Fugitivo de las viejas peleas
La primera vez que vi a Max Aub me pareci¨® un hombre hosco y dif¨ªcil: y es que se estaba defendiendo. Acababa de llegar a Madrid despu¨¦s de aquello; no sab¨ªa qui¨¦n era qui¨¦n, y si los de aqu¨ª sab¨ªamos qui¨¦n era ¨¦l. Claro que lo sab¨ªamos; pero tambi¨¦n nos intimidaba, y ese doble reflejo de miedo o de inseguridad nos alejaba cuando m¨¢s necesit¨¢bamos aproximarnos. Com¨ªamos, cuatro o cinco de Triunfo, que le hab¨ªa resucitado -digamos- cuando a¨²n estaba en el exilio, y hab¨ªa publicado por lo menos el discurso imaginario para su entrada en la Academia. Luego le dio el ¨¢mbito real un nuevo acad¨¦mico en su ingreso: Antonio Mu?oz Molina. Era una calle de restaurantes alemanes: Hedelweiss, Gambrinus, Heidelberg... Ya no lo son, como ya no lo era el propio Max Aub, si es que lo fue alguna vez: los alemanes no quisieron a su familia jud¨ªa, y los franceses, luego, tampoco.
En otro de esos restaurantes hab¨ªa estado yo, o estar¨ªa en seguida, con Jorge Sempr¨²n, que quer¨ªa conocer a N¨²ria Espert. Era un Madrid que ellos recordaban.
Max Aub tuvo ocasi¨®n de desatar su inquietud, o su inseguridad, conmigo. Quiz¨¢ dije algunas palabras despectivas para Malraux, y ¨¦l le defendi¨® con vehemencia, como todo lo que hac¨ªa y escrib¨ªa. Pasi¨®n y humor ¨¢cido. ?l ten¨ªa por Malraux la veneraci¨®n de los exiliados espa?oles, aparte de que trabaj¨® con ¨¦l en la pel¨ªcula L'espoir, en la Sierra de Teruel. Malraux les ayud¨® a todos. Yo ven¨ªa de Par¨ªs, donde Malraux era ministro de De Gaulle, y hab¨ªa dedicado su trabajo a blanquear las fachadas de Par¨ªs.
Me irritaba que el admirable hombre de Indochina y de Espa?a, de China, de la Resistencia, se hubiera sumado a un r¨¦gimen caduco con un general que cre¨ªa en s¨ª mismo y luego en Dios, para enjalbegarlo. A¨²n habr¨ªa de ver muchas cosas, y al mismo Sempr¨²n del otro restaurante convertido tambi¨¦n en ministro de fachadas y festivales. Ten¨ªamos que aprender mucho, entonces, Max Aub y yo, y los que comimos con ¨¦l aquel d¨ªa, y darnos cuenta de que la guerra no hab¨ªa terminado, y que La calle de Valverde de Max Aub no volver¨ªa a ser nunca lo que hab¨ªa sido.
?C¨®mo ser¨ªa ahora, no al cumplir los 100 a?os, sino si se hubiera quedado en la misma edad y lo dem¨¢s hubiese transcurrido de la misma manera? Es una trampa ucr¨®nica que s¨®lo se puede uno permitir con ¨¦l, pasajero continuo por el tiempo, futuro o pasado, por las distintas figuras que pudo ser: un pintor, un criminal, un escritor, un combatiente: un alem¨¢n, un parisiense, un valenciano, un madrile?o. La sensaci¨®n que tengo es la de que era intemporal. Apegado a su ¨¦poca, claro, pero siempre el mismo rojo, porque lo era. Con la tristeza del rojo del siglo XXI y con el bagaje del jud¨ªo errante, o del republicano errante: huyendo por Europa desde antes de nacer, huyendo por Am¨¦rica, pasajero del barco que no encuentra puerto, desertado por unos, recordando a otros que murieron, viendo por todas partes usurpadores.
Digan lo que digan, vaya quien vaya a sus homenajes y sus centenarios, la imagen permanente de Max Aub no ceja, ni cejar¨¢. "Est¨¢ en los libros", dice la gente de alguna cosa, sea err¨®nea o no, para asegurar lo que jura: Max Aub est¨¢ en los libros, y precisamente en los suyos, donde este fugitivo no traiciona ni enga?a. Inventa, fantasea, pierde o recupera, pero siempre desde una exactitud que no tuvieron todos los que estuvieron con ¨¦l, en aquella vieja pelea.
Babelia
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