Imaginaci¨®n moral
En una vieja entrevista aparecida en Lotta Continua, alguien, amigo y entregado, interrogaba a Carlo Ginzburg. Suced¨ªa esto en 1982, cuando este historiador ya hab¨ªa alcanzado la gloria acad¨¦mica gracias a El queso y los gusanos. Entre otras cosas, el interlocutor, amable y minucioso, le planteaba: "?Qu¨¦ cosa aconsejar¨ªas a los muchachos que quieren dedicarse a la historia?". La respuesta que diera Carlo Ginzburg fue tajante. "Leer novelas, much¨ªsimas novelas". Se trataba, admit¨¢moslo, de una declaraci¨®n extra?a, enf¨¢tica, incluso acad¨¦micamente incorrecta para el oficio del historiador. Pero ese ditirambo de la ficci¨®n estaba muy justificado. ?Por qu¨¦ raz¨®n? "Porque la cosa fundamental en la historia", aclaraba Ginzburg, "es la imaginaci¨®n moral, y en las novelas est¨¢ la posibilidad de multiplicar las vidas, de ser el Pr¨ªncipe Andrei, de La guerra y la paz, o el asesino de la vieja usurera de Crimen y castigo. En realidad, la imaginaci¨®n moral encuentra m¨¢s dif¨ªcilmente fuentes desde las cuales poder alimentarse. Muchos historiadores, por su parte, tienden a imaginar a los otros como si fueran iguales a ellos, es decir, personas aburrid¨ªsimas. La imaginaci¨®n moral no tiene nada que ver con la fantas¨ªa, que prescinde del objeto y es narcisista -aunque puede ser, obviamente, ¨®ptima-. Esa imaginaci¨®n quiere decir, por el contrario, sentir mucho m¨¢s de cerca a ese asesino de la usurera, o a Natacha, o a un ladr¨®n, un sentimiento que es, justamente, lo contrario del narcisismo". Debe triunfar la imaginaci¨®n, apostillaba, pero deben guiarnos el extra?amiento y la capacidad de ver como incomprensibles cosas que se nos antojan evidentes, y no al contrario. Las grandes novelas son ¨²tiles no porque nos documenten sobre contextos precisos y externos. Son ¨²tiles al margen del valor informativo que posean, son ¨²tiles al margen de la noticia referencial que puedan darnos. En realidad, son imprescindibles porque nos hacen convivir con personajes dotados de psicolog¨ªa, de hondura, de relaciones, porque nos hacen verlos en situaciones singulares, irrepetibles, porque nos obligan a comprender y a situarnos en la piel de ¨¢ngeles y demonios, de asesinos y de v¨ªctimas. La narraci¨®n es una exploraci¨®n del interior y del exterior de unos individuos que por el hecho de no haber existido no tienen menos consistencia, ya que est¨¢n contados como si efectivamente hubieran vivido y por tanto su evocaci¨®n ha de ser rigurosa, informada, estrat¨¦gicamente presentada, veros¨ªmil. Lo fundamental en este punto no es que la novela sea ficci¨®n, sino que es narraci¨®n, que relata un avatar y lo relata de tal modo que pueda ser cre¨ªdo por sus destinatarios contempor¨¢neos o futuros. Los lectores, por regla general, somos perezosos: no queremos hacer el esfuerzo de adentrarnos en un relato que no nos concierne; adem¨¢s, somos descre¨ªdos, desconfiamos de las noveler¨ªas con que los humanos envuelven sus actos. Lo primero que debe franquear el autor emp¨ªrico que cuenta es ese desinter¨¦s. ?Y c¨®mo se logra? La novela ha de ser el relato de una experiencia que nos narran y que, pese a lo que pueda parecer, s¨ª que nos concierne, nos interesa y nos conmueve, un relato que condensa preguntas e incertidumbres humanas, algunas locales o circunstanciales y otras eternas y nunca resueltas, preguntas e incertidumbres que se asemejan a las de cada uno, a las de una vasta comunidad de lectores presentes y futuros. Desde ese punto de vista, los autores, esos grandes novelistas a los que deber¨ªan frecuentar los aspirantes a historiador, operan como psic¨®logos, como soci¨®logos, como historiadores propiamente, esto es, han de manejarse con una multitud de conocimientos que les permitan edificar ese mundo de palabras, que les permitan dar consistencia y verosimilitud a algo que no existe. Han de levantar un mundo posible, un mundo no realizado en el exterior, pero autosuficiente e internamente coherente, con sus materiales bien dispuestos, del que se dicen algunas cosas y otras no, pero en el que los espacios vac¨ªos son o forman parte impl¨ªcita de esa realidad y con los que se las ver¨¢n los lectores rellen¨¢ndolos con su experiencia, con su enciclopedia. Cuando se nos cuenta algo, no se relata todo. Quien narra deja cosas sin decir, o porque son evidentes o porque no se saben o porque no son pertinentes. Pero lo no dicho tambi¨¦n forma parte del mundo, precisamente para dar relieve al acto de lectura, para dar ¨¦nfasis a la tarea supletoria y participativa del destinatario. Tomarse en serio una novela es aceptar que hay una realidad edificada con unos materiales que no precisan un conocimiento del referente en el que se inspir¨® el narrador.
La historia, por su parte, en el sentido que le diera Carlo Ginzburg, tambi¨¦n puede servir para despertar la imaginaci¨®n moral. La historia multiplica la imaginaci¨®n moral de cada uno cuando nos permite reconocer el abismo de sentido que nos separa de los tiempos remotos o cercanos, cuando acent¨²a las diferencias que nos distancian a los contempor¨¢neos de los antepasados y cuando nos hace expl¨ªcito el enigma de quienes nos precedieron, tan limitados y perecederos como nosotros mismos. Al asomarnos a ese abismo sentimos el riesgo de la excesiva familiaridad. Cuando se subraya ese extra?amiento antropol¨®gico, la historia deviene apasionante, deviene una exploraci¨®n y un desciframiento. Son precisamente los historiadores que se han planteado as¨ª las cosas quienes se revelan tambi¨¦n como los mejores autores, conscientes de la palabra creadora, conscientes de la distancia que hay entre un pasado ya desaparecido, los vestigios que lo nombran, y la escritura final que le da forma, que lo restituye documentalmente.
La imaginaci¨®n moral, que es como la llama Ginzburg, es la capacidad que tenemos para ponernos en el lugar de otro, pero no para pensar con sus categor¨ªas, sino para discernir los motivos de su elecci¨®n y para dar cuenta de lo que aquel sujeto hist¨®rico no vio o no estaba en condiciones de ver. La imaginaci¨®n moral es el tesoro que hace valer un observador lleno de experiencia y de conocimientos, el tesoro de alguien que se sabe tambi¨¦n ignorante, que se enfrenta sin arrogancia al pasado y a los antepasados. En una entrevista reciente que se le hiciera a Arthur C. Danto, el fil¨®sofo norteamericano lo dec¨ªa con tino y con exactitud, con abierta sinceridad. "Adoro leer novelas. Novelas que traten de situaciones humanas: relaciones entre hombres y mujeres, entre generaciones, entre padres e hijos, sobre nuestra manera de tomar decisiones". Y apostillaba con evidente exageraci¨®n: "La literatura ayuda a las personas a manejarse en la vida, algo que la religi¨®n ya no hace, ni tampoco la filosof¨ªa". ?Una exageraci¨®n? Tal vez no hab¨ªa hip¨¦rbole alguna, porque esa imaginaci¨®n terap¨¦utica est¨¢ en los mejores historiadores, en las mejores novelas que a tantos nos conmueven, en nosotros mismos cuando empleamos las obras, las grandes obras, como manuales de autoan¨¢lisis, como prospecciones de cada uno.
Justo Serna es profesor de Historia Contempor¨¢nea de la Universidad de Valencia.
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