La bienal y el ideal
Esta segunda edici¨®n de la Bienal de Valencia se presenta bajo una luz un tanto diferente a la primera. Aqu¨¦lla fue un acontecimiento novedoso y relativamente inesperado que, bajo la direcci¨®n de Luigi Settembrini y con la ayuda del experto Bonito Oliva, con sus aciertos y sus errores, y a pesar del importante dispendio que supuso, pudo salir adelante como una iniciativa merecedora de atenci¨®n y, si se quiere, hasta relativamente esperanzadora. As¨ª pues, lo que esta vez cab¨ªa esperar era su consolidaci¨®n como evento art¨ªstico de cierta relevancia internacional y, por qu¨¦ no, como una cita o encuentro enriquecedor en m¨¢s de un sentido.
Hace dos a?os la bienal tematizaba "la comunicaci¨®n entre las artes", lo cual daba, ciertamente, mucho juego. Esta vez, aun desde esa misma perspectiva interart¨ªstica, de lo que se trata es de La ciudad ideal. Ahora bien, los argumentos de Settembrini (quien, sin que sepamos muy bien por qu¨¦, repite como director) resultan algo rutinarios. Ya sabemos que "la ciudad" es un tema muy importante, y que tambi¨¦n lo es no renunciar sin m¨¢s a los "ideales". Pero ?de qu¨¦ manera? El problema es que una bienal enf¨¢ticamente "ideada" por la Administraci¨®n, como se explicita en el cat¨¢logo, deber¨ªa tener algo m¨¢s de tacto a la hora de apropiarse de ciertos t¨®picos del arte. Puesto que de t¨®picos, de lugares comunes, se trata. En el buen sentido y en el malo.
En el malo: el t¨®pico seg¨²n el cual ser¨ªa bueno sacar el arte "a la calle" ha llevado a extender la bienal por la intemperie de la ciudad, por solares del centro hist¨®rico de cuyo deterioro es responsable la misma Administraci¨®n que los propone como espacio para el arte. M¨¢s all¨¢ del doloroso sarcasmo, puesto en evidencia por asociaciones ciudadanas, lo cierto es que algunos pocos artistas han logrado salir bien librados del trance. Sobre todo, los que no se han propuesto sublimar el solar, sino que han subrayado su solidaridad con la ruina. Por ejemplo, Matthew McCaslin, con sus conductos sanitarios, su pila de fregar y sus relojes colgantes, que llaman la atenci¨®n justamente por su incre¨ªble verosimilitud. En el otro extremo, cabe preguntarse si val¨ªa la pena contar con Gilbert & George para colgar de una pared en un espacio p¨²blico de una imagen en donde aparecen -c¨®mo no- los propios Gilbert y George rodeados de unas "gomas" dudosamente alusivas. En su mayor parte, el resto viene a resultar un tanto irrelevante, cuando no pasablemente gratuito.
En el buen sentido: el t¨®pico del di¨¢logo entre las artes y la arquitectura ha sido muy bien resuelto en Microutop¨ªas, una exposici¨®n montada con criterio, comisariada por Francisco Jarauta y Jean Louis Maubant, con el apoyo de Jos¨¦ Lebrero Stals, en donde puede apreciarse la fecundidad de esas interconexiones. El resultado es un amplio conjunto de curiosos artefactos (Vito Acconci, Chen Zhen), de esculturas (Badiola, Navarro), maquetas, planos, v¨ªdeos (Gehry), enso?aciones (unos preciosos portaaviones reciclados de IaN+), bromas (un corral junto a un Alfa Romeo con tres gallinas vivas, de Joel van Lieshout) y otros proyectos m¨¢s o menos realizables. Hay incluso, en las proximidades, una obra de Daniel Buren consistente en -?lo adivinan?- una serie de drapeaux cuyo profundo sentido se me escapa de momento.
Tambi¨¦n el trabajo del cineasta brit¨¢nico Mike Figgis, El museo del pasado imperfecto, responde a un t¨®pico: el de la deconstrucci¨®n, en este caso del cine. Por fortuna, no lo consigue. De hecho, lo que el espectador encuentra es una sobria articulaci¨®n de im¨¢genes (fotograf¨ªas, v¨ªdeos) e instalaciones con mu?ecos o "modelos humanos" (parejas en la cama, en un sill¨®n), todo ello bien dispuesto en el bastante l¨®brego ambiente de un par de palacios hace tiempo abandonados.
La exposici¨®n en el antiguo Centre del Carme ha corrido a cargo de Will Alsop y Bruce McLean. Titulada El almac¨¦n del adecuado comportamiento, en ella dominan la pulcritud formal, la iron¨ªa y el buen humor. En cierto modo, apunta hacia aspectos importantes de toda ciudad. Consiste en un conjunto de departamentos en donde suceden cosas de las que uno puede participar, si quiere. Puede visitar, por ejemplo, una peluquer¨ªa (junto al Departamento de belleza); pasar por un Departamento de lectura lleno de letras en las paredes y las mesas, y en donde nadie se decide a leer nada; entrar en un Departamento de erotismo escasamente excitante; aventurarse en un Departamento de fumadores & cine lleno de humo, etc¨¦tera. No est¨¢ mal el Departamento de bebidas, en donde el propio McLean se ha encargado estos d¨ªas de servir copas de vino; en ¨¦l es posible tomarse una cerveza y, si acaso, unas rodajas de chorizo ib¨¦rico. En conjunto, la obra se presenta agradable y ligera: un lugar para pasar el rato sin preguntarse acerca del sentido del arte ni de nada parecido.
En cuanto a lo dem¨¢s, hay
una buena exposici¨®n de Sebasti?o Salgado (El rostro, espejo de la sociedad) en donde ha retratado en blanco y negro a un elenco de valencianos arbitrariamente escogidos. Hay tambi¨¦n un "proyecto social", Soci¨®polis, dirigido por Vicente Guallart, donde se propone un modelo de barrio ideal para el que la ciudad, por lo visto, no encuentra espacio. El resto (unas arquitecturas ef¨ªmeras, una muestra de arte infantil, el espect¨¢culo de Bigas Luna, las obras para la escena seleccionadas por Irene Papas, y a pesar de la Lis¨ªstrata de Carles Santos) es, si no simple relleno, s¨ª harina de otro costal.
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