Valentina
La muerte de un ni?o es seca, y corta como una daga afilada las emociones, las palabras, el tiempo. El tiempo se para, suspendido en su crueldad incomprensible, azot¨¢ndonos con su indiferencia de siglos. Y una se queda ah¨ª, ante ese f¨¦retro blanco y peque?o, con su cuerpecito inerte que horas antes contuvo tanta energ¨ªa, tanta vida, una se queda ah¨ª, sin entender nada. Su nombre resuena en los llantos de la estancia fr¨ªa y tan c¨¢lida a la vez, donde una gente nos reunimos para decirnos que, a pesar de todo, existe el amor. ?Valentina! Unas fiebres, una infecci¨®n que galopa m¨¢s r¨¢pida que las manos urgentes de unos padres, unos m¨¦dicos que luchan y pierden, y un coraz¨®n que decide pararse antes de tener derecho a pararse. Y la vida vuelve a ser tan fr¨¢gil como es, a pesar de nuestro enga?o. La vida de un ni?o que justo empezaba a vivir, tan eterna, tan verdad, tan fuerte y, sin embargo, tan d¨¦bil. ?C¨®mo vamos a entender a la muerte, si nos niega hasta la palabra, forjadora de abismos de miedo y rabia!
Valentina vino un d¨ªa del fr¨ªo. Hab¨ªa nacido en la zona del mundo donde no hay derecho a nacer, sus cartas marcadas, la rueda del destino grabada con los trazos del hambre y la marginaci¨®n, la soledad de un ni?o sin nadie. Pero esa extra?a fuerza que es el amor de un hombre y una mujer, uno m¨¢s uno sumando mucho m¨¢s que dos, esa fuerza que salta obst¨¢culos y dinamita fronteras, y se pelea contra el destino y lo vence, esa fuerza ind¨®mita la encontr¨® en un lugar sin nombre de la Bulgaria sin mapa, y luch¨® por ella contra el mundo, y gan¨®. Y Valentina aterriz¨® en su habitaci¨®n nueva en su casa nueva con esa familia nueva que de golpe era su familia y su derecho a tenerla. Conoci¨® el amor. Y dio amor. Y su a?o de vida finalmente vivida fue un a?o intenso, denso, feliz. De ello hablaba su abuela Mar¨ªa Rosa, de la felicidad compartida, tan verdad cuando es verdad. De ello hablaba la tieta Carmina, que agradec¨ªa a Valentina lo mucho que le hab¨ªa dado, tanto como le hab¨ªa ense?ado. De ello hablaba Ramon, tan fuerte en su desespero, tan tremendamente fr¨¢gil en su fuerza. De ello lloraba silente su madre, Mari Carme, la mujer m¨¢s bella del mundo en ese espacio de fealdad profunda que es el espacio de la muerte. De ello hablaba el d¨ªa, hiriente y hueco. ?Puede ser bonito un entierro? Y lo era, a pesar de todo, la m¨²sica, si em dius ad¨¦u..., las pocas palabras, los silencios suspendidos, nuestras miradas de ni?os, otra vez asustados como cuando ten¨ªamos miedo a la noche, nuestros abrazos de verdad, la liturgia del amor, que nos un¨ªa m¨¢s all¨¢ de la soledad. Ramon dijo que Valentina hab¨ªa encontrado una familia en cada uno de nosotros. Su generosidad fue excesiva. Pero Valentina, en cierto sentido, en ese paisaje de miedo, y rabia y belleza, su belleza, nos convirti¨® en algo parecido a una familia.
?Qu¨¦ es el recuerdo? Nos aferramos a ¨¦l cuando el pasado inunda nuestro presente de ausencias. Escribe Joan Margarit en su delicada Joana: "La teva mare em diu: tu i jo, de tant en tant, ho perdem tot". Y a?ade: "Desembre. L'¨²ltim desembre amb tu. Despr¨¦s buscar dintre de mi la teva veu perduda". Quiz¨¢ s¨ª, quiz¨¢ el recuerdo es la voz perdida, hallada en el interior de nuestra voz, el eco.
Ya s¨¦ que no deber¨ªa, pero miro a Ada cuando llego a casa. Un terror fr¨ªo recorre mi espina dorsal. ?Puede ser tan vulnerable algo tan perfecto! Puede, pero negarlo forma parte de la vida, porque la vida quiere vivir, a pesar de tantos desmentidos. Y estas ni?as como Valentina y Ada, que han sido tan resistentes en sus cunas de negaci¨®n, sin campanitas de Navidad, ni cuentos de Peter Pan, ni cancioncitas para dormirse, ni abrazos que acariciaran el miedo, fr¨ªos los d¨ªas, fr¨ªas las noches, estas ni?as que una vez ya vencieron a la muerte, ?qu¨¦ hacen muri¨¦ndose de golpe, all¨ª donde ya las cuidan, ya les cantan a sus miedos, ya las abrazan, ya tienen campanitas sus ¨¢rboles de Navidad? ?Qu¨¦ hacen muri¨¦ndose all¨ª donde ya las aman y aman, ellas que tanto lucharon por ser amadas? Mi Ada, nuestra Valentina, las ni?as del mundo sin hadas... El hada Valentina...
Nos miramos conocidos y desconocidos en el recinto donde Valentina nos dice adi¨®s. Saludo a una Julia Otero casi ausente, lejana en su dolor. ?Qu¨¦ gran gesto estar al lado de su compa?era, piel a piel, y olvidarse de esas cosas de la profesionalidad y otras imbecilidades que le habr¨ªan impedido amar. Amar de cerca. Como quer¨ªa y deb¨ªa. Hay momentos en que la profesi¨®n, la rutilancia de la responsabilidad, hasta la fama, son cosas tan min¨²sculas. Esos extra?os momentos son los de la clarividencia. Acaricio su mano, en un gesto fugaz pero intenso. Y el tiempo se para, como s¨®lo se para cuando tenemos el interior del alma hecho trizas. Amar es el ¨²nico verbo realmente noble del diccionario. De ¨¦l surgen los otros grandes verbos de la vida. Y el amor que gener¨® Valentina fue de los que no tienen puertas escondidas, ni misterios, ni trampas. Limpio como s¨®lo es limpia la infancia.
Me dice su padre, en ese momento de abrazo extra?o y doloroso, cuando me acerco con todo el miedo del mundo a decirle no s¨¦ qu¨¦, ?qu¨¦?, me dice: "Pilar, cuida a tus hijos". Cuidarlos... En la vida nadie podr¨¢ cuidarlos tanto como esta pareja de padres magn¨ªficos, resistentes a casi todo, feroces guerreros de la batalla del amor y, sin embargo, derrotados. La muerte juega con nuestros sentimientos, tan ferozmente grotesca que ni tan s¨®lo pide permiso a una ni?a peque?a, de nombre grande, que un d¨ªa hab¨ªa conseguido derrotarla. La muerte, esa gran enemiga.
Rahola@navegalia.com
Pilar Rahola es escritora y periodista
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