Granada
Las ma?anas de la Estaci¨®n de Atocha viven en un v¨¦rtigo de multitudes, relojes y ciudades de destino. El mundo parece una m¨¢quina, un temblor an¨®nimo que acelera las costumbres y disciplina los movimientos de la prisa. La gente sale de los vagones, cruza por los andenes, arrastra sus carteras o sus mochilas y desaparece por las escaleras mec¨¢nicas que conducen al metro, a las calles de Madrid, a las habitaciones de la pensi¨®n, al d¨ªa que debe ser tachado en las agendas laborales. Los relojes saltan la comba de las llegadas y las salidas, de los trenes de cercan¨ªas y los trayectos de largo recorrido, dispuestos a bordar cada momento, 8.15, 8.20, 8.25, en los nombres rutinarios y las intuiciones de la geograf¨ªa, Parla, Getafe, C¨¢diz, Ir¨²n. Las ciudades de destino resbalan por las pantallas, se anuncian por los altavoces y luego se esconden en el pasado inmediato. Basta un minuto para que el nombre de una ciudad envejezca en una estaci¨®n, para que pase de las agitaciones juveniles y las carreras a la arqueolog¨ªa de los aires muertos. La ciudad de Granada, sin embargo, es fiel a s¨ª misma, resiste en su actualidad de espera, en su impaciencia de trenes que no acaban de llegar, en su v¨¦rtigo de retrasos, abandonos y minutos oxidados. La par¨¢lisis es su manera de definirse en el presente.
Los viajeros de la v¨ªa 5 miran desconcertados la pantalla. No, ese tampoco es el tren de Almer¨ªa-Granada, no se suba usted que acabar¨¢ en Toledo o Alicante. Y as¨ª van pasando los trenes, los horarios, la gente, las maletas. Un retraso de una hora da para mucho en el torbellino de la Estaci¨®n de Atocha. Una fila de pueblos y ciudades salta por encima, sigue los mandatos de la multitud y los relojes. Al margen del movimiento, la espera granadina deja el hueco necesario para que los rostros se hagan familiares y se produzcan los merodeos de unas conversaciones desencantadas. Entre los bancos del and¨¦n y los equipajes, florece un cultivo de bolsas de pl¨¢stico. Se adivinan los bocadillos, las tarteras, las botellas de agua, las provisiones que a?aden a la actualidad un aire espeso de posguerra. Hay que prepararse ante la lentitud de un tiempo sobrecargado de s¨®tanos. Cuando el tren de las 8.25 llegue a las 9.20, quedar¨¢ por delante un viaje de 6 horas, seg¨²n la mejor de las previsiones. Los viajeros experimentados comentan la vejez de los coches, los asientos sucios, el asma de las ventanillas, las v¨ªas muertas. Al filo del mediod¨ªa, en la Estaci¨®n de Linares, habr¨¢ tiempo para que suba al tren el vendedor de la Once, aunque ser¨¢ poco negocio, porque la mayor¨ªa del personal aprovechar¨¢ la ocasi¨®n para bajar a tierra firme. Se puede echar un cigarro, estirar las piernas, pedir un refresco en la cafeter¨ªa, aprovecharse de los imprevistos de la vida para establecer un noviazgo. Cuando se asume la existencia con buen humor y los minutos regresan a la docilidad del siglo XIX, tambi¨¦n da para mucho media hora de juegos ferroviarios, cambios de v¨ªas y separaci¨®n de vagones. La ¨²ltima parte del viaje tendr¨¢ respiraci¨®n de siesta, de m¨¢quina de vapor que agita d¨¦bilmente la paz de las aldeas. Al llegar a Granada, despu¨¦s de 7 horas de tratos con la Renfe, los viajeros se habr¨¢n acostumbrado a todo. No les importar¨¢ que no haya ning¨²n taxi en la parada de la estaci¨®n.
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