Guerra, Constituci¨®n, integraci¨®n
Las guerras son la continuaci¨®n de la pol¨ªtica por medio de la fuerza y, por ello, adem¨¢s de valoraciones ¨¦ticas y jur¨ªdicas -muy negativas en el caso del reciente ataque contra Irak, seg¨²n todas las autoridades morales, empezando por la Iglesia cat¨®lica, y legales que han opinado sobre ella-, merecen, tambi¨¦n, una valoraci¨®n estrictamente pol¨ªtica. Esto es, atendiendo al "inter¨¦s" del Estado que en ellas toma, de una u otra manera, parte y no hay inter¨¦s estatal mayor que la integraci¨®n del propio cuerpo pol¨ªtico.
Las guerras, incluso perdidas, pueden ser poderosos factores de integraci¨®n. Prusia encontr¨® en la derrota de 1806 el resorte de una regeneraci¨®n que culminar¨ªa, merced a otra guerra, la de 1870, en la unificaci¨®n alemana. La URSS se legitim¨®, ante propios y extra?os, merced a la Gran Guerra Patria, y los brit¨¢nicos idearon y construyeron el Estado de bienestar al calor de la solidaridad creada durante la II Guerra Mundial. Otras, por el contrario, tienen efectos opuestos, como por ejemplo, en Austria, las derrotas de 1866 y 1918. Por ello, un pol¨ªtico realista, capaz de entender y atender la verdadera raz¨®n de Estado, antes de recurrir a la guerra o de implicarse en ella, debe ponderar sus efectos sobre algo tan importante como es la integraci¨®n nacional.
No s¨¦ cu¨¢l ser¨¢ el efecto del ataque a Irak en los Estados Unidos o en Gran Breta?a, pero si algo resulta claro es que la participaci¨®n ret¨®rica y medi¨¢tica de Espa?a en este conflicto est¨¢ erosionando gravemente la siempre fr¨¢gil integraci¨®n espa?ola.
Digo intervenci¨®n ret¨®rica y medi¨¢tica, porque la participaci¨®n espa?ola no ha ido m¨¢s all¨¢. Aportamos bases como la reticente Alemania y abrimos el espacio a¨¦reo como la d¨ªscola Francia, y hacemos muy bien, cumpliendo nuestros acuerdos bilaterales con USA. Pero ni ha habido, felizmente, un soldado espa?ol en el frente, ni la diplomacia personal del presidente del Gobierno ha movido un solo apoyo a favor de la guerra en la Uni¨®n Europea, en Iberoam¨¦rica o en Naciones Unidas. Se ha limitado a pr¨¦dicas enf¨¢ticas y fotograf¨ªas risue?as. ?No era mejor el ejemplo de la fiel y, a la vez, prudente Italia? Y, sin embargo, digo tambi¨¦n que esa intervenci¨®n verbal y gestual ha erosionado la integraci¨®n espa?ola. No me refiero, claro est¨¢, al imaginario peligro de la "Espa?a rota" con que los "separadores", en alianza objetiva con los m¨¢s radicales separatistas, nos amenazan como bander¨ªn electoral, sino a la erosi¨®n de ese permanente proceso vital que alienta la comunidad pol¨ªtica cuyo instrumento y expresi¨®n jur¨ªdica es la Constituci¨®n. No se trata, en consecuencia, de abogar por la neutralidad en el conflicto, sino de ponderar los costes pol¨ªticos de la desmesura en el apoyo ret¨®rico, que ha dificultado el consenso parlamentario, encrespado a la opini¨®n ciudadana y, de paso, reavivado un antiamericanismo que parec¨ªa olvidado.
La Constituci¨®n, en efecto, no es una m¨¢quina ¨²til tan s¨®lo para producir leyes, sentencias y actos administrativos; es un instrumento de convivencia, de compartir decisiones y bienes, o no es nada. La Constituci¨®n es una comuni¨®n de la ciudadan¨ªa en valores ¨¦tico-pol¨ªticos y equilibrios institucionales aceptados por todos. Durante veinticinco a?os, la inmensa mayor¨ªa de los espa?oles ha comulgado o, lo que es lo mismo, aceptado compartir esos valores (art¨ªculo 1,1 y T¨ªtulo) y respetado e incluso valorado muy positivamente esos equilibrios (art¨ªculo 1,3). Conservar esa gran concordia en torno a los mismos es el primero de nuestros intereses de Estado. ?Cu¨¢les han sido los efectos sobre ello, no de la guerra, sino de la desmesurada ret¨®rica gubernamental en pro de la guerra? Sin duda, de todo punto negativos. Basten, para comprobarlo, las tres consideraciones siguientes, relativas a los m¨¢s relevantes factores simb¨®licos, funcionales y materiales de integraci¨®n. Y ¨¦sa es la sustancia de la Constituci¨®n, que no la repetici¨®n mec¨¢nica de su letra.
Espa?a es una Monarqu¨ªa parlamentaria (art¨ªculo 1,3 CE) y, si algo ha estado fuera de cuesti¨®n durante el ultimo cuarto de siglo, ha sido la com¨²n aceptaci¨®n -por razones diferentes, pero coincidentes- de esta forma pol¨ªtica del Estado y de la persona de su titular. La reacci¨®n ciudadana ante la posici¨®n espa?ola en el conflicto de Irak ha visto proliferar las banderas republicanas y las expresiones antidin¨¢sticas y se ha puesto en cuesti¨®n la propia actitud del Rey. Felizmente, una vez m¨¢s, don Juan Carlos tom¨® la iniciativa y, en ejemplar declaraci¨®n, dej¨® testimonio de su ineludible presencia ante un conflicto que conmueve a los espa?oles y de su posici¨®n institucional. Pero si la Corona ha salido inc¨®lume de la prueba, fue a pesar de la gesti¨®n gubernamental de una crisis que ha enfrentado las instituciones con la opini¨®n p¨²blica.
El conflicto, sin embargo, ha da?ado otro importante factor de integraci¨®n, en este caso funcional, las Cortes. ?Por qu¨¦? A primera vista, las C¨¢maras y, en especial, el Congreso han cumplido su funci¨®n. El Gobierno ha comparecido reiteradamente ante las mismas; comisiones y pleno han debatido e incluso votado. No hab¨ªa formalmente guerra ni, en el caso espa?ol, participaci¨®n b¨¦lica alguna y, en consecuencia, era inoportuno invocar el art¨ªculo 63 CE, aunque habr¨ªa que reflexionar, cara al futuro, en torno a la falta de control parlamentario sobre la disposici¨®n gubernamental de la fuerza armada previsto por el art¨ªculo 97 CE. Pero un Parlamento no es un registro mec¨¢nico de arengas y de votaciones con resultados previstos, sino un foro de debate y consenso; el lugar del di¨¢logo, dec¨ªamos en las Constituyentes repitiendo palabras de Vedel, entre mayor¨ªa y minor¨ªas, Gobierno y oposici¨®n, Ejecutivo y diputados. Y aqu¨ª se han superpuesto los mon¨®logos y se han confrontado los bloques. No ha habido ni asomo de concordia entre los diversos partidos en algo que requiere ser concordado como la pol¨ªtica exterior es. Y la discordia parlamentaria provoca, como un eco, la crispaci¨®n medi¨¢tica y callejera. Pero es claro que los acuerdos no se preparan menospreciando e injuriando a los restantes grupos pol¨ªticos durante a?os, convirtiendo los pactos celebrados en r¨¦moras y, a la postre, ofreciendo simples adhesiones a las decisiones ya tomadas.
Y, lo que es m¨¢s grave, la irrelevancia del debate parlamentario ha trasladado el conflicto a la calle. A la legalidadsurgida de las urnas se ha opuesto el clamor de las manifestaciones, la reacci¨®n de los medios y el veredicto de las encuestas que, dicho sea de paso, tambi¨¦n es constitucional (art¨ªculo 21 CE). Y, a su vez, la mayor¨ªa absoluta salida de las urnas ha dado la espalda a la expresa opini¨®n de la aplastante mayor¨ªa de los espa?oles.
Sin duda, en una democracia representativa los representantes obtienen de las elecciones su legitimidad para decidir, pero no el mandato sobre lo que tienen que decidir (art¨ªculo 67,2). Burke lo dej¨® claro antes sus electores de Bristol; pero la negaci¨®n del mandato imperativo no puede ser la misma en una democracia masificada y medi¨¢tica del siglo XXI que en un r¨¦gimen de notables del siglo XVIII. Si a nadie parece escandalizar que los partidos pol¨ªticos hayan acabado con el mandato representativo de sus diputados en pro de un mandato neoimperativo en pro de sus ejecutivas, ser¨ªa hora de exigir mayor atenci¨®n al mandato patente de la opini¨®n p¨²blica. Cuando el representado, el pueblo, est¨¢ en la calle, en ejercicio de sus derechos constitucionales de expresi¨®n, reuni¨®n y manifestaci¨®n, el representante no puede ignorarle, agredirle, descalificarle e, incluso, incriminarle (art¨ªculo 66 CE). Si lo hace, est¨¢ vulnerando un valor esencial de la Constituci¨®n -la soberan¨ªa pertenece al pueblo (art¨ªculo 1,2)- que no puede quedarse en letra muerta o en categor¨ªa dogm¨¢tica mostrenca, ¨²til, tan s¨®lo, para negar otros ¨¢mbitos democr¨¢ticos de decisi¨®n. Tom¨¢rselo en serio es el m¨¢s importante factor material de integraci¨®n pol¨ªtico-constitucional. Para evitar el clamor popular en la calle es preciso mantener en el foro un di¨¢logo inteligente e inteligible para el propio pueblo.
Y tambi¨¦n es factor material de integraci¨®n el valor superior del "pluralismo pol¨ªtico" (art¨ªculo 1,1) que se niega cuando se califica a la oposici¨®n no de opci¨®n discrepante, pero leg¨ªtima, sino de "amenaza para Espa?a", a la manera de la "antipatria" de otros tiempos.
La democracia constitucional no es un artilugio para descalificar al adversario y mandar contra la opini¨®n p¨²blica y, cuando se ha intentado convertirla en eso, el sistema ha entrado en quiebra. La "democracia sin el pueblo", a base de ser una "democracia mediatizada" por los representantes con olvido de los representados, termina siendo una "democracia gobernada" en vez de "gobernante". Por eso, lo peor que a una democracia puede ocurrirle es que la ciudadan¨ªa deje de creer en sus instituciones representativas. Cuando se convence de que, cualquiera que sean sus opiniones y sentimientos, la cuesti¨®n est¨¢ ya decidida por el impersonal "se", internacional, partidista o medi¨¢tico.
De semejante corrupci¨®n del sistema nacen las opciones antisistema y su peligrosidad parece tan grande que, tal vez, en los pr¨®ximos comicios, un electorado tan ofendido, por unos, como temeroso de los otros, vote contra las manifestaciones en que directa o indirectamente participaron. El mayo franc¨¦s de 1968 y la subsiguiente chambre introuvable surgida de las urnas deber¨ªa estar en la mente de todos. Las urnas condonar¨ªan, as¨ª, las responsabilidades pol¨ªticas; pero nada resta?ar¨¢ las heridas de una Constituci¨®n que, para ser algo, ha de ser, ante todo, integraci¨®n. Mala manera de celebrar su jubileo de plata.
Miguel Herrero de Mi?¨®n es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Pol¨ªticas.
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