Calentando banco
Siempre he sentido cierta simpat¨ªa por las causas perdidas. Por eso, desde que la Iglesia cat¨®lica ha perdido dos millones de feligreses, a veces me voy de iglesias, para hacer bulto, en plan figurante sin frase. Si mi madre se enterase, no cabe la menor duda de que me desheredar¨ªa. Afortunadamente creo que he logrado mantener mi relaci¨®n con la competencia dentro de los cauces de la discreci¨®n. Adem¨¢s, siempre llevo conmigo l¨¢piz y libreta y tomo notas. As¨ª, si me pillan, puedo disimular diciendo que voy a escribir una cr¨®nica.
A lo largo de estas incursiones, he podido comprobar algo que ya sospechaba cuando s¨®lo entraba en las iglesias como turista: los templos cat¨®licos son tal vez los lugares mejor concebidos para practicar el mon¨®logo interior en un ambiente propicio y sin que nadie venga a fastidiarte. Hay mucha menos gente que en las estaciones de tren o en los aeropuertos, no interrumpen cada dos por tres el curso de tus pensamientos a golpe de megafon¨ªa, salen m¨¢s baratos que los bares, no se oye el ruido de las numerosas obras que hay en esta ciudad, resultan algo menos g¨¦lidos en invierno que los jardines p¨²blicos y no corres peligro de encontrarte con conocidos en el momento culminante del mon¨®logo. Encima, dada la provecta edad de los feligreses, te sientes inmadura y jovenc¨ªsima, en lugar de inmadura y ejem ejem.
Desde que la Iglesia cat¨®lica ha perdido dos millones de feligreses, a veces me voy de iglesias para hacer bulto
Tambi¨¦n he comprobado que, efectivamente, fuera de las horas de misa, los templos suelen estar casi desiertos. Si elegimos, por ejemplo, una iglesia tan c¨¦ntrica como la de Betlem (carrer del Carme-La Rambla), los d¨ªas laborables, a las doce del mediod¨ªa, puede haber unas quince personas, un censo que, aunque parezca mentira, es superior al de otras iglesias a esa misma hora. Los feligreses observados suelen haber cumplido ya la edad de la jubilaci¨®n, aunque de vez en cuando entre alguien de mediana edad o incluso alg¨²n joven, lo que permite concebir cierta esperanza, p¨¢lida pero esperanza al fin, en cuanto al futuro reba?o. Estoy aqu¨ª calentando banco, enfrascada en alguna sandez cuando, de repente, en medio de la impresionante atm¨®sfera de silencio y recogimiento, suena un m¨®vil. Me pego tal susto que doy un brinco de medio metro, en un torpe remedo de la Ascensi¨®n, pero con aterrizaje inmediato. Y eso que el m¨®vil no es m¨ªo, sino de una se?ora de unos cincuenta y pico a?os que tiene dispensa papal para llevar el m¨®vil conectado porque lleva a una anciana en su silla de ruedas.
La iglesia de Betlem, en cualquier caso, cuenta con el atractivo a?adido de albergar a un Cristo que siempre est¨¢ bien servido de cirios y ofrendas florales, lo que resulta altamente revelador en cuanto a sus facultades milagreras. Basta con que uno se quede cerca de la capilla y deje pasar unos minutos para que aparezca alguien que, tras rezarle al Cristo a cierta distancia, se acerca, se santigua y le besa el pie a la estatua. Mientras contemplo la operaci¨®n se me ocurre que ser¨ªa bonito creer, pero no hay nada que hacer: soy impotente. Por no creer, no creo ni el feng-sui ni en Ferran Adri¨¤.
Cuando, sobre las seis de la tarde, entro en Sant Agust¨ª, una de las iglesias donde tiempo atr¨¢s se encerraron inmigrantes, tampoco hay mucha m¨¢s concurrencia. Pero la hay. Claro que aqu¨ª vive la Santa Rita m¨¢s solicitada y famosa de toda la ciudad. Si estableci¨¦ramos un hit parade entre santos milagreros, santa Rita de Cassia, patrona de los imposibles para m¨¢s se?as, ganar¨ªa por goleada. No hay m¨¢s que ver los centenares de cirios que siempre acompa?an a la santa y la impresionante cantidad de flores en irreprochable estado de conservaci¨®n que adornan su altar. Frente al altar de la santa, hay unos bancos, y en los bancos cuento cinco personas. Cuatro de ellos forman una familia: un matrimonio con hija adolescente y un ni?o m¨¢s peque?o, lo que arroja m¨¢s esperanza para el futuro del reba?o. La otra persona que sostiene un di¨¢logo con santa Rita es una mujer de unos treinta a?os, y en una capilla lateral hay seis o siete feligreses m¨¢s.
A continuaci¨®n me voy a la iglesia de la Merc¨¨, a cuya Virgen le brindan los trofeos los jugadores del Bar?a. Se nota que estamos en dique seco porque en la nave principal no se ve un alma y el silencio es sobrecogedor.
Tras hacer un breve alto en la iglesia de Sant Just, una de las m¨¢s bonitas y con una atm¨®sfera m¨¢s rom¨¢ntica de esta ciudad, y donde los ¨²nicos presentes son una pareja joven que enciende un cirio y lo deposita en el antepecho de la verja del altar mayor, decido cambiar de barrio y me voy triscando hacia el Eixample. Paso un momento por Sant Ramon de Penyafort, donde el altar mayor, que est¨¢ en obras, a¨²n se halla cubierto por los andamios y donde, durante la pasada Navidad, monologu¨¦ mientras los alba?iles cantaban villancicos, qu¨¦ detalle.
En la iglesia de Nuestra Se?ora del Sagrado Coraz¨®n, abogada de las causas dif¨ªciles y desesperadas, seg¨²n reza una inscripci¨®n que domina la entrada, hay una veintena de personas. Se nota que en el Eixample vive gente con m¨¢s pasta, porque aqu¨ª la ropa de los feligreses es bastante m¨¢s cara que la observada en Ciutat Vella. En apenas diez minutos, dos mujeres de mediana edad y un hombre de treinta y pico suben por separado a tocar el manto de la Virgen, cuya estatua domina la iglesia. Espero a que no haya nadie y subo a mi vez. Es entonces cuando descubro una deliciosa peculiaridad de la devoci¨®n a esta Virgen: bajo el pedestal de madera de la estatua, los feligreses han deslizado centenares de peticiones escritas en trocitos de papel.
Me alejo de all¨ª con la sensaci¨®n de haber agotado, por una buena temporada, todos los temas de mon¨®logo interior.
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