El carro de los vencedores
Subirse al carro de los vencedores: una expresi¨®n que en todas partes alude al oportunista. Antiguamente se refer¨ªa, al parecer, a la tumultuosa vuelta de los ej¨¦rcitos victoriosos a la patria. Encadenados a los carros, a menudo arrastrados hasta la muerte, los vencidos eran considerados como una parte del bot¨ªn que antes de ser vendida servir¨ªa para ser exhibida en los ritos de triunfo. En el camino, algunos de los que vitoreaban a las tropas se montaban en los carros para ofrecer obsequios a los soldados, record¨¢ndoles as¨ª su entusiasmo y alegr¨ªa. Algunos, como escribe Plutarco, eran derrotados que quer¨ªan hacerse perdonar su derrota, y otros, los m¨¢s, indiferentes que se esforzaban por mostrar ruidosamente su inquebrantable inclinaci¨®n a estar con los vencedores. Y el carro de ¨¦stos, repleto de gentes de toda ralea, se encaminaba hacia los escenarios donde se escrib¨ªa la Historia.
Quiz¨¢ la batalla no hab¨ªa sido demasiado heroica, pero las cr¨®nicas la convert¨ªan en heroica; quiz¨¢ m¨¢s que una batalla hab¨ªa sido una masacre, pero ya los cronistas se encargar¨ªan del tono ¨¦pico que deber¨ªa recibir el futuro. Mientras los vencedores, rodeados por el sonido de la fanfarria, estaban convencidos de su indiscutible heroicidad, los que por miedo, cobard¨ªa o arribismo hab¨ªan subido a su carro empezaban a convencerse de que tambi¨¦n ellos eran vencedores o acabar¨ªan siendo aceptados como tales.
Alguien dijo que todo se repite, aunque un poco m¨¢s rid¨ªculo y un poco m¨¢s grotesco. No podemos dejar de darle la raz¨®n cuando vemos en las pantallas de todo el mundo el paso del ¨²ltimo carro de los vencedores. Poco importa que ahora el carro sea un portaaviones y que el comandante en jefe Bush se presente ante sus hombres vestido con el m¨¢s sofisticado uniforme de la guerra tecnol¨®gica. Era el gesto simb¨®lico que se requer¨ªa: el presidente dejaba el traje civil para ponerse el disfraz de los que hab¨ªan bombardeado y matado. Alg¨²n periodista independiente americano ha opinado que Bush ha hecho el payaso con fines electorales. Esto, claro est¨¢, no es descartable; pero fundamentalmente, arropado con la m¨¢scara de los bombardeadores de ciudades, ha sacralizado la ¨®smosis entre su ej¨¦rcito y su electorado a trav¨¦s de la sangre derramada de los vencidos y del bot¨ªn alcanzado por los vencedores.
Ha proclamado la victoria. La mayor¨ªa del pueblo norteamericano desconoce, naturalmente, que la guerra no ha sido una guerra, sino una masacre. Los medios de comunicaci¨®n de Estados Unidos, con raras excepciones, han disimulado la abismal desigualdad que imped¨ªa un duelo guerrero. Han hablado de combates y ¨¦xito, reservando la heroicidad para las tropas americanas y condenando a las otras al ostracismo de la sombra. La sociedad norteamericana se ha enterado de hermosas historias de solidaridades y rescates y ha ignorado el hedor de los cad¨¢veres pudri¨¦ndose en el desierto. Como es de suponer, no escucha a los comentaristas y pol¨ªticos hablar de ocupaci¨®n, sino de liberaci¨®n y, desaparecido el tirano, encuentra l¨®gico instalar un virrey. A consecuencia de que la gran mayor¨ªa de los norteamericanos -seg¨²n las encuestas- ya estaba convencida previamente de que Sadam Husein estaba detr¨¢s de los atentados del 11 de septiembre de 2001, circunstancia nunca demostrada, y de la posesi¨®n por parte de Irak de armas de destrucci¨®n masiva, algo tampoco confirmado, la victoria se ha te?ido adem¨¢s del calor de la venganza.
Si los cronistas antiguos convert¨ªan f¨¢cilmente los pillajes en ¨¦pica, la ¨¦pica moderna corre a cargo de unos cronistas infinitamente m¨¢s poderosos en t¨¦cnica y difusi¨®n; si la Historia, antes, era una mentira a posteriori, ahora se construye y se transmite universalmente desde la mentira a priori. Cualquier ciudadano norteamericano que se hubiera apartado por un momento de la cadena de montaje habr¨ªa visto en el espejo lo obvio: que Sadam Husein era antes un amigo (pod¨ªa contemplar sus fotos con Rumsfeld) o que Irak no era "culpable" del terrorismo de Nueva York o que el peligro de la destrucci¨®n masiva era mucho mayor en otros pa¨ªses, ahora aliados, como Pakist¨¢n. Pero pocos lo hicieron.
Subidos al carro -o al portaaviones- del vencedor se hallan ahora pretendientes de todo tipo: los que acataron desde el principio la ley del m¨¢s fuerte, los que fueron comprados por el m¨¢s rico, los que fueron amedrentados por el m¨¢s poderoso y, finalmente, a medio subir todav¨ªa, los que, demasiado vacilantes y dubitativos, tienen que demostrar fidelidades y desmentir resistencias. Pocos pa¨ªses -o para ser m¨¢s justos: gobiernos de pa¨ªses- quedan excluidos de esta pugna por ocupar un peque?o espacio al lado de los vencedores.
Es divertido, si no fuera pat¨¦tico, comprobar c¨®mo todos los aspirantes utilizan el lenguaje de la sumisi¨®n, algunos rindiendo pleites¨ªa abiertamente, otros evitando irritar al poder vencedor. ?Qui¨¦n, ante ¨¦ste, se atreve a recordar que su victoria es espuria porque su no declarada guerra fue a todas luces ilegal? ?Qu¨¦ Gobierno, incluso contrario a la opci¨®n b¨¦lica, es suficientemente temerario para se?alar aquel poder como un poder usurpador por m¨¢s que haya conducido al fin de un tirano cruel? En el mejor de los casos se apela t¨ªmidamente a un "posible papel de la ONU" en el futuro de Irak junto al virreinato norteamericano, olvidando -voluntaria y temerosamente- que Estados Unidos ha sido un pa¨ªs agresor, que Irak -con o sin Sadam- era un pa¨ªs soberano y que la ONU, con su flaqueza, era la ¨²nica legalidad internacional de la que dispon¨ªamos. Cuando la ley no se puede imponer a la fuerza, la fuerza se impone irremediablemente a la ley. Esto, como todos sabemos por experiencia, es siniestro en cualquier ¨¢mbito de nuestras vidas: en el colegio, en el barrio, en la comunidad. A nadie le gusta depender del arbitrio del mat¨®n. M¨¢s siniestro todav¨ªa es depender de un mat¨®n universal.
En la declaraci¨®n de victoria por parte del comandante en jefe Bush no ha habido ning¨²n matiz para la esperanza en sentido contrario. Ha alardeado nuevamente del car¨¢cter exterminador sin precedentes de su ej¨¦rcito como tambi¨¦n lo hab¨ªa hecho antes de la guerra, vestido de civil. Si repasamos los peri¨®dicos de estos tres ¨²ltimos meses, comprobaremos este recurso continuo al poder extremo. Impacto y pavor. Se aplic¨® a los iraqu¨ªes y se amenaz¨® a los supuestamente sospechosos, pero no se dej¨® de proclamar tambi¨¦n ante los circunstanciales aliados. Cuando desalojaron a los guerrilleros kurdos de Mosul, un capit¨¢n estadounidense les advirti¨® sin remilgos: "Si no se van, ser¨¢n testigos de una capacidad de fuego jam¨¢s so?ada" (2-4-2003). Declaraciones como ¨¦sta se han sucedido de continuo. Impacto y pavor para todos y en todas direcciones.Pero el mat¨®n, cuando es universal, tiende a utilizar inevitablemente un lenguaje teol¨®gico. La voluntad propia de un designio divino. De nuevo, la peor f¨®rmula posible: una teolog¨ªa destructiva demoledora. Esto, antes de que estallara la guerra, era una sombr¨ªa amenaza que ahora, tras ella, se ha convertido en una pesadilla de dif¨ªcil despertar. En ¨¦sta se oye el espantoso lenguaje apocal¨ªptico: "Un fuego jam¨¢s so?ado".
Subidos o subiendo -quiz¨¢ sin remedio- al carro del vencedor, ning¨²n Gobierno parece suficientemente decidido a indicar que, como ha sucedido siempre, una humanidad bajo la nube apocal¨ªptica es una humanidad esclava (por eso es igualmente tan repulsivo el lenguaje apocal¨ªptico de los terroristas). ?ste ha sido, a mi entender, el primer factor que ha desencadenado las grandes manifestaciones de los d¨ªas de la guerra en distintos pa¨ªses del mundo. Fue un movimiento, tal vez inesperado, de protesta, pero sobre todo de alarma. Los ciudadanos deb¨ªan decir lo que los pol¨ªticos, por complicidad, debilidad o impotencia, no pod¨ªan: no hay libertad posible cuando un poder tiene libertad absoluta para dictaminar lo que significa ser libre. La mayor¨ªa de los ciudadanos han dicho lo que la mayor¨ªa de los pol¨ªticos no se atreven a decir, puesto que, creyentes o no creyentes, cada uno de aquellos tiene derecho a su dios ¨ªntimo frente al dios del impacto y el pavor.
El segundo factor tiene que ver con la mentira, y en este punto tambi¨¦n los ciudadanos desbordaron a los pol¨ªticos, sea por saturaci¨®n, sea por un extra?o instinto de conservaci¨®n. Durante los d¨ªas de la guerra se repiti¨® con frecuencia: "Mienten". Pero lo m¨¢s l¨²cido hubiera sido decir: "Nos hemos mentido y por eso ahora nos mienten". Creo que a muchos ciudadanos les repeli¨® especialmente aquella mentira a priori a la que antes me he referido: estaban m¨¢s acostumbrados a la que tergiversaba los hechos con posterioridad. Durante a?os hab¨ªan o¨ªdo y compartido expresiones como guerra limpia, cat¨¢strofe humanitaria o bomba inteligente, pero no quisieron ser actores voluntarios de la construcci¨®n falsa del presente. De repente se revolvieron contra el secuestro del significado de las palabras. Fue un estallido magn¨ªfico, pero, sin cauces, de dif¨ªcil continuidad.
Por el momento el carro del vencedor, lleno hasta los topes, allana de nuevo la piel del lenguaje, aplastando el sentido de los nombres. Tan invencible como "el fuego jam¨¢s so?ado" es el bombardeo de las conciencias: al modo de la gota malaya, una mentira infinitamente repetida se convierte en una verdad; y si, mediante la tecnolog¨ªa m¨¢s sofisticada, la repetici¨®n es planetaria, entonces la verdad tambi¨¦n lo es. Como las hubo anteriormente, ya tenemos nuevas mentiras acu?adas como verdades, con una, estelar, que sirve de gu¨ªa: ?qui¨¦n se acordar¨¢ pronto de que tras la reconstrucci¨®n de Irak, adem¨¢s del m¨¢s descomunal negocio en ciernes, hay un abismo de sufrimiento y muerte que implic¨® la previa destrucci¨®n de lo que ahora ha de ser reconstruido? Los pol¨ªticos, en general, ya hablan de esta "nueva verdad", los peri¨®dicos la recogen en sus p¨¢ginas y es muy posible que, sin demasiada demora, seguramente de modo inconsciente, la incorporemos a nuestras conversaciones cotidianas.
O quiz¨¢ no. Quiz¨¢ nos resistamos a hacerlo porque estemos empe?ados en rescatar el significado de las palabras. A veces fantaseo con la idea de que existen en nuestra sociedad comit¨¦s dedicados a este objetivo. Algo as¨ª como Comit¨¦s Antimentira que rastrean en la memoria y velan por preservar el significado de las palabras. Un instrumento pac¨ªfico y humilde, pero tal vez el ¨²nico capaz de poner palos en las ruedas del carro del vencedor.
Rafael Argullol es escritor y fil¨®sofo.
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