Ser diferentes por decreto
Advierte el autor sobre los peligros de tratar de apuntalar el derecho a la diferencia restringiendo el pluralismo de una colectividad
Hace unos meses que la afilada pluma de Maruja Torres escrib¨ªa en este diario, refiri¨¦ndose al asesinado pol¨ªtico holand¨¦s Pim Fortuyn, que lo ¨²nico bueno que a su juicio pose¨ªa esta persona era su condici¨®n de homosexual. M¨¢s recientemente nos enteramos de que un escritor franc¨¦s fue juzgado por lo criminal en la patria laica de la revoluci¨®n por haber afirmado que una determinada religi¨®n, la mahometana, es una tonter¨ªa y su libro sagrado algo as¨ª como un relato est¨²pido. Ultimamente se nos anuncia un plan pol¨ªtico que afirma que la funci¨®n esencial del Gobierno es la de conservar y desarrollar las se?as de identidad del pueblo vasco.
?Qu¨¦ tienen en com¨²n estos hechos aparentemente tan dispares e inconexos? Algo muy significativo: expresan todos que la diferencia, como concepto opuesto a la uniformidad, se ha asumido en Occidente como uno de los valores morales b¨¢sicos desde el que enjuiciar la realidad. En efecto, si Maruja Torres valora positivamente la pr¨¢ctica sexual del infortunado pol¨ªtico holand¨¦s es, sencillamente, porque resulta diferente de la mayoritaria. Si hubiera sido heterosexual ni siquiera hubiera mencionado su orientaci¨®n.
La reclamaci¨®n por una comunidad de la diferencia hacia fuera suele llevar a imponer la homogeneidad en su seno
La reivindicaci¨®n del derecho a la diversidad en su versi¨®n colectiva es una cuesti¨®n resbaladiza
Si una cr¨ªtica acerba a la religi¨®n llega a ser examinada como posible delito es porque se dirige contra una religi¨®n diferente a la dominante en ese pa¨ªs, contra un rasgo particular de otra cultura. Si el novelista Michel Houellebecq hubiera hecho escarnio de la religi¨®n cristiana ni siquiera se le hubiera prestado atenci¨®n. Y si nuestro pol¨ªtico quiere dedicar el esfuerzo de la Administraci¨®n a mantener las se?as de identidad peculiares del pueblo vasco es porque cree firmemente que nuestra diferencia es un bien en s¨ª misma.
La diversidad ha adquirido en el pensamiento occidental una relevancia moral de la que hab¨ªa carecido tradicionalmente. No hace tanto de que Goethe sentenciara que "debemos cultivar nuestras virtudes, no nuestras peculiaridades". Hoy lo peculiar es, por definici¨®n, lo virtuoso.
Este cambio tiene su reflejo en el ¨¢mbito pol¨ªtico, como no pod¨ªa ser menos. El paradigma desde el que se comprende la actuaci¨®n pol¨ªtica en nuestras sociedades no es ya el paradigma de la distribuci¨®n (la igualdad frente a la injusticia), sino el de la identidad (la reivindicaci¨®n de la diferencia frente a la homogeneidad). La exigencia de los grupos sociales (da igual que se trate de etnias, culturas, razas, minor¨ªas nacionales o grupos caracter¨ªsticos) de que se respete y mantenga su diversidad es el t¨®pico m¨¢s recurrente en nuestra pr¨¢ctica pol¨ªtica.
Al Estado se le exige, con una curiosa translaci¨®n de ideas ecologistas, que practique una pol¨ªtica de preservaci¨®n de las especies sociales por v¨ªa administrativa. Para el pensamiento pol¨ªticamente correcto el mal absoluto no es ya el capitalismo, sino la homogeneizaci¨®n cultural.
La reivindicaci¨®n de la diferencia en el plano individual no es dif¨ªcil de encajar en la democracia liberal, pues coincide con el valor mismo de la libertad personal. Como dec¨ªa John Stuart Mill, la libertad es sobre todo el derecho a ser diferente, aunque seguramente pensaba en diferencias fundadas en criterios m¨¢s valiosos que en los f¨²tiles actualmente triunfantes.
Por el contrario, la reivindicaci¨®n de la diversidad en su versi¨®n colectiva es una cuesti¨®n resbaladiza. Cuando se pretende aplicar en este campo, el derecho a la diferencia se convierte con gran facilidad en su contrario, en una de esas paradojas t¨ªpicas de la dial¨¦ctica hegeliana. En efecto, a poco que lo pensemos, comprobaremos que cuando un grupo reivindica su derecho a la diferencia frente a otro grupo m¨¢s amplio, reivindica al tiempo su uniformidad como grupo diferente. S¨®lo si el grupo es hom¨®geneo ad intra puede ser diferente ad extra. Esta paradoja salta siempre que el sujeto de la diferencia es un grupo colectivo y no un individuo.
Traducido a t¨¦rminos menos abstractos, el dilema entre diferencia externa y homogeneidad interna se manifiesta agudamente en la dificultad de encajar en la pr¨¢ctica democr¨¢tica liberal los llamados derechos colectivos. Para verlo claro, basta tomar la ya cl¨¢sica distinci¨®n de Will Kimlycka sobre las dos clases de derechos que los grupos pueden reclamar: por un lado, las restricciones externas, es decir, la exigencia al Estado de que se respeten y mantengan sus rasgos peculiares, sean ling¨¹¨ªsticos, culturales, religiosos u otros. Por otro, las restricciones internas, las que el propio grupo intenta imponer a sus miembros con objeto de mantener en su seno esos rasgos propios. S¨®lo estas segundas, nos dice el autor canadiense, pueden llegar a colisionar con los derechos individuales de los miembros si atentan a su autonom¨ªa personal. Un grupo puede, en efecto, reivindicar leg¨ªtimamente respeto para sus peculiares pr¨¢cticas, pero no puede imponerlas a sus miembros sin violar la libertad individual.
Clara y sencilla diferencia aparentemente. Lo malo es que esa diferencia entre restricci¨®n externa e interna resulta irrealizable muchas veces, pues las restricciones externas llevan indefectiblemente a reclamar restricciones internas. Reclamar la diferencia conduce frecuentemente a imponerla. As¨ª, por ejemplo, la comunidad amish estadounidenses, que reclaman llevar una vida rural y arc¨¢dica al margen de la modernidad, han conseguido que se except¨²e a sus j¨®venes de la escolarizaci¨®n obligatoria por encima de los catorce a?os. Creen que su educaci¨®n completa ser¨ªa incompatible con su permanencia en el grupo, poniendo en peligro a la larga la supervivencia del grupo mismo.
Y los musulmanes brit¨¢nicos reclaman similarmente que se supriman los contenidos de racionalismo cr¨ªtico en la educaci¨®n de sus hijos, porque saben que la reflexi¨®n cr¨ªtica amenazar¨ªa la pervivencia de su rasgo diferencial. No quieren que al Islam le suceda lo que le pas¨® al Cristianismo en el proceso de la modernidad.
Y si nos venimos m¨¢s cerca, observamos que la reivindicaci¨®n de una naci¨®n por conservar su idioma hist¨®ricamente peculiar, leg¨ªtima sin duda, se convierte f¨¢cilmente en el derecho de esa naci¨®n a conseguir que sus ciudadanos lo hablen. Y es que el castellano, el catal¨¢n o el vascuence no pueden ser el signo de diferencia del grupo si no son a la vez el rasgo homog¨¦neo interno. Para muestra, un bot¨®n: el art¨ªculo 3 de la Constituci¨®n Espa?ola equipara el derecho de usar el castellano al deber de todos los espa?oles de conocerlo.
Para evitar estos deslizamientos no cabe sino insistir en la idea de que el individuo es el ¨²nico agente moral dotado de identidad en sentido estricto. Y que aunque esa identidad se forma a partir de un contexto cultural determinado, el hombre posee algo universal: precisamente su capacidad de evaluar, criticar y modificar su propia cultura. La modernidad consisti¨® precisamente en la disoluci¨®n cr¨ªtica de los marcos estamentales que desde la Edad Media encerraban al individuo en nombre de la tradici¨®n.
Ser¨ªa ir¨®nico que, despu¨¦s de ese esfuerzo del individuo por llegar a ser adulto, se le encerrase de nuevo en otros marcos, aunque ahora se hiciera en nombre del sagrado derecho a la identidad.
Jos¨¦ Mar¨ªa Ruiz Soroa es abogado.
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