Despu¨¦s de la guerra
El domingo 27 de abril, mientras el presidente Bush buscaba una vistosa escenograf¨ªa para proclamar solemnemente el final victorioso de la guerra de Irak, un periodista brit¨¢nico -Inigo Wilmore, del Telegraph- anunci¨® haber encontrado en el cuartel general del Mujabarat, el servicio secreto de Sadam, un documento que probaba la relaci¨®n del pasado r¨¦gimen iraqu¨ª con Al Qaeda. El sensacional hallazgo era un poco sospechoso -los servicios secretos de la coalici¨®n no habr¨ªan reparado en la importancia de aquel documento porque el nombre de Bin Laden aparec¨ªa cubierto con tippex, o algo as¨ª-, pero no se pod¨ªa negar su oportunidad para confirmar en parte los argumentos justificativos de la guerra antes de concentrarse en las arduas y conflictivas tareas de la reconstrucci¨®n. Lamentablemente nadie parece haberlo tomado en serio.
Dado que, probablemente, los pr¨®ximos meses no van a traer de Irak noticias ¨¦picas y s¨ª cierta confusi¨®n, es l¨®gico que la Casa Blanca haya decidido volcar su atenci¨®n, y la de la prensa, hacia el frente interno, para evitar que un sentimiento de malestar de los electores sobre la marcha de la econom¨ªa pueda poner en peligro su reelecci¨®n en 2004, como ya le sucediera a su padre en 1992. La cr¨ªtica m¨¢s temible en este sentido ser¨ªa la de despreocupaci¨®n, as¨ª que el presidente haya realizado una intensa campa?a en defensa de los recortes impositivos que quer¨ªa obtener del Congreso. Existe bastante escepticismo sobre el efecto de tales recortes en el crecimiento econ¨®mico, y cierta preocupaci¨®n -de Greenspan y de la OCDE, por poner dos ejemplos- sobre los problemas fiscales a los que pueden dar lugar, pero nadie podr¨¢ discutir que Bush se toma en serio su pol¨ªtica econ¨®mica.
Para que las elecciones de 2004 no le den ninguna mala sorpresa, sin embargo, el presidente no s¨®lo tiene que aparecer activamente dedicado al relanzamiento de la econom¨ªa, sino que necesitar¨¢ algunos resultados positivos que ofrecer, y, sobre todo, tendr¨¢ que lograr que los electores no le culpen de los recortes en los servicios p¨²blicos y prestaciones sociales que se est¨¢n generalizando en los Estados ante el derrumbe de la econom¨ªa y de los ingresos fiscales. Hay bastante divisi¨®n de opiniones sobre la posible recuperaci¨®n de la econom¨ªa en los pr¨®ximos meses, pero entre los gobernadores de los Estados, en cambio, existe creciente unanimidad sobre lo inmanejable de la situaci¨®n, y no es nada seguro que ese malestar no le acabe pasando factura al presidente.
Hay otro factor que le podr¨ªa jugar una mala pasada al candidato Bush: la excesiva arrogancia de sus partidarios. Un ejemplo es la arremetida del ex portavoz republicano en el Congreso, Newt Gingrich, miembro del Comit¨¦ de Pol¨ªtica de Defensa, contra el secretario de Estado, Powell. Otro, las presiones de su coordinador pol¨ªtico, Karl Rove, para doblegar a los senadores republicanos que quieren limitar el recorte de impuestos. Esas presiones incluyeron la amenaza de apoyar candidaturas alternativas, lo que cuando menos supone jugar con fuego. La cuesti¨®n es saber si, como ya sucediera en 1996 cuando Gingrich reinaba indiscutido en el Congreso, los votantes moderados pueden huir de un Partido Republicano demasiado radicalizado.
El riesgo de asustar a los electores es mayor cuando crece la euforia despu¨¦s de haber pasado ratos muy malos. Algo as¨ª se dir¨ªa que le est¨¢ pasando tambi¨¦n al presidente del Gobierno espa?ol: su ofensiva para presentar a Llamazares y Zapatero como pareja de hecho, y sus descalificaciones contra ellos, se tradujeron en la manifestaci¨®n contra Castro del d¨ªa 26 de abril en un espect¨¢culo bastante vergonzoso. Las im¨¢genes de una turba vociferante dedicada a insultar a los socialistas y artistas contra la guerra, presentes y ausentes, no s¨®lo le rinde un mal servicio a la causa de la democracia y los derechos humanos en Cuba, sino que se le puede volver f¨¢cilmente en contra al PP, por m¨¢s que su ¨²nica responsabilidad hubiera sido la de acumular yesca ret¨®rica durante los d¨ªas anteriores.
Es bastante evidente que el PP consigui¨® la mayor¨ªa absoluta en 2000 no s¨®lo porque la econom¨ªa iba bien, sino porque en sus cuatro a?os anteriores de Gobierno hab¨ªa dejado de dar miedo. Es muy poco probable que nadie tome en serio la idea de que Zapatero, el hombre del consenso y la moderaci¨®n, se ha convertido de pronto en un bolchevique, c¨®mplice de Castro y del desaparecido Sadam, y dispuesto a ir a donde sea (y "en pelota", adem¨¢s) con el se?or Llamazares. En cambio, la derecha profunda nunca ha dejado de estar ah¨ª: si ahora, por un exceso de combatividad, el discurso del PP hace pasar al primer plano de la escena a su electorado m¨¢s brav¨ªo, puede que el temor reaparezca entre el electorado moderado, que ya tiene cierto sentimiento de que el presidente del Gobierno, en los ¨²ltimos meses, ha perdido el oremus.
El problema de fondo parece ser que Aznar no ha acabado de comprender la reacci¨®n social contra la guerra, y cree seriamente que ha sido el resultado de una actuaci¨®n oportunista e irresponsable de la oposici¨®n. Por un momento deber¨ªa pararse a pensar en el clima de irritaci¨®n social que se hab¨ªa venido acumulando desde el decretazo y la p¨¦sima gesti¨®n del desastre del Prestige, y comprender que su estrategia sobre la guerra de Irak, que ha venido a colmar el vaso, no ha sido nada cuerda. No puede seguir creyendo que ha sido un ejemplo de gobernante responsable enfrentado a los prejuicios antinorteamericanos de una opini¨®n p¨²blica mal informada y demag¨®gicamente manipulada.
La opini¨®n p¨²blica europea y latinoamericana, desde luego, no conf¨ªa en el presidente Bush, con o sin prejuicios norteamericanos. Incluso para los conservadores europeos es dif¨ªcil aceptar el fundamentalismo cristiano de Estados Unidos, y si a eso se suman las ideas de los neconservadores sobre la necesidad de recomponer el mundo mediante la fuerza, es inevitable que una toma de posici¨®n inequ¨ªvoca del lado de la Casa Blanca se enfrente de partida a un clima hostil. Pero es que la apuesta de Washington en este caso era particularmente poco s¨®lida: se trataba de provocar un cambio de r¨¦gimen por la fuerza, pero se pretend¨ªa justificar la guerra por la existencia de armas qu¨ªmicas o de relaciones de Sadam con el terrorismo en las que nadie cre¨ªa, al menos hasta el portentoso hallazgo del se?or Wilmore. Y al fondo, el olor del petr¨®leo era demasiado intenso.
El se?or Aznar, adem¨¢s, mantuvo una posici¨®n ins¨®lita, saliendo en todas las fotos con los l¨ªderes de la coalici¨®n, emitiendo declaraciones duras en Washington, Nueva York o las Azores, y afirmando mientras en Espa?a que nada estaba decidido, y que todo lo hac¨ªa por nuestra seguridad y para situar a nuestro pa¨ªs en su lugar hist¨®rico. Muchos ciudadanos tuvieron la sensaci¨®n de que se les estaba tomando por tontos, de que se les ocultaban las decisiones del Gobierno y, sobre todo, de que el Gobierno no pensaba tomarles en cuenta. Cualquiera que siguiera las actuaciones de Blair en aquellos d¨ªas, frente a una opini¨®n p¨²blica enfrentada y un partido parcialmente en rebeld¨ªa, pod¨ªa ver las enormes diferencias entre dos concepciones del liderazgo pol¨ªtico.
Aznar no explic¨®, no argument¨®, no debati¨® y no convenci¨®. Y ahora, en vez de tratar de crear un nuevo consenso, por ejemplo sobre el papel de Naciones Unidas en la reconstrucci¨®n de Irak, emplea sus mejores energ¨ªas en amenazar con la disoluci¨®n de Espa?a -quiz¨¢ por dar una oportunidad a Mayor Oreja- y en estimular la intolerancia de los sectores m¨¢s extremistas de la derecha espa?ola. Ser¨¢ eso lo que le pide el cuerpo, pero incluso sus amigos de The Economist se han puesto nerviosos.
Ludolfo Paramio es profesor de Investigaci¨®n en la Unidad de Pol¨ªticas Comparadas del CSIC.
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