Colgados en Barcelona
Una ecuatoriana le da vueltas a un zapato. Lo remira con inter¨¦s indecible. Est¨¢ de oferta, a seis euros el par. Hay algo de soledad en su gesto. A un solitario se le reconoce porque anda en fila india. La gente, no. A la gente le tira m¨¢s ir a mogoll¨®n. La gente vota una noche por su canci¨®n favorita y, a la ma?ana siguiente, elige al alcalde de su pueblo. El entusiasta del gran Lebowski silba aquello de viva la gente. Tiene la impresi¨®n de que estos d¨ªas anda un poco colgado y procura, a su modo, ponerse a la altura de las circunstancias. Ha decidido montarse en el trasbordador a¨¦reo de Montju?c, es decir, el telef¨¦rico que une Montju?c con la Barceloneta. Claro que no es lo mismo estar colgando que estar colgado, eso hasta el gran Lebowski lo sabe. En Barcelona tambi¨¦n hay una generaci¨®n de Lebowskis que conservan sus vinilos y lo ¨²nico que temen es caerse del sof¨¢ durante sus antol¨®gicas siestas. La sonrisa de un Lebowski es un ancla echada en el tiempo, una se?al de que las cosas a veces no acaban de pasar y merece la pena quedarse junto a ellas.
El telef¨¦rico que une Montju?c con la Barceloneta es un microcosmos con vistas. La cabina va a tope. Una chica se baja
De repente el verano se deja ver en medio de la primavera y luego desaparece misteriosamente. Esta tarde, el autob¨²s que lleva hasta la torre de Sant Sebasti¨¤ tiene puesto el aire acondicionado. Hay unos chicos a los que el trayecto les sabe a vacaciones de verano. Ligan con el m¨®vil y de vez en cuando hablan de los ex¨¢menes finales. En la calle unos aficionados al patinete se graban en v¨ªdeo. Como su nombre indica, la torre del telef¨¦rico est¨¢ junto a la playa de Sant Sebasti¨¤. Dentro, un juego de vigas y engranajes recuerda otra pel¨ªcula de los hermanos Coen, El gran salto. Hombre, tal vez no haya sido muy indicado citarla por el t¨ªtulo con que se distribuy¨® en castellano. Abajo quedan las peque?as motoras de los pescadores; sus redes verdes y azules tendidas como l¨¢minas de mar sec¨¢ndose al sol; los nadadores que hacen largos en la piscina municipal; algunos empleados del World Trade Center bronce¨¢ndose en la terraza del edificio; la torre de Aguas de Barcelona en construcci¨®n, que le da un aire a la torre de Babel de Bruegel el Viejo... Pero lo que m¨¢s llama la atenci¨®n desde ah¨ª arriba es que se ve una gran ciudad api?ada junto a su puerto. Sorprende, pero a lo mejor siempre ha sido as¨ª. Una chica est¨¢ dibujando a carboncillo todo esto.
Llega el telef¨¦rico. Hay uno cada 12 minutos. Salen los viajeros con cara de alivio. Junto a un pu?ado de turistas, aguarda turno de embarque el admirador del gran Lebowski. Se escucha un discreto sonido y le dan paso a su grupo. Al arrancar, una se?ora exclama: "Oh! My God!" Pero el zarandeo se vuelve imperceptible. Las gaviotas vuelan en c¨ªrculos espirales sobre el mar, hacen sus signos, como los extraterrestres en los campos de ma¨ªz, y los coches trazan sus signos espirales en torno a la plaza de las Drassanes, la rodean y se meten bajo ella. Avanza morosa la cabina, colgada del cable; los autom¨®viles y los barcos tambi¨¦n viajan despacio. Todo se ha vuelto m¨¢s tranquilo. Un pirag¨¹ista rema solitario. El entusiasta del gran Lebowski vuela con los ojos clavados en los cristales.
Al poco, se crea en la cabina un clima similar al de un ambulatorio, al de uno de esos lugares donde se espera algo. Siempre se espera algo, claro, pero no se puede vivir pendiente de esas cosas. Va a tope. "Capacidad m¨¢xima: 20 personas". Todas en pie. A quienes les ha tocado en la zona interior les resulta complicado recrearse en el paisaje. "?Mil quinientas pelas para ir apretado como una sardina!", refunfu?a un hombre. Cuando el telef¨¦rico alcanza la torre de Jaume I, en el muelle de Barcelona, una chica aprovecha el bajar y subir de pasajeros para hacer una fotograf¨ªa desde la plataforma. El telef¨¦rico reanuda su camino sin ella. Un se?or advierte a tiempo al responsable. "Ya hemos salido", le contesta. La muchacha corre, se queda mirando con cara de fastidio y al fin sonr¨ªe. Termina el trayecto en los jardines de Miramar, en Montju?c, una monta?a que se ha quedado obsoleta para la vida cotidiana, como una vieja t¨ªa solterona. A sus faldas, centenares de vagones de color rojo, azul, amarillo... componen uno de esos tentes que nunca se acaban de montar. M¨¢s hacia la ciudad, hacen escala los grandes barcos de pasajeros. Un trasatl¨¢ntico, que maniobra para abandonar el puerto, se despide tocando su sirena larga y grave. Esos buques, tan altos y blancos, son enormes edificios marinos, met¨¢foras flotantes de la especulaci¨®n inmobiliaria.
De nuevo en la Barceloneta, el entusiasta del gran Lebowski contempla los escaparates de las antiguas casas de aparejos, reconvertidas hoy en tiendas de ropa, de corte marinero, eso s¨ª. Y se deja cautivar por los bares, como parisinos, de mantelitos a cuadros, con sus crucifijos y sus mu?ecas que bailan flamenco tras las cristaleras. Las calles m¨¢s peque?as de este barrio huelen a humedad y a pintura esmaltada. En una, hay un coche de beb¨¦ encadenado a una reja. Cerca juegan unos ni?os al bal¨®n y el admirador del gran Lebowski les chuta la pelota para que no se les salga de la plaza. Pero le da tan fuerte que la cuelga en un tejado. "?Y ahora qu¨¦? ?Me la tienes que pagar, enterao!", le dice uno de ellos.
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