Divulga que algo queda
Lleva emprendida ¨²ltimamente la Universidad de Valencia una particular cruzada en pro de la divulgaci¨®n cient¨ªfica. Desde la c¨¢tedra Ca?ada Blanch y desde otras instancias paralelas van surgiendo iniciativas que son otros tantos intentos de abrir mercados y ganar clientes para la ciencia: ciclos de conferencias, congresos de periodismo cient¨ªfico, la revista M¨¨tode, etc. Lo normal es que la sociedad, incluidos los ambientes acad¨¦micos -y estos, tal vez, m¨¢s que nadie-, juzguen diicho empe?o con condescendencia. Bueno -dicen-, no est¨¢ mal que adem¨¢s de hacer ciencia se cuenten sus logros, un poco en plan batallitas del abuelo Cebolleta. Quienes as¨ª hablan no acaban de distinguir la divulgaci¨®n cient¨ªfica de los -muy respetables- cursos de extensi¨®n universitaria, de las -igualmente respetables- aulas de la tercera edad y hasta de las conferencias que algunas medio sectas -nada respetables- organizan para que nos enteremos del irremediable cumplimiento de las profec¨ªas de Nostradamus o de cosas por el estilo. Seg¨²n este punto de vista, todo lo que no son cursos reglados, con ex¨¢menes y un t¨ªtulo esperando al final, viene a ser divulgaci¨®n cient¨ªfica.
Pues, se?oras y se?ores, no. En sentido amplio todo es cultura, claro, pero la ciencia es una parte muy peculiar de la cultura. No porque sea mejor que las dem¨¢s. Ni siquiera porque encierre la capacidad de predecir fen¨®menos y comportamientos futuros. Su car¨¢cter excepcional, en lo que se refiere a su aspecto divulgativo, es m¨¢s bien sociol¨®gico, radica en su centralidad hist¨®rica en el momento presente. Basta asomarse al admirable y denso ensayo de Peter Watson, Historia intelectual del siglo XX, para advertir que el siglo pasado y lo que llevamos del presente son el momento hist¨®rico en el que por primera vez la ciencia se coloc¨® a la cabeza de las preocupaciones humanas.
Cada ¨¦poca tiene sus preocupaciones prioritarias y los seres humanos se movilizan por ellas. Yo no s¨¦ si en la Edad Media hab¨ªa en Bizancio una c¨¢tedra de divulgaci¨®n teol¨®gica, pero es como si la hubiera habido: de lo contrario, nunca entenderemos c¨®mo pudieron estarse matando unos a otros, alzando y derribando emperadores, sosteniendo asedios y algaradas, s¨®lo por lo que hoy nos parece un qu¨ªtame all¨¢ esas pajas teol¨®gico, por si el Padre y el Hijo son dos personas en una misma naturaleza, o dos naturalezas diferentes, por ejemplo. En ¨¦pocas m¨¢s recientes s¨ª nos consta que las c¨¢tedras de divulgaci¨®n existieron en Europa. As¨ª, en el siglo XIX los clubs obreros, las casas del pueblo de los partidos de izquierda y las simples tabernas populares fueron foros de divulgaci¨®n hist¨®rico-econ¨®mica que difund¨ªan el evangelio marxista entre los trabajadores. Y como en el caso anterior, hubo consecuencias: no es lo mismo atribuir las decisiones que emanan del poder a la intercesi¨®n divina que rastrear su ra¨ªz econ¨®mica, preguntarse qu¨¦ clase social sale beneficiada y cu¨¢l perjudicada, etc.: la moderna democracia occidental deriva directamente de la asimilaci¨®n masiva de dicha labor divulgadora.
Y ahora estamos en el siglo XXI. Pasaron los tiempos en los que el personal votaba lo que les dec¨ªa el cura en el serm¨®n o el cacique en la taberna. Tambi¨¦n pasaron aquellos en los que ingenuamente deposit¨¢bamos nuestra confianza en una ideolog¨ªa. Un cuarto de siglo de pr¨¢cticas democr¨¢ticas desde la transici¨®n nos ha hecho esc¨¦pticos. Sin embargo, no es seguro que hayamos salido ganando.
Porque se supone que el elector moderno -que nunca se toma la molestia de leer los programas electorales, pues, como a perro escaldado, le consta que ning¨²n partido los cumple-, sabe lo que hace. Pero yo no lo tengo tan claro. Ahora lo que se somete a votaci¨®n ya no son los viejos dilemas maniqueos del partido del Bien frente al partido del Mal. Ahora sucede que unos proponen velocidad alta y otros alta velocidad, unos quieren edificar en seg¨²n que paraje y otros dicen que hay que salvaguardar el medio ambiente, unos proponen una rebaja de dos puntos en la presi¨®n fiscal y otros est¨¢n en contra, unos postulan que se investigue con c¨¦lulas madre y otros se oponen. Con lo cual resulta que al ciudadano moderno ya no le basta con ser cordialmente de derechas o de izquierdas, ni siquiera matiz¨¢ndose como de centro-derecha o de centro-izquierda. Para ser un verdadero participante de la vida pol¨ªtica, de la polis, y no una mera comparsa, tiene que entender un poco de Ecolog¨ªa, otro poco de Econom¨ªa, algo de Gen¨¦tica, rudimentos de F¨ªsica.
Esta es, a mi modo de ver, la principal justificaci¨®n de la divulgaci¨®n cient¨ªfica y es lo que me lleva a felicitar (por una vez: no todo ha de ser criticar) a mi universidad, verdadera pionera europea en este tipo de iniciativas. Claro que tambi¨¦n es importante ganar nuevas vocaciones para la ciencia, pero dichas vocaciones se inician antes, en la labor -nunca suficientemente reconocida- de esos h¨¦roes que se llaman profesores de primaria y secundaria. En cambio, el dar a conocer lo ¨²ltimo que ha producido la ciencia y sus repercusiones sobre la vida pol¨ªtica, econ¨®mica y social s¨®lo puede hacerlo la Universidad, entre otras razones porque su p¨²blico es precisamente el de los electores potenciales. Se puede ser responsable de que las cosas vayan mal y de que el mundo camine hacia el desastre de dos maneras, por activa y por pasiva. Que los cient¨ªficos se encierren en sus laboratorios y en sus despachos (a los que, si no andan espabilados, tampoco llegar¨¢n las dotaciones necesarias) es una tentaci¨®n explicable, pero peligrosa. Sobre todo en el pa¨ªs de T¨®mbola y tantas otras lindezas. As¨ª que sin prisa, pero sin pausa: divulga que algo queda.
?ngel L¨®pez Garc¨ªa-Molins es catedr¨¢tico de Teor¨ªa de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)
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