La vaca y el dinosaurio
Escribi¨® Monterroso en La palabra m¨¢gica: "Vivir es com¨²n y corriente y mon¨®tono. Todos pensamos y sentimos lo mismo: s¨®lo la forma de contarlo diferencia a los buenos escritores de los malos". Y continu¨®: "Por ¨²ltimo, siempre es interesante ver las m¨¢scaras que cada autor se pone y se quita".
Su m¨¢scara era la iron¨ªa, y detr¨¢s de esa m¨¢scara cultiv¨® la insuperable ternura de un t¨ªmido. Cuando escribi¨® El dinosaurio, el cuento m¨¢s breve de la historia de la literatura ("Cuando despert¨®, el dinosaurio todav¨ªa estaba all¨ª"), no s¨®lo estaba haciendo magia, sino que estaba siendo ¨¦l mismo: m¨ªnimo y m¨¢ximo al mismo tiempo, un escritor pose¨ªdo por una risa interior que le hizo mirar siempre desde el otro lado del objetivo. Su ¨¢nimo de perfecci¨®n le llev¨® a la esencia; ah¨ª ¨¦l marc¨® la diferencia.
"Disfrut¨® de la rara virtud de no tener envidia ni vanidad ni rencor ni nada"
Hay otro cuento suyo, La vaca (su animal: si era una vaca era siempre la vaca de Monterroso), que resume su modo de verse a s¨ª mismo en los relatos. No me resisto a copiarlo: "Cuando iba el otro d¨ªa en el tren me ergu¨ª de pronto feliz sobre mis dos patas y empec¨¦ a manotear el paisaje y a contemplar el crep¨²sculo que estaba de lo m¨¢s bien. Las mujeres y los ni?os y unos se?ores que detuvieron su conversaci¨®n me miraban sorprendidos y se re¨ªan de m¨ª, pero cuando me sent¨¦ otra vez silencioso no pod¨ªan imaginar que yo acababa de ver una vaca muerta muertita sin quien la enterrara ni quien le editara sus obras completas ni quien le dijera un sentido y lloroso discurso por lo buena que hab¨ªa sido y por todos los chorritos de humeante leche con que contribuy¨® a que la vida en general y el tren en particular siguieran su marcha".
As¨ª era Monterroso, parad¨®jico y tierno como sus cuentos, imaginando una existencia surreal pero perfecta en la que ¨¦l viv¨ªa rodeado de palabras, pero en silencio. Nada era imposible, ni en sus relatos ni en su conversaci¨®n. Es acaso el escritor reciente del cual se pueden contar mayor n¨²mero de an¨¦cdotas, y algunas son verdad. Pero ¨¦l no era en s¨ª mismo un hombre que buscara la genialidad: estaba en ¨¦l. Cuando t¨² re¨ªas ¨¦l se quedaba mirando como Buster Keaton. O como Quevedo. Una noche lleg¨® deprimido y ensimismado a una reuni¨®n social de poqu¨ªsima gente; su mujer, la escritora Barbara Jacobs, se hab¨ªa quedado en el hotel, aquejada de una leve enfermedad. Y Monterroso viv¨ªa esa ausencia temporal como un mordisco en su ¨¢nimo, de modo que todos los que le rodeaban le preguntaban banalidades para tenerle atento. Y uno le pregunt¨®: "?Y a ti por qu¨¦ te llaman Tito?". "Fueron mis padres, cuando ni?o; entonces les daba apuro llamarme Monterroso".
Es imposible imaginar a Monterroso sin Barbara, y viceversa; ella fue siempre su sost¨¦n an¨ªmico, su compa?era, la otra parte esencial de su vida. Juntos hicieron la Antolog¨ªa del cuento triste, que es como un manifiesto literario en el que ambos se confabularon para decir qu¨¦ literatura les val¨ªa la pena. Y juntos viajaron y viajaron. Muchas an¨¦cdotas les unen para siempre. ?sta es una. A¨²n vive la madre de Barbara, la suegra de Tito; pero el padre, un antiguo combatiente de las Brigadas Internacionales, muri¨® recientemente. Esta an¨¦cdota es cierta: estaban un d¨ªa celebrando una fiesta familiar, y ya el viejo Jacobs padec¨ªa las ausencias de la senilidad. En medio del almuerzo irrumpieron unos ladrones que amedrentaron a la familia; mientras el padre preguntaba si no habr¨ªa que poner m¨¢s sillas para aquellos se?ores, todos tuvieron que lanzarse cuerpo a tierra, pues aquellos se?ores amenazaban con pistolas. Desde el suelo, Tito aprovech¨® la brevedad de su cuerpo y fue reptando hasta un tel¨¦fono, y all¨ª, disimulando la voz detr¨¢s de las telas de su rebeca, acert¨® a alertar a la polic¨ªa. Uno de los ladrones grit¨®: "?V¨¢monos, que el bajito nos hunde!".
Era un hombre de una extremada buena educaci¨®n ir¨®nica, dulce, exquisito; dec¨ªa que los bajitos ten¨ªan un sexto sentido para reconocerse, pero ¨¦l mismo ten¨ªa un s¨¦ptimo sentido: el que le permit¨ªa advertir la estupidez en medio del gent¨ªo, y caminar hacia otro lado. Usaba rebecas gruesas, su cara era sonrosada y feliz; re¨ªa, sin embargo, con mucha moderaci¨®n, como si detr¨¢s de su sonrisa tuviera bien clavada la melancol¨ªa de vivir. Sufri¨® el exilio guatemalteco; a¨²n disfrut¨®, en los ¨²ltimos a?os, el homenaje de su pa¨ªs, ya cercano a la libertad. Retrat¨® a sus contempor¨¢neos como si los estuviera dibujando por dentro. Disfrut¨® de la rara virtud de no tener envidia ni vanidad ni rencor ni nada; era, en efecto, como si siguiera siendo el ni?o al que sus padres llamaban Tito porque les daba apuro llamarlo Monterroso. No necesitaba la m¨¢scara que se ponen los adultos. ?sa fue su gloria: haber mantenido la sencillez hasta en la gloria.
Babelia
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