?Programar hombres?
En el n¨²cleo mismo de la tradici¨®n humanista se halla la idea de que cada ser humano es valioso por s¨ª mismo, por su condici¨®n humana, y que esa condici¨®n de autosustantividad es el soporte sobre el que se apoyan tanto la autonom¨ªa individual como los derechos humanos ordenados a protegerla. Esa concepci¨®n recibe el nombre de "dignidad" y no por casualidad es a la misma a la que se remiten como fundamento ¨²ltimo tanto la Declaraci¨®n Universal de Derechos del Hombre, como su hijo, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Pol¨ªticos, o, sin ir m¨¢s lejos, la propia declaraci¨®n de derechos de nuestra Constituci¨®n (art.10.1.) La dignidad supone la exclusi¨®n de la instrumentalizaci¨®n de un ser humano por otro, no s¨®lo porque los instrumentos no pueden ser se?ores de s¨ª mismos poco menos que por definici¨®n, que tambi¨¦n, sino fundamentalmente porque la instrumentalizaci¨®n reduce a su destinatario a la condici¨®n de medio que se usa para procurar alcanzar determinados fines y, en consecuencia, su valor se determina por su capacidad para alcanzar aquellos, de fin en s¨ª mismo pasa a ser medio para satisfacer los fines de otro y con ello su valor va a estar determinado por esa capacidad de satisfacer fines ajenos. Kant lo dijo con suma claridad: las cosas tienen precio, los hombres dignidad.
La dignidad es factible cuando y en la medida en que el ser humano no es un artefacto, configurado o programado para alcanzar fines determinados, o confeccionado para satisfacer deseos o intereses de otros. La idea seg¨²n la cual cada ser humano es valioso por s¨ª no es compatible con la noci¨®n de un ser humano manufacturado o programado por otros, porque pertenece a la naturaleza misma del artefacto, de cualquier arte-facto, el tener raz¨®n y sentido no por s¨ª mismo sino en funci¨®n de otros. Que los fines que persigan con la programaci¨®n esos otros, los terceros del lenguaje de los juristas, sean justos y ben¨¦ficos en nada empece a ese hecho fundamental: el ser programado lo ser¨¢ para alcanzar el justo y ben¨¦fico fin, y su valor depender¨¢ precisamente de ello, valdr¨¢ en raz¨®n del fin, pero no por s¨ª mismo. Ser¨¢, pues, instrumento.
Por eso me parece rechazable la posibilidad de que se admita la legitimidad de la selecci¨®n no terap¨¦utica de sexos. Desde luego es claro que ese rechazo puede fundamentarse en argumentaciones de corte consecuencialista, y no ser¨¦ yo quien niegue que el abrir la puerta a las pr¨¢cticas eugen¨¦sicas (sean de inspiraci¨®n racista o no) no es precisamente una buena idea. No ha mucho que Habermas ha escrito algunas p¨¢ginas ilustrativas al respecto, se?alando, entre otros, el riesgo que tales pr¨¢cticas suponen para la unidad de la especie. Pero tengo para m¨ª que ese autor no yerra precisamente cuando apunta que la consciencia de haber sido programado por parte del ser humano que haya sido seleccionado y configurado por terceros no puede sino ser delet¨¦rea para su propia autoconciencia e identidad. La degradaci¨®n de la propia dignidad es consecuencia necesaria de la instrumentalizaci¨®n por terceros.
Por eso me parece rechazable que se legalice la selecci¨®n del sexo en los procesos de fecundaci¨®n: porque el ni?o o ni?a que llegue a la vida merced a tal tipo de intervenci¨®n habr¨¢ sido previamente programado como tal por terceros, y se hallar¨¢ en posesi¨®n de una identidad que, precisamente por ser programada, est¨¢ condenada a la fragilidad, y con ella su portador al sufrimiento. No es que sea una medida de dudosa legitimidad constitucional, que lo es. Es que me parecer¨ªa una necedad, en el m¨¢s estricto sentido del t¨¦rminos (esto es, carente de conocimiento) si no fuere porque el morado de los billetes de la nueva moneda asoma detr¨¢s de la oreja de algunos de sus defensores. Bussines are usual.
Manuel Mart¨ªnez Sospedra es profesor de Derecho de la Universidad Cardenal Herrera-CEU.
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