El honor del guerrero
Sobre el honor del guerrero escribi¨® con acierto Michael Ignatieff. Su libro reabri¨® una reflexi¨®n inteligente sobre qu¨¦ nos aguardar¨ªa despu¨¦s de ese supuesto gran avance pacifista, cifrado en la supresi¨®n de los ej¨¦rcitos. En su opini¨®n, basada en observaciones tomadas del natural, esa disoluci¨®n en lugar de regresarnos al para¨ªso sin conflictos, mantendr¨ªa la vigencia del recurso a la fuerza pero lo dejar¨ªa en manos de los se?ores de la guerra, con el consiguiente retroceso hacia la m¨¢s primitiva barbarie, ajena a los c¨®digos militares depurados por el tiempo, cuyo respeto es obligado para obtener la consideraci¨®n y la gloria por las que los uniformados arriesgan la propia vida. Porque para conseguir esa gloria es necesario combatir de acuerdo con determinadas reglas, mediante la utilizaci¨®n exclusiva de ciertas armas consideradas honrosas y entre soldados vestidos con trajes extra?os y frecuentemente poco pr¨¢cticos, en palabras de Norman F. Dixon.
La menci¨®n al uniforme, al comportamiento que impone, a la dignidad que exige, a la necesidad de preservarlo sin mancha para evitar que caiga sobre quienes lo comparten cualquier bald¨®n es una cl¨¢usula de estilo en la vida castrense. El honor del guerrero es tanto un c¨®digo de pertenencia como una ¨¦tica de responsabilidad. Por eso, a partir de ah¨ª se imponen algunas consideraciones elementales sobre una instrumentalizaci¨®n indebida de los uniformes que empieza a generalizarse. Corresponde, por ejemplo, a las escenas de George W. Bush y de To?¨ªn Blair en mangas de camisa donde aparecen hablando en una base militar o en la cubierta de un nav¨ªo de guerra ante un friso de soldados en uniforme de campa?a dispuestos como un decorado, de esos que sugieren espontaneidad pero est¨¢n ideados para su exhibici¨®n propagand¨ªstica en los informativos de las televisiones, verdadera iglesia de la autoridad moderna, y en las p¨¢ginas de la prensa.
Pero, queridos ni?os, ?qu¨¦ valor tienen esas aclamaciones de un auditorio cautivo, que s¨®lo puede hacer gala de expansiones en una ¨²nica direcci¨®n aplaudidora? ?Es que hemos olvidado que, conforme a la m¨¢xima de Beaumarchais repetida bajo la mancheta del diario parisiense Le Figaro, "Sans libert¨¦ de bl?mer, il n'est point d'eloge flatteur"? ?Qu¨¦ validez pueden tener unos aplausos cautivos que nunca podr¨ªan trocarse en abucheos porque de hacerlo caer¨ªan bajo el castigo riguroso reservado a la indisciplina y pasar¨ªan a ser tildados de sediciosos? ?Por qu¨¦ se falta as¨ª al respeto a quienes est¨¢n sujetos al cumplimiento de ¨®rdenes con riesgo incluso de sus propias vidas?
Sabemos que el presidente de EE UU es tambi¨¦n el comandante en jefe de sus Fuerzas Armadas pero esa condici¨®n le obliga a¨²n m¨¢s a cumplir el protocolo. Por eso incurre en el rid¨ªculo cada vez que lleva la palma de su mano derecha extendida a la sien para imitar un saludo militar carente de sentido en atuendo civil y todav¨ªa m¨¢s sin la prenda de cabeza. Con los soldados se debe ser en extremo respetuoso. No pueden ser convocados a simulacros de m¨ªtines ni asambleas. S¨®lo en formaci¨®n de orden cerrado se les pueden dirigir arengas para incitarles al cumplimiento del deber antes de entrar en combate. Porque, como escribe el historiador militar brit¨¢nico John Keegan, "no existe un sustituto del honor capaz de imponer la decencia en el campo de batalla, nunca ha existido y nunca existir¨¢, porque en el lugar donde se mata no habr¨¢ nunca jueces o polic¨ªas".
Conviene en todo momento tomar distancia de quienes, cualquiera que sea su signo pol¨ªtico, parecen decididos a vivir de la carro?a, criticar el pasado, saquear el presente y proclamar un glorioso futuro con esa boca saciada y, sin embargo, insaciable a la que se refiere Joseph Roth en El busto del Emperador. A los ej¨¦rcitos se les visita cuando est¨¢n desplegados en primera l¨ªnea para brindarles apoyo y hacerles llegar el aliento y la solidaridad de sus compatriotas ante los riesgos que asumen. Son deberes sociales que no deben traicionarse, los mismos que cumpl¨ªa Francisco Jos¨¦ cuando la batalla de Solferino seg¨²n se narra en la primera p¨¢gina de La marcha Radetsky. Qu¨¦ diferencia con Bush a la b¨²squeda de aplausos en el cuartel general de Qatar pero muy cuidadoso de ahorrar su presencia en el incierto Irak. Por eso tambi¨¦n en el caso de los 62 militares espa?oles muertos en el accidente del Yakolev no cabe ni la lealtad lisonjera ni la sumisi¨®n esclava, se impone el sobrio ejercicio de la verdad, aunque le pueda pasar a cualquiera.
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