Un actor sin montura ni riendas
El actor siente miedo antes de salir a escena. No importa que haya pisado las tablas mil veces. Ese peque?o instante de v¨¦rtigo, de presi¨®n estomacal, de n¨¢usea, ese momento en el que el coraz¨®n palpita desbocado, se reproduce como el miedo del portero ante el penalti. Cada actor lo exorciza como puede, y a la larga, de su manera de espantarlo hace un ritual. Unos cantan, otros repasan obsesivamente su vestuario y comprueban veinte veces que su bragueta est¨¢ bien abrochada, muchos se instalan en la taza del v¨¢ter hasta quedar vac¨ªos de polvo y lodo...
Obviamente, los int¨¦rpretes hablan muy rara vez en p¨²blico de estos detalles. Est¨¢n obligados a ofrecer una imagen apol¨ªnea, los galanes; simp¨¢tica, los graciosos; desenvuelta, todos. Del p¨¢nico que siente antes de salir a escena, de su identidad como int¨¦rprete, del deseo de ser independiente de autores y directores trata Nada es casual, primer trabajo en solitario de Alberto Jim¨¦nez.
Lo estren¨® hace un a?o en El Canto de la Cabra, el m¨¢s peque?o de los teatros madrile?os: tiene apenas 60 butacas de aforo y un escenario en el que cinco o seis actores son multitud. Cuento el comienzo: a oscuras, se abre una puerta lateral por la que entran un chorro de luz, una sombra tortuosa y tr¨¦mula y unos alaridos espantadores, como de alguien a quien estuvieran aspando. ?Qui¨¦n ser¨¢? Un grito que la sombra se da a s¨ª misma tiene la respuesta: "Yo no salgo, que salga otro". Es Alberto Jim¨¦nez interpret¨¢ndose a s¨ª mismo, diciendo en voz alta lo que normalmente sentir¨ªa y callar¨ªa en ese mismo momento, un instante antes de abandonar su refugio entre cajas para salir al encuentro del toro. Y, adem¨¢s, siente que se orina. No importa cu¨¢ntas veces haya ido al servicio, Jim¨¦nez siente que se orina.
En Nada es casual no hay historia que contar, nadie la ha escrito. Jim¨¦nez ha decidido salir a escena, mostrarse sin pudor y ver qu¨¦ pasa. Cada noche enumera en voz alta los espectadores que tiene: "Uno, dos...", les habla, les narra cosas intrascendentes, con un lenguaje cotidiano, sin remedar a Bernhardt ni a M¨¹ller, recurso al que algunos directores en funciones de autor echan mano cuando pretenden que sus int¨¦rpretes aparenten estar cont¨¢ndose a s¨ª mismos. Sus palabras son las de un actor, francas como el pan blanco.
Desnudo -emocional, pero
tambi¨¦n f¨ªsicamente: sin buscar su perfil bueno, chorreando litros de sudor por donde el sudor chorrea, imag¨ªnenselo, despu¨¦s de haber girado seis minutos como un derviche-, el int¨¦rprete y fact¨®tum de Nada es casual consigue que la realidad le pise y le coma los talones a la ficci¨®n, y eso tiene una fuerza extrema. En cambio, cuando la ficci¨®n gana el pulso, en la zona central del espect¨¢culo, ¨¦ste se ablanda como cart¨®n mojado. No voy a contar c¨®mo entra la realidad en escena: en un golpe de sorpresa, en otro de humor, en una descarga fisiol¨®gica. En la distancia cort¨ªsima que impone El Canto de la Cabra, el actor consigui¨® secuencias de tensi¨®n sostenida y varios impactos muy buenos, que no me imagino c¨®mo va a reproducir en un teatro al aire libre: el que El Canto de la Cabra abre cada verano en una placita recoleta, a unos pasos de la de Chueca.
Tampoco hay confesi¨®n en Nada es casual en ning¨²n momento el actor intenta contar qui¨¦n es, ni c¨®mo le ha ido en la vida, ni con los directores de escena, ni de ajustar cuentas, como hac¨ªa Philippe Caub¨¨re con su infancia y con Ariane Mnouchkine en aquellos mon¨®logos l¨ªrico, ¨¢cidos, c¨®micos, y largos como el Mahabharata, que represent¨® hace a?os en el festival de Avi?¨®n. Ni siquiera es un mon¨®logo. No contiene revelaciones imp¨²dicas, ni chistes. Su autor trata de compartir un momento de emoci¨®n con el p¨²blico, de ponerle a vibrar en su misma frecuencia de onda. Alberto Jim¨¦nez interpret¨® hace seis a?os al Orador de Las sillas, de Ionesco, con direcci¨®n de Jos¨¦ Luis G¨®mez. Era la suya una aparici¨®n breve y estelar: en la ¨²ltima escena de la obra, cuando parece que por fin el protagonista va a decir, por boca de otro, las grav¨ªsimas cosas que lleva anunciando durante la comedia, descubrimos que el Orador es mudo. Abre la boca, pronuncia una s¨ªlaba inaudible, y cae el tel¨®n. Aquel gesto, que vale por diez mil palabras, no se olvida. Tampoco el esfuerzo colosal del actor en esta rareza sin discurso que es Nada es casual.
Para los coleccionistas de an¨¦cdotas, va una: Jim¨¦nez est¨¢ interpretando a Urbano, el sindicalista de Historia de una escalera, a las ocho de la tarde. Una hora y cuarenta minutos despu¨¦s sale a la carrera del camerino del Mar¨ªa Guerrero para llegar a tiempo de comenzar la funci¨®n en El Canto de la Cabra, a las diez. As¨ª trabajaban los actores en los tiempos duros y viv¨ªsimos del teatro por horas.
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