Dal¨ª y los cerdos
La ¨²ltima vez que vi a solas a Salvador Dal¨ª le dej¨¦ sentado en la terraza de un caf¨¦ de Figueres viendo pasar camiones. A Dal¨ª le volv¨ªan loco los camiones. La entrevista hab¨ªa sido bastante r¨¢pida: me regal¨® un par de t¨ªtulos ocurrentes, aparc¨® su entonaci¨®n caracter¨ªstica y se dispuso a una conversaci¨®n m¨¢s larga, preguntando con voz de anciano por algunos personajes de Figueres. Si no se hubiese tratado de Dal¨ª, habr¨ªa jurado que buscaba restablecer unos contactos que seguramente nunca hab¨ªan existido. Luego se ensimism¨® con los camiones: "Els que m'agraden m¨¦s s¨®n els camions dels cerdos" repiti¨® ese d¨ªa, usando como siempre la palabra castellana cerdos.
Un par de a?os antes, el 14 de agosto de 1976, la cosa pudo acabar muy mal en Cadaqu¨¦s. Aquella tarde se hab¨ªa inaugurado una exposici¨®n colectiva en homenaje a Carles Rahola, y los organizadores -la Assemblea Democr¨¤tica d'Artistes- hab¨ªan vetado expresamente al pintor de Portlligat. De madrugada, su secretario se col¨® en el casino L'Amistat y viol¨® el veto colgando un cuadro de Dal¨ª entre las otras obras; al d¨ªa siguiente, la Assemblea mont¨® en c¨®lera, descolg¨® sus cuadros y dio por clausurado el homenaje.
La Catalu?a democr¨¢tica le despreci¨® por no haber sido beligerante con el franquismo y por su vida disipada
Fue el ¨²ltimo de una serie de tics antidemocr¨¢ticos, de provocaciones surrealistas o de insensateces que el artista protagonizaba con la misma rapidez que desment¨ªa. Lleg¨® a proponer la santificaci¨®n del Caudillo, aunque, probablemente, Dal¨ª era m¨¢s cobarde que franquista y aquel invierno fue unas cuantas veces a rezar por la salud de Franco a la catedral de Saint Patrick, en Nueva York. Al parecer, tem¨ªa que los comunistas fueran a tomar el poder. Y aunque el primer Pujol quiso adularle y trabajarse el destino de la herencia, la cobard¨ªa apareci¨® de nuevo cuando cambi¨® el testamento y dej¨® como heredero al Estado porque el abogado Miguel Dom¨¦nech, cu?ado de Calvo Sotelo, le insinuaba problemas con Hacienda.
A partir de ah¨ª, sus relaciones con Catalu?a fueron todav¨ªa a peor. Mientras medio mundo aplaud¨ªa su pintura y celebraba sus ocurrencias, nuestra cultura oficial le trataba como una an¨¦cdota folcl¨®rica para consumo de turistas. Su entorno tampoco ayud¨®: acab¨® rodeado de enfermeras, abogados y secretarios que le orquestaron una despedida pat¨¦tica. Y as¨ª hasta nuestros d¨ªas, porque ¨¦ste es un pa¨ªs que escatima con avaricia los laureles a artistas, cient¨ªficos o pensadores cuando no son de la cuerda que domina los cen¨¢culos pol¨ªtico-culturales.
Hay algunos precedentes. Josep Maria Sert, por ejemplo, conquist¨® Par¨ªs, Buenos Aires y Palm Beach. Pero aqu¨ª pocos lloraron el incendio intencionado de la catedral de Vic, en plena Guerra Civil, que destruy¨® las pinturas en las que hab¨ªa trabajado durante 20 a?os. Antes de morir tuvo el valor de pintar de nuevo la catedral, pero la Catalu?a democr¨¢tica sigui¨® despreci¨¢ndole por no no haber sido beligerante con el franquismo, por llevar una vida disipada junto a una princesa georgiana o por haber pintado para reyes, obispos y multimillonarios.
Hay otros artistas que, sin ser vetados, han sido reconocidos con una tibieza extra?a si se compara con los honores que suelen recibir los artistas oficiales. Isaac Alb¨¦niz naci¨® en Camprodon en 1860, por lo que vivi¨® en una ¨¦poca poco comprometida con seg¨²n qu¨¦ cosas y no pudo significarse ni como izquierdista ni como patriota, dos credenciales seguras para el homenaje. Simplemente escribi¨® una m¨²sica brillante, que a menudo fue de inspiraci¨®n ¨¢rabe o andaluza, que bautiz¨® con t¨ªtulos como Ib¨¦rica, Cantos de Espa?a, Rapsodia espa?ola, El Albaic¨ªn y La Alhambra. Y aunque en Girona le dedicaron un cine y el hotel Majestic de Barcelona puso su nombre a un sal¨®n, no parece que el recuerdo est¨¦ a la altura de su obra.
Enric Granados da nombre a una calle c¨¦ntrica en Barcelona, pero en 1991 se cumplieron sin mucha gloria los 75 a?os de su muerte. En un pa¨ªs tan escaso en iconos modernos, ?cu¨¢ntos escolares conocen la historia del m¨²sico leridano, muerto en alta mar cuando un submarino alem¨¢n hundi¨® el barco en el que regresaba de un debut triunfal en Nueva York?
Y si apuramos, podr¨ªamos hablar de Victoria de los ?ngeles, a la que recuerdo en plena iglesia de Palam¨®s huyendo despavorida de un escritor que la persegu¨ªa y la recriminaba por no haberse catalanizado el nombre.
Supongo que a estas alturas queda claro que aplaudo sin reservas que el pr¨®ximo 2004 haya sido designado A?o Dal¨ª, con motivo del centenario del nacimiento del pintor. Y aunque, de momento, el homenaje parece raro -la mejor exposici¨®n no se ver¨¢ en Catalu?a, y el Estado se ha quedado para Madrid seis telas del pintor entregadas por Florentino P¨¦rez como pago de unos impuestos-, puede ser el punto de arranque de otras reparaciones hist¨®ricas que parecen imprescindibles. Bravo por anticipado.
Pero tampoco hace falta convertir a Dal¨ª en el patriota catal¨¢n del a?o, como acaba de pedir Artur Mas. Ni antes de la guerra, ni durante, ni despu¨¦s fue nada patriota. Para rendirle un justo homenaje no hace falta esconderle los defectos, ni inventarle una biograf¨ªa: s¨®lo hay que reconocer su m¨¦rito como artista, o como creador de happenings. Dal¨ª era un genio, un artista irrepetible o una estrella de Hollywood o de Las Vegas. Pero a Dal¨ª, los camiones que le volv¨ªan loco eran los de cerdos.
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