Europa desde Marte
Ahora que se discute su inclusi¨®n o no en la futura Constituci¨®n europea, no me importar¨ªa que la palabra cristianismo figurara en el texto. Naturalmente, en ciertas compa?¨ªas y con ciertas condiciones. Admitir la religi¨®n cristiana como una de las fuentes espirituales de Europa ayudar¨ªa no s¨®lo a la comprensi¨®n del pasado, sino tambi¨¦n a erradicar las visiones mecanicistas y formales -cuando no directamente mercantiles- de la unidad europea. Sin embargo, junto al cristianismo, el texto tambi¨¦n deber¨ªa integrar inexcusablemente ra¨ªces de igual importancia: la tradici¨®n cl¨¢sica de Grecia y Roma, por supuesto; el juda¨ªsmo, sin el cual, junto a su fortaleza intr¨ªnseca, no puede concebirse la doctrina cristiana, y el propio islamismo, factor decisivo en la eclosi¨®n del Renacimiento y, en consecuencia, de la ¨¦poca moderna.
Europa se identifica con la antig¨¹edad, la belleza y la sabidur¨ªa. Lejos de ser valores decadentes, los asumimos como fundamentos de nuestra casa
Pero no ser¨ªa justo referirse s¨®lo al ayer m¨¢s remoto o a las religiones. La Constituci¨®n europea deber¨ªa proclamar, por ejemplo, los grandes logros de la Ilustraci¨®n y el Romanticismo, y si se quiere fuerte, tampoco deber¨ªa ahorrar energ¨ªas para mostrar las contradicciones y cat¨¢strofes que forman parte de nuestro legado. Con cierta probabilidad los venideros ciudadanos europeos ver¨¢n con buenos ojos que, en lugar de la habitual apolog¨ªa de las bondades patrias, origen permanente de la estupidez y del derramamiento de sangre, puedan saber constitucionalmente que su pa¨ªs ha albergado violencias, tensiones, crueldades. Ser¨ªa sano poder nombrar el esclavismo, el colonialismo, el totalitarismo como las sombras indignas -pero no ajenas- de la raz¨®n y la creatividad europeas. Si Europa fuera capaz de desnudarse sin hipocres¨ªas, tambi¨¦n estar¨ªa en condiciones de armarse de una manera nueva.
Ahora que desde el otro lado del Atl¨¢ntico arrecian las cr¨ªticas contra su "debilidad", Europa deber¨ªa educarse en un vigor distinto. Hasta cierto punto es l¨®gico que Estados Unidos, en busca de su propia identidad, haya necesitado un distanciamiento antieuropeo. Tras varias generaciones sin migraciones masivas desde Europa -y s¨ª desde Asia y Am¨¦rica-, Estados Unidos ya no es aquella "Europa transatl¨¢ntica" que perdur¨® hasta mitades del siglo XX. Por la misma circunstancia, pronto entrar¨¢ en quiebra el concepto mismo de Occidente.
No puede extra?ar, por tanto, que haya voces norteamericanas que hablen despectivamente de la "vieja Europa" (Rumsfeld, inmediatamente antes de la ¨²ltima guerra) y de su decadente conversi¨®n en Venus (Robert Kagan), diosa de la sensualidad, o en Atenas, una culta ciudad de provincias bajo el Imperio Romano. Es consecuente que a Estados Unidos, empe?ado imperialmente pero hu¨¦rfano de pedigr¨ª hist¨®rico, le sienta bien el papel de poder nuevo, frente a la vejez europea, de Marte, dios de la guerra, frente a Venus o de Roma frente a la declinante Atenas. Pero Europa debe establecer otras reglas de juego.
No nos importa, obviamente, identificarnos con la antig¨¹edad, la belleza o la sabidur¨ªa, sino que m¨¢s bien, lejos de verlas como valores decadentes, las asumimos como fundamentos de nuestra casa. Si es as¨ª, no podemos aceptar la sumisi¨®n a Marte, el dios guerrero que cuando est¨¢ desprovisto de la compa?¨ªa de los otros dioses deviene un b¨¢rbaro brutal. No debemos aceptarla.
Es evidente, sin embargo, que para que este prop¨®sito vaya m¨¢s all¨¢ de las hermosas palabras Europa debe enterrar su maldita ret¨®rica -que efectivamente la hace aparecer con frecuencia como "la vieja dama indigna"- y enfrentarse con crudeza a sus propias posibilidades. Parad¨®jicamente, las tres lacras que nos atribuyen los norteamericanos -algunos de ellos, al menos-, el excesivo pasado, el avenusamiento de la civilizaci¨®n y la tentaci¨®n pacifista de la cultura, deben jugar a nuestro favor siempre que seamos capaces de convertirlas en una fuerza orientada hacia el porvenir.
Para armarse, en un sentido distinto al que proclama el dios Marte, Europa ha de ser capaz de desnudarse, dejando que salgan a la superficie sus contradicciones y pluralidades. El reconocimiento de las encrucijadas por las que ha transcurrido su historia -sancionado, incluso, constitucionalmente- pondr¨ªa a la conciencia europea en la vanguardia del siglo XXI, pues no hay, en efecto, ninguna otra regi¨®n del mundo que pueda hacer gala de las armas de la cr¨ªtica y la autocr¨ªtica que Europa ha forjado a trav¨¦s de su cultura y de su arte. En un planeta dominado por los manique¨ªsmos y las teolog¨ªas f¨¢ciles, el dios de Europa deber¨ªa ser el de la complejidad, la sutileza, la raz¨®n y la composici¨®n.
Es notable, en esta direcci¨®n, la exposici¨®n propuesta por el Museo Hist¨®rico Alem¨¢n de Berl¨ªn, recientemente reformado por el arquitecto Ieoh Ming Pei: La idea de Europa: proyectos para una paz eterna. El t¨ªtulo se remite expl¨ªcitamente al sue?o ilustrado, tan bien expresado por Kant, de la paz perpetua, pero lo m¨¢s sugestivo es que en el itinerario se abandona la ret¨®rica para favorecer, incluso con contundencia, la memoria de los s¨®tanos terribles sobre los que se ha construido Europa. As¨ª, la profundizaci¨®n sin prejuicios en el pasado se convierte asimismo en un proyecto de futuro.
?sta podr¨ªa ser la fuerza de Europa. Sin temor a Marte, pues ¨¦ste, sin los dem¨¢s dioses, es s¨®lo un pobre pat¨¢n.
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