El dardo en la diana
Con respecto a la lengua espa?ola se observan en los ¨²ltimos tiempos algunas circunstancias parad¨®jicas. Por una parte sufre la agresi¨®n cotidiana de la ignorancia y de la negligencia, favorecida por la falta de pol¨ªticas educativas serias, y amplificada por el mal uso que suele hacerse de ella en los medios de comunicaci¨®n; por otra parte, hay un n¨²mero considerable y siempre creciente de personas que se preocupan por su deterioro y que procuran hablarla con propiedad y precisi¨®n, seg¨²n atestigua el ¨¦xito de un cierto n¨²mero de libros que no habr¨ªan alcanzado una difusi¨®n tan amplia en un pa¨ªs ya sin remedio analfabeto. En el tiempo escaso que lleva en las librer¨ªas, el diccionario de la Academia ha superado las ventas asombrosas de la edici¨®n anterior. El Diccionario del espa?ol actual, dirigido por Manuel Seco, ha adquirido en pocos a?os la presencia rotunda y merecida de un cl¨¢sico. Y obras tan poco llamativas en apariencia como la Ortograf¨ªa o la Gram¨¢tica de la Academia han llegado a aparecer y a mantenerse s¨®lidamente en las listas de libros m¨¢s vendidos.
El nuevo dardo en la palabra.
Fernando L¨¢zaro Carreter. EL PA?S-Aguilar. Madrid, 2003. 262 p¨¢ginas. 17,50 euros.
L¨¢zaro Carreter disfruta de lo que en t¨¦rminos musicales se llama o¨ªdo absoluto: no hay matiz del idioma que se le escape ni disonancia que no advierta
Pero sin duda el ¨¦xito m¨¢s notorio ha sido el de una colecci¨®n de art¨ªculos, El dardo en la palabra, de Fernando L¨¢zaro Carreter, que public¨® Galaxia Gutenberg hace cinco a?os y recibi¨® enseguida la atenci¨®n entusiasta de un p¨²blico masivo. Los libros que re¨²nen art¨ªculos de peri¨®dico suelen conocer una fortuna editorial modesta: pero, con El dardo en la palabra, L¨¢zaro Carreter se vio a s¨ª mismo convertido en escritor de grandes ventas, lo cual no es un dato de mera sociolog¨ªa literaria, sino el indicio de una actitud muy extendida de amor por la lengua y gusto por su uso adecuado, as¨ª como de escarnio hacia quienes cada d¨ªa la maltratan precisamente desde posiciones de responsabilidad en las que ser¨ªa m¨¢s urgente su cuidado.
Pero El dardo en la palabra no era ¨²nicamente una espl¨¦ndida sucesi¨®n de pullas, ni un manual animado y urgente sobre el buen uso del espa?ol. Era tambi¨¦n, cuando se le¨ªan uno tras otro sus cap¨ªtulos, o cuando se regresaba al azar a algunos de ellos, un ejercicio soberano de literatura, de inventiva verbal, de iron¨ªa. Tal vez sin propon¨¦rselo, L¨¢zaro Carreter hab¨ªa inventado un g¨¦nero nuevo en la literatura de peri¨®dico, entre la filolog¨ªa y la cr¨®nica r¨¢pida, entre la erudici¨®n puntillosa y la observaci¨®n atenta y sarc¨¢stica del habla diaria. Lo que atra¨ªa a los lectores era algo m¨¢s que el dictamen de un sabio o la autoridad de un profesor: era, estoy seguro, el descubrimiento y luego el h¨¢bito de una voz, de un cierto tono personal de escritura, dotada de ese punto misterioso de estilo que la vuelve pronto adictiva. Fernando L¨¢zaro Carreter, que hab¨ªa pertenecido para varias generaciones de estudiantes de letras a la categor¨ªa severa de los fil¨®logos, se incorporaba con sus dardos a otra tradici¨®n, la de los grandes escritores de peri¨®dico, observadores curiosos e ilustrados ir¨®nicos, la escuela admirable, por citar unos cuantos nombres, de Pla, de Cunqueiro, de N¨¦stor Luj¨¢n, de Julio Camba.
Cervantino hasta la m¨¦dula, L¨¢zaro Carreter carece sin duda del romo prejuicio hispano hacia las segundas partes: a finales de este mes de enero public¨® un segundo volumen de art¨ªculos, El nuevo dardo en la palabra, que mantiene intactas las virtudes del primero, y que adem¨¢s acent¨²a algunos de sus rasgos m¨¢s abiertamente personales y literarios. Como en aqu¨¦l, el punto de partida es rigurosamente claro, y L¨¢zaro se remonta al Di¨¢logo de la Lengua de Juan de Vald¨¦s para enunciarlo: no se trata de defender una presunta pureza original del idioma frente a las novedades invasoras que vendr¨ªan a corromperlo, porque las lenguas siempre se han formado y han evolucionado por contagio, y porque con mucha frecuencia los neologismos son imprescindibles, o al menos muy ¨²tiles para favorecer la expresi¨®n de cosas o conceptos para los que el propio idioma carece de palabras. La lengua no es un tesoro sagrado e intangible, sino un instrumento que sirve doblemente a la claridad de la inteligencia y a la comunicaci¨®n entre las personas. Una lengua marrullera y confusa revela una mente empobrecida, sin claridad conceptual, y tambi¨¦n es un obst¨¢culo grave en la primordial tarea humana de explicarse y de comprender a los otros. Hablar y escribir con precisi¨®n -llamar al pan pan y al vino vino- es sobre todo una necesidad pr¨¢ctica, recuerda L¨¢zaro: "... la finalidad de toda lengua es la de servir de instrumento de comunicaci¨®n dentro del grupo humano que la habla, constituyendo as¨ª el m¨¢s elemental y a la vez imprescindible factor de cohesi¨®n social: el de entenderse".
Con vehemencia quijotesca,
aunque con un humor m¨¢s templado que el del hidalgo manchego, L¨¢zaro Carreter emprende en cada cap¨ªtulo de esta su segunda salida una contienda desigual contra los jayanes y yang¨¹eses que maltratan la lengua, que suelen reclutarse sobre todo en los ¨¢mbitos de la pol¨ªtica, de la publicidad y de la informaci¨®n y la charlataner¨ªa deportivas. El dolor por las agresiones y el o¨ªdo para percibir las m¨¢s absurdas muletillas verbales se equilibran siempre a lo largo del libro con una vena sat¨ªrica y una mirada entretenida y esc¨¦ptica que m¨¢s de una vez convierten en episodios c¨®micos lo que de otro modo ser¨ªan reprimendas ¨¢speras o lamentaciones sin consuelo. L¨¢zaro Carreter disfruta de lo que en t¨¦rminos musicales se llama o¨ªdo absoluto: no hay matiz del idioma que se le escape ni disonancia que no advierta, y lo encrespan no ya los errores sint¨¢cticos o los vacuos anglicismos, sino los romos lugares comunes que se repiten a diario, aquello de "el tema" o las "bien merecidas vacaciones" o "la espiral de la violencia", o la "cat¨¢strofe humanitaria", o "el d¨ªa despu¨¦s"; pero tambi¨¦n se le nota mucho la felicidad mal¨¦vola que le produce el hallazgo de ciertas perlas de pura insensatez que saltando m¨¢s all¨¢ del error se elevan a las estratosferas del puro disparate. Me imagino la sonrisa complacida que se dibujar¨¢ en su cara cuando oiga una vez m¨¢s decir a un pol¨ªtico que hace falta que una situaci¨®n d¨¦ un giro de trescientos sesenta grados, o a un locutor que tal candidato ha obtenido en las elecciones una victoria "sin paliativos", lo cual revela inopinadamente su cualidad inversa de cat¨¢strofe. Pepitas de oro llama ¨¦l mismo con deleite goloso tales descubrimientos, que a veces encierran en un solo titular al mismo tiempo un resumen de la ignorancia nacional y la promesa de una historia c¨®mica: "Un pod¨®logo degolla a su empleada porque quer¨ªa despedirse"; "el pueblo entero pas¨® por la Casa de la Cultura para recitar los versos de Platero y yo". Y continuamente juega, medio en broma, medio en serio, con las resonancias abiertas o impl¨ªcitas a nuestra literatura cl¨¢sica: el rastro de Cervantes es el m¨¢s visible, pero de vez en cuando uno puede encontrar agudezas verbales que est¨¢n entre el culteranismo y la greguer¨ªa: si para G¨®ngora una cueva es un "formidable bostezo de la roca", el islote de Perejil resulta ser para L¨¢zaro un "modesto eructo del mar".
Y es que L¨¢zaro Carreter pertenece a esa estirpe de escritores que teniendo toda la literatura en la memoria al mismo tiempo escuchan fascinados en los vicios del lenguaje la gran comedia de la tonter¨ªa y la fragilidad humanas. Don Quijote siempre percibe agudamente y corrige, no sin impertinencia, los idiotismos de quienes hablan con ¨¦l. Marcel Proust se deleita en registrar, con un o¨ªdo que fue tan certero para las palabras como para la m¨²sica, las muletillas pomposas del habla diplom¨¢tica de M. de Norpois, que est¨¢ hablando siempre del "Quai d'Orsay" y del "Gabinete de St. James", igual que aqu¨ª se habla de la "capital del Turia" o del "Gobierno galo". Gald¨®s y Clar¨ªn retratan el quiero y no puedo y la santurroner¨ªa de los burgueses de la Restauraci¨®n a trav¨¦s de un cat¨¢logo prodigioso de errores pedantes o brutales, de frases hechas y de giros rutinarios que nos permiten reconocer tan exactamente a un personaje como si oy¨¦ramos su voz: a do?a Lupe la de los Pavos, en Fortunata y Jacinta, una de las cosas que m¨¢s le gustan en la vida es decir "en toda la extensi¨®n de la palabra", y el ascenso social del usurero Torquemada queda relatado mediante el registro de sus cambios de vocabulario.
Esa agudeza de o¨ªdo y de ob-
servaci¨®n social se trasluce en cada p¨¢gina de El dardo en la palabra. Si a Don Quijote, cuando se echa al campo, "el gozo le reventaba por las cinchas del caballo", a L¨¢zaro Carreter le desborda la escritura el gusto de contar, y se le nota mucho que se recrea en la historia de cierto cura salmantino que conoci¨® a Unamuno y que fue a un convento de monjas a investigar no s¨¦ qu¨¦ trazas de santidad o de milagro, o en la broma acerca de ese personaje de edad avanzada que casi no duerme, que pasa las noches "de claro en claro" atento a las palabras de la radio, que curiosea los peri¨®dicos de papel y los peri¨®dicos intangibles del ciberespacio, que en cierto momento queda retratado con un ch¨¢ndal, contenido por su mujer cuando se dispone, animosa e insensatamente, a apuntarse a un curso de atletismo, o que enumera melanc¨®licamente algunas de las tareas comunes a los caballeros de sus mismos a?os: "Jugar a la petanca, recordar la Guerra Civil, mirar a las muchachas en flor o en fruto con vagos recuerdos".
No hay gran articulismo sin la invenci¨®n de un personaje impl¨ªcito -el paleto desganado de Pla, el cosmopolita sin posibles de Camba, el dandi algo lumpen de Francisco Umbral en los a?os setenta- y en este segundo volumen de sus cr¨®nicas Fernando L¨¢zaro Carreter ha terminado de dibujar el suyo. Uno admira su erudici¨®n rigurosa y su apasionada defensa de la claridad y de la inteligencia, pero sobre todo agradece el raro privilegio de abrir cualquier ma?ana el peri¨®dico y leer un art¨ªculo que empieza con las siguientes palabras: "Es casi seguro que, en la plaza, el torero y el toro enfocan la corrida de modo distinto".
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