno es lo ¨²til. Pero es a la Ilustraci¨®n francesa a la que se acostumbra cargarle -err¨®neamente, a mi juicio- la consagraci¨®n de lo que desde el siglo XVIII hemos considerado, en Occidente y su periferia, felicidad. Lo consignan las leyes fundadoras de los Estados Unidos de Am¨¦rica, concediendo a sus ciudadanos si no el derecho a la felicidad, s¨ª su equivalente pudoroso: la b¨²squeda de la felicidad. Este derecho ilustrado no tard¨® en fundirse con un puritanismo maniqueo que convierte a la naci¨®n norteamericana no s¨®lo en aspirante a la felicidad, sino en portadora de la felicidad como bien opuesto al mal. En estos momentos (2003) vemos al supremo ejemplo de los Estados Unidos de Am¨¦rica autoproclamados eje del bien y, en consecuencia, de la felicidad, contra el eje del mal, o sea, la sede de las desgracias. Uno solo se autodefine en la sinonimia bien-felicidad y consigna a quienes no lo siguen a la sinonimia opuesta, mal-infelicidad.
La actual situaci¨®n mundial ilustra de nuevo, como si los horrores del siglo XX no hubiesen bastado, la ambig¨¹edad del vocablo felicidad. Basta proyectar las pel¨ªculas de Leni Riefenstahl o los noticieros de marchas y congresos sovi¨¦ticos para ver el retrato de la "felicidad" en un mar de rostros sonrientes y solares. Andr¨¦i Blinov, escritor del realismo socialista en serie (o "estajanovista"), lleg¨® a publicar una novela titulada La felicidad no se busca solo; es decir, requiere el concurso de la multitud fiel, disciplinada, incapaz de hablar de felicidad por s¨ª sola, sin la direcci¨®n del Partido y el Jefe.
Y, sin embargo, es cierto que la felicidad individual requiere insertarse socialmente, ll¨¢mese solidaridad, ll¨¢mese compasi¨®n. Los fil¨®sofos de la Ilustraci¨®n entendieron bien esta dimensi¨®n de lo feliz. Carmen Iglesias, la gran historiadora espa?ola, propone claramente la cuesti¨®n en su libro Raz¨®n y sentimiento en el siglo XVIII. Refiri¨¦ndose a Montesquieu, Iglesias se pregunta: ?C¨®mo hacer compatible la libertad del individuo con una "felicidad social" -sin la cual no se entiende tampoco la felicidad individual en el siglo XVIII-? La respuesta de Montesquieu consistir¨ªa en "una articulaci¨®n institucional que salvaguarde la libertad del individuo y la haga compatible con cierta prosperidad del Estado, como garant¨ªa de bienestar material de los ciudadanos o felicidad social".
Es Condorcet quien transfiere el equilibrio entre felicidad personal y felicidad social de Montesquieu a un mito, da?ino entre todos, de la identidad entre felicidad y progreso, siendo el progreso algo inevitable, fatal y ascendente. Estamos condenados a progresar y, en la medida en que progresemos, seremos felices. O sea, seremos forzosamente felices porque las leyes del progreso son, dice Condorcet, ascendentes e imparables. Se necesit¨® el pesimismo cr¨ªtico de Nietzsche para recordarnos que felicidad e historia rara vez coinciden. Rousseau, a quien Nervo le debi¨® un verso ("Juan Jacobo, qu¨¦ mal me hiciste con aquel libro que t¨² escribiste") propone el contrato social -no lo olvidemos- a partir de una visi¨®n pesimista de la desintegraci¨®n del mundo moderno, que convierte a cada individuo en un ser infeliz. Pero, ?alguna vez fuimos felices? En el estado de naturaleza, dice el fil¨®sofo, la felicidad apenas ha representado un rel¨¢mpago. Aparte de la opini¨®n que nos merezca como fil¨®sofo-pol¨ªtico, Rousseau es sin duda el padre del romanticismo y la exaltaci¨®n de la felicidad en la vida er¨®tica, el placer de los sentidos, el riesgo de un Byron, el suicidio de un Werther...
El romanticismo, empero, no es s¨®lo una gran escuela literaria. Encierra una peligrosa teor¨ªa pol¨ªtica que es la de la recuperaci¨®n de la totalidad perdida como proyecto para la felicidad. Marx la llamar¨¢ enajenaci¨®n. Pero la praxis de los extremos -derecha e izquierda- la llamar¨¢ totalitarismo. A tiempo lo dijo Adorno: "Una humanidad liberada de ninguna manera ser¨ªa una totalidad". Las fantas¨ªas regresivas del retorno a un pasado feliz (el mito de la Edad de Oro) sirven de base para levantar fantas¨ªas futuristas de "la feliz identidad de sujeto y objeto".
La gran tragedia de la modernidad fue perder la tragedia de la antig¨¹edad. Quiero decir que la enajenaci¨®n al progreso ascendente y fatal como condici¨®n de la felicidad nos condujo a la perpleja par¨¢lisis de los borregos de Panurgo cuando la historia demostr¨® con cu¨¢nta facilidad se sacrificaba la felicidad a los totalitarismos pol¨ªticos capaces de prometer felicidad total s¨®lo a cambio de sumisi¨®n total.
Veo dos caminos, igualmente dif¨ªciles, si no imposibles, de crear una nueva medida de felicidad para nuestro tiempo. El m¨¢s arduo es la restauraci¨®n del esp¨ªritu tr¨¢gico. El sentimiento tr¨¢gico no se enga?a respecto al mal que nos podemos hacer unos a otros. El h¨¦roe tr¨¢gico transgrede. Pero purga sus excesos de acuerdo, dice Anaximandro, "con las leyes del tiempo". La tragedia es la "ley del tiempo" que el Mediterr¨¢neo cl¨¢sico encontr¨® para redimir al h¨¦roe ca¨ªdo y re-establecer el orden de la ciudad a trav¨¦s de la catarsis que, al representarlo, resuelve el conflicto entre libertad y fatalidad, d¨¢ndonos, en el conocimiento de nosotros y de nuestros semejantes, la medida de felicidad que nos corresponde.
El m¨¢s asequible ser¨ªa el camino de afirmar la identidad sin herir a la diversidad. M¨¢s a¨²n: hacer coincidir la preservaci¨®n de la identidad con el respeto debido a la diversidad. Podemos se?alar, hasta la fatiga, los obst¨¢culos que el mundo actual, en todos sus niveles, pol¨ªtico, econ¨®mico, personal, informativo, educativo, etc¨¦tera, opone a semejante equilibrio entre identidad y diversidad. Sin embargo, ?hay realidad que no contenga tanto las satisfacciones personales que identifican "felicidad" con creatividad, erotismo, amor filial, techo y lecho, cocina y piscina, esas minucias que son nuestra verdadera "patria", tal y como la describe Jos¨¦ Emilio Pacheco en su gran poema Alta traici¨®n, como las satisfacciones sociales o colectivas del buen gobierno, la honradez administrativa, la seguridad p¨²blica, el derecho a disentir, la facultad de elegir...?
Y sin embargo, no nos enga?emos. Tan s¨®lo en el ¨¢mbito de la vida personal, ?hay felicidad que no se vea empa?ada, m¨¢s tarde o m¨¢s temprano, por la muerte del ser querido, la ruptura de la relaci¨®n amatoria, la fidelidad traicionada, la amistad quebrada?
La felicidad es por ello palabra ambigua, palabra cr¨ªtica, palabra enmascarada a veces, necesitada de la luz del amor para revelarse sin enga?o.
Carlos Fuentes es escritor mexicano.
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