Nuevas noches blancas
La dureza de una prueba se mide por sus condiciones espec¨ªficas -por su grado de exigencia o dificultad-, pero tambi¨¦n por aquello que quien debe afrontarla cree que sacrifica al hacerlo. Por ejemplo: para alguien que aspira denodadamente a publicar su primer libro, o el d¨¦cimo, pasar a tal efecto por la cama de un engorroso personaje del mundo de la edici¨®n, la universidad o el periodismo puede ser un trance muy distinto si el o la aspirante concibe su cuerpo como un parque natural, f¨¦rtil en rarezas y dignidades, que si lo concibe como terreno calificable, sin edificar, ¨¢vido de ordenanzas y excavadoras. En el primer caso, se tiende a pensar que lo que se pierde es mucho; en el segundo, nada de nada. En el caso que ahora que ya est¨¢n lejos las Navidades puedo contar, la prueba consiste en vestirse de Pap¨¢ Noel y agitar una campanilla de diez a seis frente a la puerta de una renombrada peluquer¨ªa; no parece que eso, en s¨ª, sea mucho. Pero hay un sacrificio, sin duda m¨¢s complicado de definir, que se adivina cuando el joven en paro a quien se le propone semejante trabajo agacha la cabeza y murmura: "?Vestirme de Pap¨¢ Noel? ?Yo, que estoy leyendo Noches blancas?".
Sin hacerse ilusiones y sin confiar en la realidad, el azar le invita, si pone algo de su parte, a una aventura
Ni ¨¦l ni yo podemos tirar demasiado del hilo que, pendiente de un traje de Pap¨¢ Noel, parece estrangular a un lector de Noches blancas; debe bastarnos con una vaga idea de lo que est¨¢ en juego. ?l mismo piensa, despu¨¦s de unos d¨ªas en este nuevo oficio, que sus movimientos est¨¢n rigurosamente limitados, que en su pintoresca guardia no anida siquiera la triste esperanza del vagabundeo solitario. En la calle, las fachadas no le hablan y sonr¨ªen como al h¨¦roe de Dostoievski: a ¨¦l directamente le insultan. Ha llegado a conocerlas bien, as¨ª como a las clientas habituales e incluso a los otros porteros y a los habitantes del vecindario, y, aunque ya recibe con aplomo sus sonrisas y su compasi¨®n, sus propinas y su gratitud por los caramelos que les da a sus hijos, no fabrica deseos ni alimenta fantas¨ªas. Sabe que no son sus amigos. ?l no abordar¨ªa a ninguna de esas se?oras te?idas, ni a ninguna de sus hijas con mechas, y por supuesto, ni aunque delante de ¨¦l las atracaran, jam¨¢s les prestar¨ªa otro servicio. Esa puerta de cristal helado que empuja con sus guantes rojos es suficiente. Desear¨ªa, m¨¢s bien, desvanecerse, borrarse, como en efecto se ha borrado cuando en alguna ocasi¨®n ha pasado alg¨²n amigo suyo y -gracias a Dios- no lo ha reconocido.
El asalariado diligente y sin amigos de Dostoievski es capaz de robar "momentos de alegr¨ªa" a la tristeza que m¨¢s le hunde, y vive en su pozo de soledad como en un "fant¨¢stico mundo de f¨¢bula" que, en enigm¨¢tica frase de la traducci¨®n, "surge con tanta facilidad como si no se tratara de un simple tejido cerebral". Al tiempo que se cree sus propios sue?os, sabe que no son m¨¢s que sue?os, y, harto de esta conciencia, busca desesperadamente algo real, como si la realidad pudiera suponer una victoria sobre la ilusi¨®n. De todos los tipos de deprimido -y en eso coincidimos de nuevo el joven y yo- es el peor: un deprimido optimista. ?l, en cambio, s¨®lo tiene el consuelo de pensar, al final de un a?o en el que ha perdido dos salarios -el segundo de ellos en un trabajo que le gustaba-, que el traje de Pap¨¢ Noel no ahoga al menos su pesimismo. Lo que teje su cerebro quiz¨¢ no sea vistoso, ni f¨¢cil, pero no busca el amparo de lo real, y, cuando por la noche se mete en su cuarto y abre su edici¨®n de bolsillo de Noches blancas, el tejido forma dibujos que recuerdan menos a las hojas amarillentas y las telara?as de Dostoievski que al cuadro de familia de la casa a la que ha tenido que volver, y donde su padre, al que detesta, no para de decir cosas.
Y, sin embargo, el encuentro se produce. La calle obra su efecto. El hecho de no albergar fantas¨ªas no es ¨®bice para que uno mismo sea una fantas¨ªa. Hay una mujer que entra y sale del portal de enfrente; desde el primer d¨ªa, cuando le ve, disminuye el paso, casi se detiene, baja la vista y le sonr¨ªe. A veces se asoma a un balc¨®n del segundo piso y le mira, con cierto disimulo elegante que, m¨¢s que camuflar que le mira, parece camuflar que le est¨¢ mirando desde arriba. A veces ha esperado a alguien en la calle -a un hombre horrible, a una amiga- y, a ese mismo nivel, disimula m¨¢s; de todos modos, parece gustarle el fr¨ªo. S¨®lo ha ido una vez a la peluquer¨ªa, y quiso abrir la puerta sola: esta delicadeza, si es que fue eso, qued¨® ambiguamente empa?ada porque ¨¦l se precipit¨® a hacer lo mismo, y en la coincidencia sus manos se rozaron. A estas alturas ¨¦l se hab¨ªa hecho una idea, y la hora que ella pas¨® dentro fue, en su cabeza, una p¨¢gina de Dostoievski; con lo que, al salir, le ofreci¨® unos caramelos.
Una idea: creo que lo he dicho bien. Aunque en este momento empezamos a divergir, ¨¦l y yo, la idea es que, sin hacerse ilusiones, y, por tanto, sin confiar en la realidad, el azar le invita, si pone algo de su parte, a una aventura. Como ¨¦l no est¨¢ buscando nada, en su forzada exposici¨®n a la intemperie, tampoco espera encontrar nada; as¨ª, tanto si hay encuentro como si no, nada podr¨¢ decir que le ha defraudado. Esta mujer s¨®lo se distingue de las dem¨¢s en el hecho de que le mira: no hay nada en ella que permita esperar. Una tarde, al acabar la jornada, ya vestido con su propia ropa, se la ha encontrado y no lo ha reconocido. Se?al evidente de que lo que mira es s¨®lo lo que imagina. Por eso, cuando al final de una ma?ana, justo a la hora de comer, le parece que desde el balc¨®n le hace una se?a, apenas lo duda y responde con otra se?a. Ella sonr¨ªe y asiente. ?l entra enseguida en la peluquer¨ªa, en principio para cambiarse, pero en un momento cambia de idea. Yo no lo habr¨ªa hecho. ?l lo hace. S¨®lo deja la campanilla. Un par de minutos despu¨¦s, Pap¨¢ Noel distrae al portero con un rotundo "voy al segundo" y, mientras sube las escaleras, el tejido cerebral -al fin- se ensancha: piensa excitado en algo parecido a una venganza, a una reparaci¨®n del sacrificio, y en todo lo que vendr¨¢ despu¨¦s, una larga serie de d¨ªas -hasta el 5 de enero- repletos de recuerdos y ansiedades. Ella le espera en la puerta. El gorro cae sobre una gran alfombra blanca. La barba de algod¨®n, sobre un coj¨ªn de petit point. Debajo de la casaca desabrochada asoma un jersey de lana gordo. Debajo, una camiseta negra, con unas grandes letras, que dicen: Minnesota. En este momento ella se interrumpe, se aparta. "?Minnesota?", dice, y se echa a re¨ªr.
Lo que ocurri¨® aquel d¨ªa en el segundo piso dejar¨¢ su huella en todas las capas de este joven. Hasta el 5 de enero, al menos, incluso su cuerpo pesa m¨¢s. Otra vez ha conocido su escaso talento para la ligereza. Detr¨¢s de las ¨²ltimas palabras de Noches blancas -"?acaso no bastan esos minutos para llenar toda una vida?"- escribe un gigantesco "no".
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