Vernos como somos
Ninguna Constituci¨®n puede garantizar la existencia de un buen gobierno. Las Constituciones tir¨¢nicas, porque sacrifican la libertad de los gobernados. Las democr¨¢ticas, que la preservan o pretenden preservarla, porque s¨®lo alcanzan a dar a cada sociedad el gobierno que se merece, y no hay sociedades sin tacha. Y aun eso, s¨®lo a largo plazo, porque en el corto, ni siquiera ese modesto resultado est¨¢ asegurado, como evidencia la situaci¨®n que hoy viven los Estados Unidos de Am¨¦rica, la Rep¨²blica italiana, o para no ir m¨¢s lejos, nuestra triste Espa?a. Sin buena sociedad no hay buenos gobiernos y, por tanto, es in¨²til tratar de conseguirlos mediante obras habilidosas de ingenier¨ªa constitucional.
Pero si las Constituciones no son instrumentos eficaces para conseguir gobiernos que vayan m¨¢s all¨¢ de lo que la sociedad permite, s¨ª pueden ser un estorbo para lograr lo que ¨¦sta merece, cuando por error en el designio inicial, o por cambio en las circunstancias, lo configuran de manera que no se adecua a su cultura pol¨ªtica, o a los valores que en ella dominan. Cuando esa inadecuaci¨®n se hace evidente, es preciso cambiar la Constituci¨®n o reformarla, no para conseguir gobiernos cuya moralidad o cuya ilustraci¨®n sean superiores a las de la propia sociedad, sino para lograr que la reflejen eficazmente. A juzgar por lo ¨²ltimamente sucedido en el Pa¨ªs Vasco y en Madrid, ¨¦ste es quiz¨¢s el momento que hoy vivimos en Espa?a.
La reforma constitucional a la que aludo, que no exige tanto un cambio en los textos constitucionales como en su interpretaci¨®n, responde a la necesidad de liberarnos de categor¨ªas heredadas del pasado e incompatibles con nuestra realidad presente, cuyo efecto perturbador est¨¢ en la ra¨ªz de los acontecimientos producidos en los Parlamentos de Vitoria y de Madrid. Antes de entrar en ello hay que recordar, sin embargo, que el origen directo del choque entre el Parlamento vasco y el Tribunal Supremo se encuentra en un grave defecto carencia de nuestra legislaci¨®n que no requiere cambio constitucional alguno. Un defecto que ya con anterioridad ha dado lugar a roces traum¨¢ticos entre los ¨®rganos del Poder Judicial y diversas C¨¢maras parlamentarias, incluido el Congreso de los Diputados, y que constituye una amenaza para nuestro Estado de Derecho, como pudo verse en el enfrentamiento entre el Gobierno y el propio Tribunal Supremo a prop¨®sito de la condena y posterior indulto del ex juez G¨®mez de Lia?o.
Este defecto, ya antiguo, pero cada d¨ªa m¨¢s insoportable, es el que resulta de la inexistencia de un procedimiento eficaz y razonable para resolver los conflictos entre el Poder Judicial y los dem¨¢s poderes del Estado. La ley org¨¢nica del Tribunal Constitucional, que deber¨ªa haberlos regulado, los ha ignorado por entero y la ley de conflictos de 1987 se ocupa s¨®lo de los que se dan entre los jueces y la Administraci¨®n, para los que arbitra un procedimiento absurdo en un Estado Constitucional de Derecho. No hay, por el contrario, ni una sola norma a la que acudir, ni siquiera tan imperfecta como ¨¦sa, para resolver los conflictos entre los jueces y los ¨®rganos legislativos, como si en un Estado en el que el poder de los jueces se ha ampliado enormemente y en el que act¨²an dieciocho Parlamentos, bastaran las instituciones que en el siglo XIX se arbitraron para proteger a la representaci¨®n popular frente a las decisiones judiciales que podr¨ªan ponerla en peligro o alterarla. La famosa inmunidad parlamentaria, cuya raz¨®n de ser era la de proteger al Parlamento, no a sus miembros, y de la que por cierto no gozan los parlamentarios de nuestras Comunidades Aut¨®nomas, no sirve de nada frente a decisiones judiciales que ordenan directamente a las asambleas legislativas la adopci¨®n de medidas que afectan o pueden afectar a su independencia o la de sus miembros, tan respetable y necesitada de protecci¨®n como la de los jueces y tribunales. Sin ¨¦sta no existe el Estado de Derecho, pero sin aqu¨¦lla no hay democracia.
Para colmar esta laguna de nuestro ordenamiento jur¨ªdico (y de paso, quiz¨¢s, salvar al Tribunal Constitucional del peligro de la irrelevancia que sobre ¨¦l se cierne) no faltan en el Derecho Comparado f¨®rmulas a las que acudir. M¨¢s dif¨ªcil, mucho m¨¢s arriesgado y con menos experiencias exteriores en las que apoyarse, es el camino a seguir para remediar los defectos de nuestro sistema representativo, que es tanto como decir de nuestra democracia.
Durante mucho tiempo, quiz¨¢s todav¨ªa en la actualidad, la mayor¨ªa de quienes se ocupan de estas cosas ha cre¨ªdo que para lograr ese remedio bastaba con conseguir que la realidad de la representaci¨®n pol¨ªtica se acomodase a su idea; acabar con las deformaciones y corruptelas que alejan esa realidad de la concepci¨®n cl¨¢sica de la representaci¨®n pol¨ªtica, arraigada en una larga tradici¨®n y bien apoyada en una s¨®lida teor¨ªa. Muy en concreto, y sobre todo, liberar a los representantes del yugo de los partidos, de manera que puedan reflejar m¨¢s fielmente las aspiraciones populares, pues en esta concepci¨®n cl¨¢sica de la representaci¨®n no cabe mediaci¨®n alguna entre el representante y los representados, ni ¨¦stos se identifican con el conjunto de quienes lo han elegido. Cada diputado o cada concejal representa a toda la naci¨®n, a todo el pueblo o a todo el municipio, no s¨®lo a quienes votaron en su favor y por eso; no est¨¢ vinculado por los deseos o las instrucciones de ¨¦stos y menos a¨²n por las de los ¨®rganos rectores del partido que patrocin¨® su candidatura. Aunque a lo largo de los a?os el Tribunal Constitucional ha ido matizando esta doctrina, que desde el comienzo hizo suya, para atribuir relevancia jur¨ªdica y no s¨®lo pol¨ªtica a la adscripci¨®n de los representantes a partidos pol¨ªticos diversos, y los reglamentos de los ¨®rganos representativos, legislativos o municipales, han reforzado el control de los partidos sobre los representantes individuales, el n¨²cleo de la concepci¨®n cl¨¢sica ha permanecido intocado. La relaci¨®n representativa une directamente a cada representante con el conjunto representado y la funci¨®n de los partidos pol¨ªticos como "instrumentos fundamentales de la participaci¨®n pol¨ªtica", no los convierte en representantes; no les da formalmente poder alguno sobre quienes efectivamente lo son, ni, de otro lado, hace depender la condici¨®n de ¨¦stos de las peripecias que se produzcan en la vida del partido que present¨® sus candidaturas. La ilegalizaci¨®n de Herri Batasuna no afecta al mandato representativo de quienes fueron elegidos en sus listas, ni la abierta traici¨®n de los dos diputados elegidos en las que el PSOE propuso para las elecciones en la Comunidad de Madrid; permite a este partido excluirlos de ella para atribuir sus esca?os a quienes deber¨ªan sustituirlos, si voluntariamente los abandonaran.
Este esfuerzo por lograr que la estructura real de la representaci¨®n se acomode a su idea, liber¨¢ndola del abrazo asfixiante de los partidos, al que yo mismo me he sentido obligado como profesor y como juez, me parece ya hoy sin embargo ilusorio y vano. Ni las cinco medidas que propone Herrero de Mi?¨®n, en un agudo trabajo reciente, para abrir los partidos a la sociedad civil (alguna de las cuales es por lo dem¨¢s en s¨ª misma letal para la democracia, como demuestra el ejemplo norteamericano), ni otras a¨²n m¨¢s audaces y que requerir¨ªan una reforma constitucional en profundidad, como la de sustituir el sistema proporcional por el mayoritario y las circunscripciones provinciales por distritos uninominales, han conseguido en ning¨²n sitio reducir el control que los partidos ejercen sobre los representantes, ni han hecho que el electorado conf¨ªe m¨¢s en las virtudes personales de estos que en la capacidad de gobierno del partido que los patrocina. Una capacidad que se mide, entre otras cosas, por la que el partido tiene para asegurar la disciplina y lograr que no trasciendan las disidencias internas.
Es in¨²til seguir luchando por ajustar la realidad a una idea que no tiene soporte alguno en la conciencia social; que no es creencia, sino puro dise?o te¨®rico. El esfuerzo debe ir dirigido, por el contrario, a conseguir que la regulaci¨®n de las instituciones representativas se acomode a la imagen que los ciudadanos tienen efectivamente de ellas, al modo que estos tienen de concebirlas y entenderla. Aceptar resignadamente las conclusiones a las que conduce la reflexi¨®n que Kelsen hizo, hace ya m¨¢s de ochenta a?os, sobre el Estado de partidos; rendirnos ante la evidencia, de que, como en esa misma ¨¦poca sostuvo Leibholz, nuestras democracias no son ya representativas, sino plebiscitarias. Para decirlo sin pedanter¨ªas acad¨¦micas: considerar que la pertenencia del representante a un partido pol¨ªtico determinado (o al menos, la inclusi¨®n en las candidaturas propuestas por un partido) es, cuando existe, el componente decisivo de la relaci¨®n representativa, y en consecuencia, no debilitar la dependencia del representante respecto del partido, sino por el contrario, hacerla a¨²n mayor. Es evidente que si se hubiese entendido que los diputados elegidos en las listas de Herri Batasuna deb¨ªan su esca?o al partido que los propuso, el Tribunal Supremo se hubiera ahorrado algunas decisiones arriesgadas y el Parlamento Vasco no se hubiera encontrado ante un dilema dif¨ªcil y que el se?or Simancas estar¨ªa ya desplegando sus dotes de gobernante, o a punto de hacerlo, si la Federaci¨®n Socialista Madrile?a hubiera podido corregir su error garrafal, desposeyendo del mandato a los dos diputados traidores.
Las razones que aconsejan este cambio de orientaci¨®n son, en primer lugar, de orden pragm¨¢tico. Hacer imposible que sinverg¨¹enzas y ventajistas de toda laya sigan utilizando en beneficio propio la ficci¨®n del mandato representativo, o que esa misma ficci¨®n permita a una organizaci¨®n delictiva seguir actuando a trav¨¦s de representantes formalmente independientes, o como dir¨ªa nuestro Tribunal Supremo, escondida tras el velo de la personalidad (?). Tambi¨¦n, en el mismo orden de ideas, por la esperanza de que lo que no se consigue abriendo y desbloqueando las listas ante los electores, se logre al "abrirlas" para los partidos, concedi¨¦ndoles cierta libertad para atribuir los esca?os a quienes figuren en ellas, y de que la regulaci¨®n del ejercicio de esta libertad, que exigir¨¢ delimitar las competencias de cada una de las instancias locales, regionales y nacionales, signifique un avance en el empe?o, hasta ahora siempre frustrado, por democratizar la organizaci¨®n y el funcionamiento de los partidos. Pero no son s¨®lo razones pragm¨¢ticas las que impulsan el cambio; tambi¨¦n hay razones ¨¦ticas. El abandono de la concepci¨®n cl¨¢sica, tan obstinadamente mantenida hasta ahora, implica renunciar a la rousseauniana ilusi¨®n halagadora de que el ciudadano medio es el virtuoso "republicano" que cree en el bien com¨²n y lo antepone al propio; aceptar que vivimos en un mundo de individuos "liberales" y ego¨ªstas en los que no se puede confiar mucho. En definitiva, salir de la mentira interesada para vivir en la verdad y vernos como somos.
Francisco Rubio Llorente es catedr¨¢tico em¨¦rito de la Universidad Complutense y titular de la c¨¢tedra Jean Monnet en el Instituto Universitario Ortega y Gasset.
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