20 de febrero, toda la alegr¨ªa del mundo
Al principio viv¨ªamos en una habitaci¨®n alquilada, en la calle Filipa de Vilhena, frente a la Casa de la Moneda, por causa del olor y del humo cocin¨¢bamos en el alf¨¦izar de la ventana: esto en septiembre, octubre, noviembre, diciembre, hasta que yo embarqu¨¦ rumbo a Angola el 6 de enero. Llovi¨® bastante ese a?o y en el muelle casi no se ve¨ªan gaviotas. Marchas militares, s¨ª. Y discursos. Me hab¨ªan operado de un quiste en la oreja y llevaba la cara vendada. Me acuerdo de los gritos de la gente a medida que el barco se alejaba. A¨²n hoy, si paso por la calle Filipa de Vilhena, el coraz¨®n se transforma en una gota. Los ¨¢rboles no han cambiado, poca cosa ha cambiado por ah¨ª. Casi siempre doy la vuelta con el coche para no encararme con nuestra ventana. S¨¦ cu¨¢l es. Antes de eso, al tocar al timbre de la casa de tus padres, o¨ªa el sonido de los tacones de tus zapatos en la escalera. Sigo oy¨¦ndolo. A pesar de que no bajan sigo oy¨¦ndolo. Despu¨¦s vivimos en la caba?a de un comisario en Marimba. Despu¨¦s en el cuartel. Despu¨¦s en una buhardilla. Y en el comedor de oficiales de Tomar, con la cama que golpeaba contra la pared. Para apenas dos d¨ªas de un fin de semana llegabas en tren, cargada de maletas. Yo atend¨ªa a unos pacientes en el Hospital de la Misericordia, en una cl¨ªnica. Fui muy feliz en Tomar. El Nab?o lleno de peces, la Corredoura. Soldados enfermos en el convento. All¨¢ arriba. Correg¨ª la luxaci¨®n del hombro de un paracaidista con el pie en su axila, tirando del brazo y haci¨¦ndolo girar hasta que qued¨® encajada la cabeza del h¨²mero. Los ¨¢rboles de la selva. El tribunal. Tus vestidos estampados. Los camareros del comedor, con pajarita, todo reverencias. El peinado laborioso del brigadier, coroneles muy viejos, de vacaciones, con mujeres muy viejas: el polvo de arroz no se les adher¨ªa a la piel, les flotaba alrededor, como una especie de halo. Al lado de los platos, frascos de medicinas, gotas, pastillas. Los m¨¦dicos de la ciudad jugaban al billar en un caf¨¦ oscuro. Un chico agonizante, enfermo de neumon¨ªa, me apret¨® las manos con mucha fuerza
Un chico agonizante me apret¨® las manos con fuerza: "No me deje morir"
-No me deje morir
y la cara de su padre con un asomo de espanto. Cuando el hijo se muri¨® y las manos me soltaron dije
-Muchas gracias
y sal¨ª de la habitaci¨®n tropezando con las cosas. No obstante, fui feliz en Tomar. El Mouch?o. D¨¢bamos paseos por el r¨ªo en barco y yo tan torpe con los remos. T¨², sentada en el otro asiento, te re¨ªas. No son recuerdos tristes, sino todo lo contrario. Hab¨ªa momentos en que ten¨ªa claro que nunca me iba a morir. Despu¨¦s, en ?frica, esa certeza disminuy¨®. Semanas en la selva, con una radio que zumbaba y ahogaba las palabras. La aldea de Santo Ant¨®nio, enorme. La belleza de todo aquello. El alquiler de la habitaci¨®n de la calle Filipa de Vilhena se llevaba todo mi sueldo. Y, sin embargo, era f¨¢cil. Escrib¨ªa, desde mucho antes del servicio militar, una novela interminable. Hay ocasiones en que creo que todos mis libros, los que llegu¨¦ a publicar, estaban all¨ª. Diez cuadernos gord¨ªsimos: a¨²n existen. El chico de la neumon¨ªa se muri¨® por una burrada del cirujano: insist¨ªa en que era una ¨²lcera. Ni con 10 millones, 20 millones de unidades de penicilina en el suero lo salv¨¦:
-No me deje morir.
Este mes de febrero es amargo. De un tiempo a esta parte el mes de febrero es amargo. Creo que nunca fui infeliz, ni siquiera en los momentos infelices. Malhumorado a veces, una especie de desesperaci¨®n de vez en cuando, pero infeliz no. Contin¨²o y, mientras contin¨²e, hablar¨¦ por nosotros. Centenares de monos en las sierras de Pecagranja. Algod¨®n algod¨®n algod¨®n. Ve¨ªamos todas las noches la misma pel¨ªcula: Joselito, El peque?o ruise?or, la ¨²nica que hab¨ªa. En mi opini¨®n nadie ha hecho nunca una pel¨ªcula tan buena. Las im¨¢genes temblaban en la s¨¢bana de la pantalla. Por extra?o que parezca, todas las noches la pel¨ªcula era diferente. Cielos inmensos de estrellas desconocidas. Sillas hechas con tablas de toneles. La bandera en el m¨¢stil iba perdiendo el color con los meses. En la calle Filipa de Vilhena no se distingu¨ªa si en el suelo saltaban los gorriones o las baldosas de la acera. Desde esa ¨¦poca las baldosas no han vuelto a volar. Pase¨¢bamos por all¨ª viendo los escaparates, cogidos del brazo. La habitaci¨®n ten¨ªa un cub¨ªculo con una ba?era peque?a. Escrib¨ªamos el nombre en el cristal y las letras se escurr¨ªan hacia los marcos, adquiriendo patitas con una gota en la punta. Nos dej¨¢bamos recados, con pasta de dientes, en el espejo, cosas que har¨ªan sonre¨ªr a quien las viese desde fuera. En la sala de la Madre de Deus unas m¨¢scaras de madera en la pared, un armario con adornos min¨²sculos. Tu madre instalada frente a nosotros como un perro de cer¨¢mica. Tu padre al atardecer: met¨ªa la llave y nosotros tiesos, apart¨¢ndonos en el sof¨¢. Antes de cada beso, en la acera, de despedida, comprob¨¢bamos si estaban las persianas bajadas y no hab¨ªa ninguna cara al acecho. Joselito, el peque?o ruise?or, desafinaba con ¨ªmpetu: deb¨ªa de ser por el proyector, porque Joselito era perfecto. Andaba en un carro con los cascabeles de las mulas til¨ªn til¨ªn y nosotros, en uniforme de camuflaje, hartos de la guerra, conmovid¨ªsimos. La historia, gracias a Dios, acababa bien. Tem¨ªa que, por un capricho cualquiera, aquel enredo, hermos¨ªsimo, cambiase, pero Joselito nunca me dej¨® quedar mal. Los grandes artistas son as¨ª. Hoy, 20 de febrero, me apetecer¨ªa volver a ver la pel¨ªcula contigo. Creo que es lo que m¨¢s me apetece: volver a ver esa pel¨ªcula contigo. Debe de haber sido en Marimba donde hicimos a Joana. La llam¨¦ por tel¨¦fono hace un rato. Me dijo
-Hola, pap¨¢
y yo lleno de nudos por dentro. Telefonear a Italia es telefonear a un lugar muy lejano. Pasado un instante, volv¨ª a llamar. Le dije que s¨®lo era para darle un beso. Y entonces se lo di. Son las once de la noche, pero en la calle Filipa de Vilhena seguro que las baldosas de la acera saltan como los p¨¢jaros. Y un cielo de estrellas desconocidas, inmenso, por encima de nosotros. Si presto atenci¨®n oigo el til¨ªn til¨ªn de los cascabeles. T¨² con un vestido estampado y yo con uniforme, desali?adamente, a¨²n estamos aqu¨ª. En serio. Con nuestros nombres que se escurren hacia los marcos, adquiriendo patitas con una gota en la punta. Y ma?ana por la ma?ana encuentro un recado, con pasta de dientes, en el espejo. De modo, ?lo ves?, que ya no hay nudos por dentro que valgan. ?Nudos por qu¨¦? Los enredos hermosos, gracias a Dios, siempre acaban bien.
Traducci¨®n de Mario Merlino.
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