Nueva luz sobre el pasado
La Guerra Civil ha sido el acontecimiento de la historia de Espa?a que m¨¢s pasi¨®n y debate ha suscitado, que m¨¢s papel y esfuerzos ha consumido. No es para menos: a pesar de un pasado de pronunciamientos y guerras civiles, la del siglo XX super¨® en crueldad todo lo hasta entonces visto, que no era poco. Guerra, y no s¨®lo golpe de Estado; o mejor, guerra que se vuelve inevitable porque el golpe militar fracas¨® en su objetivo de hacerse con el control del Estado, pero triunf¨® lo suficiente como para asegurar a los rebeldes una amplia base territorial desde la que avanzar hacia la capital.
De ese avance trata Francisco Espinosa en un libro que debe poner fin a todas las especulaciones propagand¨ªsticas sobre lo que los corresponsales de lengua inglesa llamaron ya entonces the great slaughter. Embriagado por sus propias haza?as, el teniente coronel Juan Yag¨¹e no tuvo empacho en alardear de los miles de muertos que dejaba a sus espaldas: ?qu¨¦ quer¨ªa usted, le dijo a John Whitaker, que dejara tras de m¨ª a 4.000 rojos? Desde entonces, conscientes de los efectos negativos que para su propia causa entra?aba la noticia de aquella gran carnicer¨ªa, los servicios de propaganda del bando rebelde inventaron una "leyenda de Badajoz": nada habr¨ªa ocurrido all¨ª excepto lo normal en estos casos, ya se sabe, los excesos habituales de una situaci¨®n de guerra.
Restablecer la verdad exig¨ªa pulverizar la monta?a de mentiras acumuladas por la propaganda franquista
As¨ª las cosas, la cuesti¨®n de restablecer la verdad que con su testimonio hab¨ªan difundido un pu?ado de periodistas extranjeros exig¨ªa pulverizar la monta?a de mentiras acumuladas por la propaganda franquista, situar esta matanza en su exacto lugar y medir todo su alcance. De lo primero, ya Herbert Southworth hab¨ªa indicado lo esencial: la matanza de Badajoz, que ¨¦l llam¨® "la masacre de las masacres", fue la culminaci¨®n de lo que ven¨ªa ocurriendo desde que el ej¨¦rcito de ?frica emprendi¨® su marcha hacia Madrid. Es, por cierto, lo que documenta hasta el ¨²ltimo detalle Francisco Espinosa, pegado a los talones del ej¨¦rcito expedicionario en su marcha hacia Madrid. Sevilla, Huelva y los pueblos aleda?os a la antigua ruta de la plata sufrieron matanzas de la misma ¨ªndole, encaminadas a id¨¦ntico objetivo: exterminar al enemigo y amedrentar al com¨²n de la poblaci¨®n.
Pero en Badajoz ocurri¨® algo especial: resisti¨® unos d¨ªas m¨¢s que otras plazas. De ah¨ª tambi¨¦n la especial ferocidad de la matanza, llevada al paroxismo en una plaza de toros. Despu¨¦s de una minuciosa y exhaustiva investigaci¨®n en los registros civiles, archivos militares, libros de entrada de cementerios y audiencias militares, Espinosa ha escrito la cr¨®nica de lo ocurrido en cada pueblo, con una abrumadora acumulaci¨®n de datos, con interminables listas de nombres, y con profusi¨®n de circunstancias y detalles que establecen, por vez primera sobre bases incontestables, la magnitud de la masacre: su libro acaba con la "leyenda de Badajoz" y liquida por lo mismo la posibilidad de seguir dando vueltas a cualquier batalla de propaganda.
Hay, sin embargo, una cuesti¨®n en la que poco se podr¨¢ avanzar en los t¨¦rminos planteados por Espinosa cuando opone violencia fascista, resultado de un proyecto previamente elaborado, a violencia revolucionaria, de car¨¢cter meramente reactivo. La violencia durante la guerra civil, en Sevilla y en Madrid, en Badajoz como en Barcelona, buscaba positivamente la liquidaci¨®n del otro. Sin duda, hay elementos que las diferencian, pues los rebeldes contaron desde muy pronto con un mando militar unificado, mientras los leales tardaron varios meses en recomponer algo que se pareciera a un gobierno. Por ah¨ª, y por un an¨¢lisis de las culturas pol¨ªticas dominantes en los a?os treinta, es por donde habr¨ªa que analizar los paralelismos y diferencias entre dos violencias que hicieron correr m¨¢s sangre en calles y cunetas que en los frentes de guerra.
La guerra por abajo
De Sevilla a Badajoz y luego toda Espa?a, un frente de guerra. Guerra y no mero golpe de Estado, como ya comenzaron a vivirla y designarla de una y otra parte desde los ¨²ltimos d¨ªas de julio de 1936. Michael Seidman sigue sus diferentes avatares adoptando una original perspectiva que define como individualista y por abajo, rebuscando en papeles poco utilizados en los grandes relatos: cartas de soldados, informes de mandos intermedios, testimonios directos de gentes trastornadas por la nueva situaci¨®n. Su pregunta es: qu¨¦ pas¨® con la gente corriente. Y para responder, ha tratado de indagar en los estados de ¨¢nimo y en las actitudes predominantes entre los combatientes y la poblaci¨®n, desde el mismo comienzo de la guerra hasta su final.
Lo consigue a medias, aunque haciendo gala de una impresionante erudici¨®n. A medias, porque las actitudes individuales dependieron en buena medida del curso de la guerra y para entenderlas es preciso hacer tambi¨¦n historia de los sindicatos, los partidos, las coaliciones, los ej¨¦rcitos, es decir, historia de organizaciones e historia por arriba. Adem¨¢s, sus referencias, infinitas, adolecen en ocasiones de ligereza. Por ejemplo, "asesinatos necesarios" no es de Alberti, sino de Auden; que los "nacionales" indemnizaran lo que incautaban no es precisamente lo que dice Angel Vi?as en la correspondiente cita; y cuando Mola desconfiaba de los reclutas, no era porque fuesen reclutas sino por asturianos, o eso es al menos lo que dice Ronald Fraser. En todo caso, y salvando una traducci¨®n que debi¨® haber sido revisada, A ras de suelo introduce al lector en cuestiones poco tratadas, excepto en libros de memorias: la falta de alimentos como factor de desmoralizaci¨®n y deserci¨®n; el pillaje como motivo de acaparamiento y escasez; la relajaci¨®n de la disciplina como causa de un alto abstencionismo laboral, el cansancio y la hartura como razones de las treguas espont¨¢neas y de la confraternizaci¨®n en los frentes.
Campos y prisiones
Id¨¦ntica preocupaci¨®n por lo ocurrido a tanta gente an¨®nima alienta en la hornada de estudios dedicados a la violencia ejercida por los vencedores desde el primer momento en que pusieron manos a la obra de la construcci¨®n del Nuevo Estado, durante la guerra e inmediatamente despu¨¦s. En la administraci¨®n de esa violencia desempe?aron un papel de primera importancia los campos de concentraci¨®n, lugares de internamiento que, como documenta Javier Rodrigo, comenzaron a multiplicarse desde diciembre de 1936 con objeto de clasificar y reeducar a cientos de miles de prisioneros militares y civiles para reutilizarlos luego como mano de obra barata en la "reconstrucci¨®n" de la patria. Algo sab¨ªamos de estos campos por las memorias de algunos penados, destinados a trabajos forzados y a destacamentos o batallanos penitenciarios, pero lo que ahora sale a la luz proporciona otro tipo de conocimiento basado en documentaci¨®n de primera mano.
Pues, en efecto, y como se?ala Nicol¨¢s S¨¢nchez Albornoz en el fundamental libro colectivo editado por Molinero, Sala y Sobrequ¨¦s, la burocracia del r¨¦gimen dej¨® montones de documentos. Procedente de las distintas administraciones de lo que Serrano Su?er defini¨® memorablemente como "justicia al rev¨¦s" y Dionisio Ridruejo como "operaci¨®n perfecta de extirpaci¨®n de las fuerzas pol¨ªticas que hab¨ªan sostenido la Rep¨²blica", esa masa documental permite entender un elemento central del Nuevo Estado: la violencia f¨ªsica y moral, ejercida de forma implacable y persistente como instrumento de sometimiento y dominaci¨®n de los vencidos y, luego, de los opositores pol¨ªticos, entre los que abundaron tambi¨¦n las mujeres, encarceladas con sus hijos, como recuerda Ricard Vinyes en el impresionante libro que ha dedicado al sistema carcelario femenino.
?Qu¨¦ violencia? Aquellos no eran campos ni prisiones de exterminio: su modelo, afirma S¨¢nchez-Albornoz sabiendo perfectamente de lo que habla, no eran los campos nazis ni estaban bajo la vigilancia del partido ¨²nico. Los campos, como en general la represi¨®n, no se entienden hablando de violencia fascista y creyendo que con eso se da cuenta de todo su horror. Raz¨®n sobraba a Miguel de Unamuno cuando, al informar a un amigo de lo que ocurr¨ªa en Salamanca, le dec¨ªa que no hab¨ªa nada peor que "el maridaje de la mentalidad de cuartel con la de sacrist¨ªa", origen, seg¨²n ¨¦l lo ve¨ªa, del "estupido r¨¦gimen de terror" que padec¨ªa la ciudad. Y, en efecto, el r¨¦gimen de terror impuesto tras la guerra fue, antes que fascista, militar y clerical.
Porque fue realmente ese maridaje lo que explica las funciones pol¨ªticas y econ¨®micas cumplidas por aquellos campos y por las prisiones que fueron su continuaci¨®n y que se reconstruyen en todos sus dram¨¢ticos detalles en los excelentes trabajos de Javier Rodrigo, Angela Cenarro o Ricard Vinyes para Espa?a, de Francesc Vilanova para Francia, y en los recuerdos de su reclusi¨®n en Cuelgamuros de S¨¢nchez-Albornoz. La guerra se entendi¨® desde el primer momento por los vencedores como un castigo enviado por Dios para purificar el pecado de una naci¨®n desviada de su camino. Hab¨ªa que exterminar, liquidar, erradicar, limpiar, depurar, purgar: tal era el l¨¦xico de aquellos a?os. Y si el exterminio puro y simple fue la medicina aplicada en las primeras semanas, dejando tantos cad¨¢veres enterrados en fosas al borde de los caminos, luego se impuso la t¨¦cnica de la purga: redenci¨®n de penas por el trabajo se llam¨® aquella pol¨ªtica destinada a conseguir la claudicaci¨®n del penado y a reconstruir la naci¨®n a buen precio: el salario de hambre que asignaban a los presos y del que la administraci¨®n penitenciara reten¨ªa la parte del le¨®n.
Propaganda
Para contrarrestar las abrumadoras evidencias sobre la naturaleza, la pr¨¢ctica y la ideolog¨ªa del r¨¦gimen en construcci¨®n, el Nuevo Estado se vali¨® desde el principio de un aparato de propaganda que borrara sus propias responsabilidades y las arrojara sobre los vencidos. En aquellos servicios trabaj¨® Joaqu¨ªn Arrar¨¢s, a quien ha salido en los ¨²ltimos a?os un imprevisible ep¨ªgono: P¨ªo Moa. Los prop¨®sitos son id¨¦nticos: atribuir a la izquierda republicana y obrera las pol¨ªticas ejecutadas por la derecha militar y cat¨®lica o, por decirlo con palabras del mismo Moa: los golpes militares y las guerras civiles sufridas en Espa?a durante el siglo XIX y en el XX "se explican en buena medida por la irrupci¨®n de partidos revolucionarios jacobinos y despu¨¦s obreristas". De modo que desde la guerra facciosa levantada por los carlistas contra el incipiente Estado liberal hasta la declarada por los militares rebeldes contra la Rep¨²blica exactamente un siglo despu¨¦s, toda la culpa es... de los partidos jacobinos y obreros.
Esta clave que todo lo aclara de un siglo de historia de Espa?a arrastra naturalmente ciertas consecuencias. Entre ellas, y por lo que concierne a la ¨²ltima guerra civil, presentar a los pol¨ªticos republicanos como sus ¨²nicos culpables y disolver en una nebulosa de dudas, de parece ser, de tal vez fuera, la magnitud del estropicio causado por los "nacionales". As¨ª, por ejemplo, los cerca de 7.000 asesinados por "la columna de la muerte" quedan reducidos a unos cuantos centenares, nada de lo que admirarse, como aconseja el autor, horrorizado, esta vez s¨ª, por la matanza ocurrida en la c¨¢rcel modelo de Madrid. P¨ªo Moa da as¨ª, con su ¨²ltimo libro, un paso adelante en una carrera de publicista que comenz¨® "fusilando" a mansalva lo escrito en su d¨ªa por Arrar¨¢s sobre la Segunda Rep¨²blica y que culmina por ahora en este monumento de propaganda franquista que, como toda propaganda, no aporta nada nuevo pero que, al menos, reconforta el esp¨ªritu de los nost¨¢lgicos de la dictadura, aquel r¨¦gimen que, seg¨²n nos informa el autor, tanto hizo por asentar la democracia en Espa?a.
Antifascismo y nacionalcatolicismo
A LA PAR que la investigaci¨®n, avanza tambi¨¦n la publicaci¨®n de materiales de archivo relacionados con la guerra civil. En poco tiempo han visto la luz documentos de tan alejado y diverso origen como la Internacional Comunista y el arzobispado de Toledo. Algo los une, sin embargo, a pesar de las distancias. La Internacional y la Iglesia fueron las dos grandes agencias de creaci¨®n de sentido para la militancia de ambos bandos. La Internacional interpret¨® la guerra de Espa?a como episodio de la lucha antifascista en la que el Partido Comunista deb¨ªa ocupar la posici¨®n de vanguardia, a la cabeza de un frente popular del que habr¨ªa de salir una rep¨²blica democr¨¢tica de nuevo tipo, un invento en el que no pocos, entre ellos los editores de esta selecci¨®n de documentos, han visto el germen de las futuras "democracias populares". La Iglesia, y muy personalmente el cardenal Gom¨¤, elabor¨® una teolog¨ªa de la guerra civil como parte de un relato de salvaci¨®n: la naci¨®n espa?ola habr¨ªa pecado apart¨¢ndose de la religi¨®n y s¨®lo tras una penitencia cuaresmal podr¨ªa hacerse digna de redenci¨®n. Precisamente, el centro de los vol¨²menes ahora publicados lo ocupa "La Cuaresma de Espa?a. Carta pastoral sobre el sentido cristiano-espa?ol de la guerra", un pelda?o m¨¢s en la elaboraci¨®n de esa teolog¨ªa que encontrar¨ªa su culminaci¨®n con la carta colectiva del episcopado espa?ol a sus hermanos de todo el mundo.
Democracia popular o estado nacional-cat¨®lico, lo cierto es que los elementos que configuraron esas ideolog¨ªas aparec¨ªan ya con absoluta nitidez en los documentos publicados por ambas instituciones. Ahora, con material de archivo pueden seguirse al detalle -excesivo y a veces redundante detalle en el caso de los papeles Gom¨¤, muy ¨²til para seguir los avatares de la pol¨ªtica sovietica los de la Internacional- sus implicaciones pr¨¢cticas. Pero, en verdad, no hay lugar para grandes sorpresas: la Internacional, instrumento de los intereses de la Uni¨®n Sovi¨¦tica, y la Iglesia, instrumento y art¨ªfice del Nuevo Estado, siempre dieron a conocer, con profusi¨®n de medios publicitarios, lo que pretend¨ªan.
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