La guerra, algo personal
Hasta hace unas semanas, hemos procurado entender la invasi¨®n armada de Irak con la ayuda de argumentos pol¨ªticos o ideol¨®gicos que pretenden identificar el motivo del conflicto, como asegurar que armas mort¨ªferas no caigan en manos terroristas, el control del petr¨®leo, detener la enorme crisis econ¨®mica que sufre Occidente, o una cruzada cristiano-jud¨ªa en contra del islamismo. Sin embargo, a medida que los d¨ªas de ensa?amiento se multiplican, aumentan los actos de barbarie y se alarga la cadena de ata¨²des de los dos bandos, esta guerra, en mi opini¨®n, se perfila como algo personal.
Pienso que la ¨²nica forma de explicar la inagotable inquina que alimenta la obsesi¨®n ciega de George W. Bush con eliminar del mapa como sea a Sadam Husein es que se trata de una vendetta, de un ajuste de cuentas personal. Un dato a favor de esta teor¨ªa es que hace un par de meses, ante la imposibilidad de los inspectores de la ONU de probar que Irak pose¨ªa armas de destrucci¨®n masiva -hasta entonces la justificaci¨®n oficial para la intervenci¨®n militar-, Bush no pesta?e¨® antes de declarar vehementemente que la ¨²nica soluci¨®n para prevenir la batalla era que Sadam y sus hijos abandonaran su pa¨ªs. No ser¨ªa de extra?ar que Bush hubiese heredado de su padre gran parte del rencor que siente hacia Sadam. Recientemente, le vimos en televisi¨®n decir, con una expresi¨®n ostensible de ira y amargura, que una de las razones por las que estaba convencido de la maldad del dictador iraqu¨ª es que ¨¦ste hab¨ªa intentado asesinar a su "pap¨¢" cuando era presidente.
Igualmente, sospecho que es personal la enconada obstinaci¨®n de Sadam en humillar a Bush, aunque el precio sea la ruina absoluta de su pueblo y la p¨¦rdida de miles de vidas, incluida la propia. Por cierto, Sadam Husein tambi¨¦n ha transmitido a sus hijos Uday y Qusay la abominaci¨®n que ¨¦l alberga hacia Bush. Y ¨¦stos no paran de hacer gala de la animadversi¨®n y repugnancia que han heredado en sus referencias al presidente de EE UU y a su familia.
Me imagino que el terrible disparate que estamos viviendo tambi¨¦n es personal para un grupo de l¨ªderes en Washington exaltados y obnubilados por una grave man¨ªa persecutoria. Esta perturbaci¨®n les hace ver enemigos mortales por todas partes a los que hay que liquidar, al precio que sea, para prevenir males mayores.
Al contrario de lo que ocurri¨® con las im¨¢genes m¨¢s macabras del ataque terrorista el 11 de septiembre en Nueva York, las escenas espeluznantes de la campa?a en Irak no son purificadas ni censuradas por las cadenas de televisi¨®n, por respeto a los damnificados y sus familiares o para evitar conmocionar a los telespectadores infantiles. Como resultado, las secuencias estremecedoras que retransmiten en directo al mundo entero la CNN, Al Yazira y otras estaciones, comunican brutalmente lo personal que es la guerra para las v¨ªctimas. Diariamente lo podemos constatar en las caras amedrentadas de los heridos o prisioneros, en los rostros acongojados de sus parientes y amigos, en los ojos suplicantes de ni?os desfigurados por el fuego y en los gestos desesperados de cientos de iraqu¨ªes aturdidos, hambrientos e indefensos que ni comprenden lo que est¨¢ pasando ni pueden hacer nada para impedirlo.
Presiento que esta guerra es y ser¨¢, por mucho tiempo, algo personal e intransferible para los hombres y las mujeres que cumplen con la orden de ejecutarla. Una sociedad que considera matar un acto necesario y hasta heroico, entrega armas letales a sus reclutas y les ordena que maten, tambi¨¦n planta en sus corazones las semillas del terror y del odio. Adem¨¢s, la ley de la guerra, tanto si se califica de justa como de injusta, marca a quienes la practican con un estigma indeleble de confusi¨®n moral. Porque la primera regla es la deshumanizaci¨®n de los otros, y el requisito fundamental es atormentar al contrario hasta arrancarle el esp¨ªritu o la vida. Hace unos d¨ªas, le¨ª en el diario The New York Times las declaraciones que hizo durante una breve tregua en una refriega en el sur de Irak Mark Redmond, un joven sargento de Infanter¨ªa estadounidense. Redmond contaba compungido c¨®mo desde la ametralladora de su tanque gritaba repetidamente "?Quiff!" -el sonido de alto en ¨¢rabe- a un grupo de cinco o seis milicianos iraqu¨ªes que se le acercaban armados con simples fusiles. A pesar de su obvia desventaja, uno tras otro continu¨® avanzando y perdi¨® la vida. "Incomprensible... eran suicidas", repet¨ªa atormentado el sargento, "yo tengo mujer y una hija peque?a en casa y cuando vuelva no quiero que piensen que soy un asesino".
Cuando regresen a sus hogares, muchos de estos j¨®venes soldados no ser¨¢n los mismos, aunque sus cuerpos est¨¦n ilesos. Durante meses o a?os los recuerdos m¨¢s horripilantes de la lucha turbar¨¢n su sosiego, la ansiedad y la tristeza trastocar¨¢n sus d¨ªas y las pesadillas interrumpir¨¢n sus noches.
Para quienes estamos geogr¨¢ficamente lejos, esta cat¨¢strofe es asimismo personal. Como espectadores, nos angustiamos primero por el paradero de los seres m¨¢s queridos o de aquellos que conocemos. Pero la compasi¨®n hacia el dolor ajeno y la empat¨ªa que nos sit¨²a con afecto en las circunstancias penosas de otros no tardan en formar una onda expansiva que abre de par en par las puertas de nuestro peque?o entorno. Por eso, tambi¨¦n nos afligimos por los que no forman parte de nuestra red social inmediata, y nos identificamos con ellos aunque no los conozcamos.
En Nueva York, el p¨²blico, independientemente de que est¨¦ en contra o a favor del conflicto, en su mayor¨ªa vive la tragedia de forma especialmente ¨ªntima. En las casas, en los bares y restaurantes, en los centros universitarios y en los hospitales que frecuento, observo a menudo grupos de personas enmudecidas mirando a la peque?a pantalla, consternadas, algunas hasta lloran en silencio. Es evidente que los neoyorquinos de hoy se conectan emocionalmente con las v¨ªctimas de atrocidades con m¨¢s intensidad que nunca. Y es que el 11-S rob¨® a este pueblo su notable talento para proteger su alma moldeando cualquier barbaridad en una experiencia virtual apta para todos los p¨²blicos. Tambi¨¦n es verdad que aqu¨ª a¨²n no se ha olvidado a qu¨¦ huele la muerte real, qu¨¦ es el miedo y a qu¨¦ extremos puede llegar el dolor humano. De hecho, aqu¨ª todav¨ªa se anda con los dedos cruzados, y se sigue arrastrando el inc¨®modo lastre de vulnerabilidad e incertidumbre que dej¨® atr¨¢s aquel atentado.
Una vez m¨¢s vivimos en nuestras carnes una descabellada guerra sangrienta que amenaza con destruir ese tesoro ancestral que es la convivencia tolerante y pac¨ªfica, tesoro que ha hecho posible que nuestra especie evolucione para mejor durante milenios. Una vez m¨¢s somos transformados por la violencia. Y una vez m¨¢s nos vemos obligados a reiterar la utilidad de la comunicaci¨®n, a reafirmar el valor de la raz¨®n y a reivindicar la dignidad de la vida humana.
Luis Rojas Marcos es psiquiatra y ex presidente del Sistema de Sanidad y Hospitales P¨²blicos de Nueva York.
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