La presencia de Bertrand Russell
Desde hace meses, se tiene la sensaci¨®n de que el mundo se ha ido transformando por un poderoso maleficio. En las conversaciones cotidianas llega un momento en que inapelablemente se recae en el tema de la guerra anunciada. Devora uno la prensa cada ma?ana y por la noche se sienta a esperar uno o varios noticieros en la televisi¨®n: un ba?o de ignominia: los gestos de orate en el rostro de Bush, las muecas feroces de Condoleezza Rice al hablar de democracia, las pruebas que nada prueban del general Powell, la untuosa sonrisa de Aznar ante el Gran Jefe, la desenfrenada histeria de Blair, un largo desfile de sepulcros blanqueados; luego la monstruosidad de las cifras: la ONU calcula que durante la conquista de Irak podr¨ªan morir m¨¢s de medio mill¨®n de seres humanos, la Unicef da otra cifra monstruosa: un mill¨®n de ni?os perecer¨¢n en la contienda, los militares americanos hablan de gastar varios cientos de miles de millones de d¨®lares hasta la ca¨ªda de Bagdad. Y uno podr¨ªa imaginar un inmenso ej¨¦rcito de j¨®venes terroristas que a corto o largo plazo se presentar¨ªan para vengar a sus muertos, la ruina de su pa¨ªs, la destrucci¨®n de sus hogares.
La ONU calcula que durante la conquista de Irak podr¨ªan morir m¨¢s de medio mill¨®n de seres humanos
En contra de esas visiones surgen declaraciones de intelectuales y artistas de alto nivel en contra de la guerra, testimonio de que la raz¨®n y la fe en la vida se movilizan para mantener lo que hasta ahora conocemos como civilizaci¨®n. Es un respiro, una se?al de aliento, tambi¨¦n lo son m¨¢s las marchas de millones de hombres y mujeres que repudian abiertamente la guerra. La inmensa mayor¨ªa no tiene ninguna simpat¨ªa por Sadam Husein; marcha y se manifiesta en defensa de unos valores que la humanidad ha creado y perfeccionado a trav¨¦s de los siglos.
Es posible que cuando este art¨ªculo llegue a su destino la hecatombe se haya iniciado. S¨®lo un milagro podr¨ªa detenerla. Si eso sucede ser¨¢ en buena parte el fruto de esos millones de hombres y mujeres que se han manifestado en las calles y plazas de sus ciudades con un visible "no a la guerra" y de las declaraciones de grandes artistas e intelectuales.
En el verano de 1961 viaj¨¦ por primera vez a Europa. Me embarqu¨¦ en Veracruz en un nav¨ªo alem¨¢n que part¨ªa para Hamburgo, haciendo escalas en Le Havre y Amberes. La traves¨ªa fue excelente. Yo ten¨ªa un pasaje a Amberes y uno complementario para cruzar el canal de la Mancha. Deseaba que mi primera estancia en Europa fuera Londres. En el viaje la felicidad me embargaba al saber que dentro de pocos d¨ªas iniciaba unos meses de vacaciones en algunos pa¨ªses europeos. Una ma?ana, a un paso de las costas inglesas, los pasajeros sentimos que algo extra?o suced¨ªa en el barco. En el desayuno los oficiales alemanes ten¨ªan un semblante distinto y apenas hablaban; la actitud de los camareros era tambi¨¦n innatural. Un desasosiego comenz¨® a recorrer el comedor. Al terminar de desayunar nos solicitaron pasar a un sal¨®n de ceremonias. All¨ª, el capit¨¢n nos declar¨® que nuestro itinerario hab¨ªa cambiado. El barco no llegar¨ªa a Hamburgo, sino a Bremerhaven, el puerto pr¨®ximo a Bremen. Nos inform¨® que en Berl¨ªn hab¨ªa tenido lugar un conflicto de consecuencias impredecibles. En una sola noche la Alemania comunista hab¨ªa constituido un muro que convert¨ªa a todos los habitantes de la zona rusa de Berl¨ªn en prisioneros. Un conflicto, a?adi¨®, no s¨®lo alem¨¢n sino europeo, es m¨¢s, universal. La guerra fr¨ªa estaba a punto de transformarse en una guerra activa. Los pasajeros que deb¨ªan desembarcar en Le Havre, en Amberes y en Hamburgo tendr¨ªan que hacerlo en Bremen. La empresa nos proporcionar¨ªa los pasajes de ferrocarril que requerir¨ªamos para transportarnos a nuestro punto de destino. Si las circunstancias se agravaran y los extranjeros no pudi¨¦semos salir de la ciudad nos recomendaba ponernos de inmediato en contacto con nuestros respectivos consulados. "?Dios los auxiliar¨¢!", fue su ¨²ltima frase.
La estaci¨®n de ferrocarril de Bremen estaba atestada de pasajeros, de maletas, de bultos informes, de muebles. Fue una haza?a subir al vag¨®n. En el tren nadie hablaba. La atm¨®sfera, los rostros de los pasajeros, parec¨ªan sacados de un filme expresionista, o de cuadros de Georg Grosz y Otto Dix. El clima de pesadilla s¨®lo se disolvi¨® al subir al ferry que me condujo a Inglaterra.
Disfrut¨¦ inmensamente de Londres las semanas que pas¨¦ en su seno, pero la preocupaci¨®n de la guerra era permanente. Los peri¨®dicos anunciaban d¨ªa con d¨ªa la proximidad de la guerra, y en algunos editoriales se manejaba la posibilidad de que la confrontaci¨®n podr¨ªa ser nuclear, con bombas at¨®micas m¨¢s potentes que las empleadas en Hiroshima y Nagasaki. En alg¨²n lado le¨ª que una marcha se hab¨ªa puesto en movimiento desde el norte de Inglaterra a Londres para exigir la paz. El lugar de encuentro ser¨ªa Trafalgar Square, y la fecha el s¨¢bado siguiente.
Fui ese s¨¢bado a la manifestaci¨®n; alguien insisti¨® en llegar dos horas antes para situarnos cerca de la tribuna. Hab¨ªa un cielo transparente y el ambiente era festivo. Yo hab¨ªa visto esos d¨ªas a los ingleses en teatros, pubs, conciertos y restaurantes y me qued¨¦ admirado al verlos convertidos en otros personajes; la exaltaci¨®n era enorme. De pronto cay¨® un chubasco de verano parecido a un monz¨®n colonial. Quise retirarme para protegerme en uno de los negocios que rodean la plaza, para librarme de la lluvia, pero era imposible traspasar el denso conglomerado humano. La lluvia les parec¨ªa normal; en vez de dispersarse se pusieron a cantar a toda voz. Hubo un momento en que la masa se movi¨®, vimos abrirse un camino estrecho por donde la comitiva se dirigi¨® hacia la tribuna. Lleg¨® la marcha del norte y a ella se unieron las de muchas otras regiones. El centro de Londres se cubri¨® de manifestantes. Cerca de nosotros pas¨® un anciano elegantemente vestido; parec¨ªa construido con alambre de acero. Bajo un inmenso paraguas sostenido por otras manos se desliz¨® r¨¢pidamente y subi¨® a la tribuna. En ese momento un aplauso m¨¢s estruendoso que el de la lluvia surgi¨® de la plaza. Era Bertrand Russell, el matem¨¢tico, el fil¨®sofo, el Premio Nobel de Literatura, el defensor de la paz, quien fue encarcelado por sus ideas pacifistas en la Primera Guerra, denostado muchas veces por los conservadores, y respetado por su obra y su conducta en las universidades de todo el mundo: ten¨ªa entonces 89 a?os. Habl¨® bajo la tormenta; no puedo recordar si logr¨¦ o¨ªr su voz a trav¨¦s de los altoparlantes cercanos, de lo que tengo memoria es de que la fuerza surgida de ¨¦l produc¨ªa en el espectador una exigencia de luchar por la vida.
De Inglaterra pas¨¦ a Italia. En Roma, Florencia y Bolo?a vi multitudes en las calles para defender la paz, y en todas ellas, los m¨¢s notables escritores, artistas y cient¨ªficos estaban presentes. La guerra no se produjo.
Despu¨¦s de muchas desilusiones, de utop¨ªas desaparecidas, de cansancio, frivolidad y desinter¨¦s de la sociedad, los noticieros me hacen revivir la emoci¨®n de 1961. En Madrid, Barcelona, Roma, Berl¨ªn, Londres, Nueva York, Atenas, Sydney y otros lugares, la palabra renace junto a la acci¨®n.
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