Vestigios de la felicidad
En los momentos de gran convulsi¨®n es cuando parece m¨¢s conveniente preservar la capacidad de goce. De este modo lo constata, por ejemplo, Balthus cuando describe las circunstancias en las que pint¨® su famoso cuadro El cerezo, en 1940 justo despu¨¦s de ser herido en la guerra y, posteriormente, desmovilizado. "As¨ª, dec¨ªa no a todo lo que se estaba tramando de siniestro y mortal. Pintar El cerezo era pintar un vestigio de la felicidad, dar todav¨ªa una idea de la felicidad que se escabull¨ªa".
De un modo m¨¢s general, las Memorias de Balthasar Klossowski, Balthus (Barcelona, 2002), reflejan una militancia en la b¨²squeda de la serenidad que resulta reconfortante. Dictadas poco antes de morir, en 2001, son un meditado testimonio de la pintura del siglo XX y simult¨¢neamente una gu¨ªa sutil para llegar a una sabidur¨ªa del detenimiento que, como pintor, le acerca a las filosof¨ªas consoladoras de S¨¦neca o Montaigne. Como estos ¨²ltimos, Balthus logra en su texto transmitir al lector la fuerza del equilibrio entre experiencia y reflexi¨®n, la belleza de los segmentos de la vida que quedan iluminados por un anhelo de armon¨ªa. En tiempos de comida r¨¢pida para el cuerpo y para el esp¨ªritu, la lentitud elogiada por Balthus es una constante invitaci¨®n a saborear los frutos ocultos tras el v¨¦rtigo y la polvareda.
Frente a un arte vencido por la velocidad productivista, Balthus, amante del detenimiento, se exige la restauraci¨®n del 'oficio' de pintor
Naturalmente donde Balthus concentra con mayor decisi¨®n sus ideas es en el terreno del arte y, aun m¨¢s decididamente, de la pintura puesto que, beligerante contra muchas de las tendencias del siglo pasado, se muestra convencido de la vigencia de la silueta tradicional del pintor. Para Balthus, en s¨ªntesis, la mayor modernidad implica, en cierto modo, un retorno a la tradici¨®n.
Frente a un arte vencido por la velocidad productivista, Balthus, amante absoluto del detenimiento, se exige la restauraci¨®n del oficio de pintor. No concede importancia, por tanto, a las discusiones y bandidajes acerca de los contenidos, los estilos o las t¨¦cnicas, y a¨²n menos a la agotadora oposici¨®n entre figuraci¨®n y abstracci¨®n, que ha cuarteado falsamente el arte occidental de los ¨²ltimos 50 a?os, sino, de un modo completamente decisivo, a la actitud: a la relaci¨®n ¨ªntima entre el pintor y la obra, entre el artista y el mundo.
Balthus propone dos im¨¢genes, ambas pertinentes para ilustrar su reivindicaci¨®n del oficio. En una de las p¨¢ginas m¨¢s hermosas de las Memorias el pintor es asimilado al labrador, y el lienzo a la tierra que debe ser cuidadosamente cultivada para poder recoger, luego, la cosecha. No es s¨®lo una met¨¢fora puesto que en muchas de sus afirmaciones Balthus parece querer adentrarse en la piel del labrador con su apolog¨ªa del esfuerzo, con su reclamo radical de la paciencia. Cuando, d¨ªa tras d¨ªa, contempla el lento crecimiento de sus cuadros -uno de sus mayores placeres, seg¨²n confiesa- lo hace con los ojos del campesino: el espacio trabajado l¨ªnea a l¨ªnea, la tranquila captura de la luz, la roturaci¨®n del tiempo.
El pintor labrador concentra la mirada para descubrir, tras esta roturaci¨®n, los secretos del tiempo. Ellos guardan las joyas de la existencia. Balthus rinde homenaje a Rainer Maria Rilke, al que le unieron lazos estrechos, al evocar el silencio que rodea los grandes descubrimientos de las peque?as cosas. Lo que para los profanos puede ser rutina o repetici¨®n a los ojos del escrutador se convierte en rinc¨®n sagrado. Desde esta perspectiva se siente cercano a Bonnard y, por encima de todo, a C¨¦zanne. Balthus se deleita con la extrema felicidad que debi¨® sentir C¨¦zanne al pintar una y otra vez la monta?a Sainte-Victoire.
La otra imagen es la del artista como monje. A Balthus le parece que ¨¦ste es un buen ant¨ªdoto contra la neurosis egol¨¢trica que ha servido tan a menudo de alimento del artista moderno. Quiz¨¢ simplemente constata que se ha agotado un ciclo en la cultura occidental y que la figura del artista como creador absoluto -y con frecuencia todav¨ªa m¨¢s enf¨¢ticamente, como genio- tras ofrecer productos prodigiosos ha acabado desvaneci¨¦ndose en su propia fantasmagor¨ªa. Frente a la grandilocuencia de un gesto que fue tr¨¢gico en sus mejores momentos y pat¨¦tico en los peores, para Balthus el arte debe volver a la minuciosidad modesta y profunda del artista monje. Al pintor del futuro Balthus le pide recuperar el talante de los grandes meditadores de la pintura: la precisi¨®n de Poussin, la composici¨®n de Piero della Francesca, la exactitud de Masaccio, el amor de Giotto. Ninguna escuela le parece m¨¢s importante que la de los fresquistas italianos del primer Renacimiento. Ellos poseen el don m¨¢s apreciado o la sabidur¨ªa de la luz.
Una sabidur¨ªa a la que tambi¨¦n se dirige decididamente Joan Hern¨¢ndez Pijuan, como lo prueba la gran exposici¨®n que le dedica el Macba de Barcelona bajo el t¨ªtulo, significativo, de Volviendo a un lugar conocido. Volver al lugar conocido: una regi¨®n de la pintura en la que las reflexiones de Balthus encajan admirablemente. Como ¨¦ste tambi¨¦n Hern¨¢ndez Pijuan entiende la pintura como una forma de conocimiento, un vuelco de la memoria hacia la sensaci¨®n, una captura del vac¨ªo elegantemente obligado a llenar el tiempo.
Visto el balance de tres decenios -la exposici¨®n abarca de 1972 a 2002- puede constatarse el rigor con que Hern¨¢ndez Pijuan ha llevado su propuesta a su mayor perfecci¨®n. Su arte del detenimiento, el que tanto reclamaba Balthus, le ha conducido a una cristalina traves¨ªa del espacio en la que no es dif¨ªcil encontrar esos vestigios de felicidad adheridos, siempre, a la gran pintura: como esos campos de rebeldes al l¨ªmite, como ese cipr¨¦s que resguarda el mundo del horror.
Uno y otro nos insin¨²an que la pintura puede reconocer. Pero para ello se necesitan pinturas m¨¢s humildes. Es decir, espiritualmente m¨¢s ambiciosas.
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