Filtros en la pol¨ªtica
Esc¨¢ndalos como el ocurrido en la Asamblea de Madrid abochornan e indignan a la mayor¨ªa de los ciudadanos, actores, de una u otra forma, de la construcci¨®n de nuestra democracia. No menos indignante y preocupante es el efecto que pueden tener en aquellos j¨®venes que han participado por primera vez en una consulta electoral. S¨®lo podremos limitar los da?os ya producidos si, antes de las pr¨®ximas elecciones -que previsiblemente se producir¨¢n en plena conmemoraci¨®n del veinticinco aniversario de nuestra Constituci¨®n-, conocemos en detalle la identidad de todos los corruptores y corruptos que han atentado contra el sistema constitucional y han logrado invalidar todo un proceso electoral. Luz y taqu¨ªgrafos para poder recuperar la soberan¨ªa secuestrada.
Pero esc¨¢ndalos graves como el mencionado replantean en la opini¨®n p¨²blica el problema de la representaci¨®n. Si hay pr¨¢cticas que repugnan a la opini¨®n p¨²blica, son las pr¨¢cticas corruptas conectadas a fen¨®menos de transfuguismo en todas sus variantes y que se producen de vez en cuando en nuestras instituciones. Cuando esto ocurre, no faltan voces que, alentadas por la indignaci¨®n general, sugieren cambios profundos, incluso constitucionales, para erradicar tales comportamientos. La expulsi¨®n de las C¨¢maras o la devoluci¨®n del acta del representante infiel suelen ser algunas de las soluciones que se nos ofrecen alegando que, en realidad, los ciudadanos lo que votamos son unas siglas y no a unas personas concretas. Al defender como soluci¨®n que el esca?o es propiedad del partido y no del diputado infiel o traidor, en el fondo lo que se propone es volver en cierto sentido al mandato imperativo; con la diferencia de que ahora los mandatarios ser¨ªan los partidos y no los electores. Pues bien, antes de dar pasos en esa direcci¨®n, convendr¨ªa pens¨¢rselo m¨¢s de dos veces, porque tal vez la soluci¨®n haya que buscarla -y es evidente que hay que buscar soluciones- por otros derroteros.
No es infrecuente encontrarnos con personas que entienden la representaci¨®n como una relaci¨®n de delegaci¨®n, donde el delegado o compromisario no puede tomar decisiones de acuerdo con su criterio y convicci¨®n, sino que han de hacerlo siguiendo pura y simplemente las instrucciones de su principal. Para muchos, los parlamentarios deben ser simples delegados, como ocurr¨ªa antes de la Revoluci¨®n Francesa. Pero incluso antes de que Edmund Burke pronunciara su famoso Speech to the electors of Bristol contra el mandato imperativo, los parlamentos no se conceb¨ªan como un congreso de compromisarios que negociaban siguiendo instrucciones de sus mandatarios, sino como asambleas deliberantes de una ¨²nica naci¨®n, con un ¨²nico inter¨¦s que no pod¨ªa ser otro sino el de la b¨²squeda de lo que Burke denominaba la "raz¨®n general colectiva". En las democracias representativas, el parlamentario, pues, representa a la naci¨®n soberana y no a sus personales electores o a un partido. Por eso nuestra Constituci¨®n, como ocurre en los sistemas representativos, ha prohibido el mandato imperativo.
Junto a estas razones normativas hay otras razones funcionales que explican por qu¨¦ los diputados ni son ni pueden ser simples delegados de los ciudadanos. En nuestras sociedades modernas los ciudadanos carecemos de la informaci¨®n suficiente como para dirigir con instrucciones a nuestros representantes. Los problemas de la educaci¨®n, de la sanidad, de la seguridad, de la defensa, de los impuestos... son tan complejos que las soluciones concretas las dejamos en manos de nuestros representantes, a quienes les suponemos m¨¢s y mejor informados o, al menos, con m¨¢s posibilidades de buscar y obtener informaci¨®n relevante. Por eso se ha entendido que el diputado tiene y debe tener un amplio margen de maniobra para interpretar lo que en cada caso exige el inter¨¦s general; por eso el diputado m¨¢s que un delegado es un agente. Lo que espera el ciudadano de su diputado no es que ¨¦ste siga todas y cada una de sus opiniones, sino que cuide de sus intereses "como si fueran los suyos propios". Ya lo dec¨ªa Hegel: la representaci¨®n se funda en la confianza... y se tiene confianza en una persona cuando se la sabe dotada de la preparaci¨®n y del ¨¢nimo necesario para manejar los asuntos del representado conforme a su mejor saber y conciencia. Es esa confianza la que fundamenta la relaci¨®n entre representantes y representados.
El problema de nuestras democracias es que no es f¨¢cil para los ciudadanos conocer a los representantes que finalmente elegimos. S¨®lo en comunidades muy sencillas, como los peque?os pueblos, el elector tiene un conocimiento aproximado de las cualidades y condiciones de quienes aspiran a gobernarle. Pero en las grandes ciudades o en las comunidades aut¨®nomas o en una naci¨®n..., ?qui¨¦n puede realmente conocer a sus elegidos? En realidad, elegimos partidos. En tales circunstancias, la lectura de los nombres que componen cualquier papeleta electoral no ofrece garant¨ªa alguna de que a quienes votamos ser¨¢n responsables y gestionar¨¢n correctamente los asuntos p¨²blicos. Sencillamente, no los conocemos. Y aqu¨ª es donde nos encontramos con uno de los problemas de nuestros sistemas representativos; esto es, c¨®mo elegir bien a nuestros diputados en un sistema de partidos.
Dos son, dec¨ªa Hamilton, los fines de toda constituci¨®n pol¨ªtica: en primer lugar, conseguir como gobernantes a los hombres que posean mayor sabidur¨ªa para discernir y m¨¢s virtud para procurar el bien p¨²blico; en segundo t¨¦rmino, tomar las precauciones m¨¢s eficaces para mantener esa virtud mientras dure su misi¨®n. A lo largo de los tiempos la atenci¨®n se ha puesto en este segundo objetivo, preocup¨¢ndonos m¨¢s de establecer controles a posteriori sobre nuestros gobernantes que de imaginar los mejores mecanismos para su selecci¨®n. Algo se ha hecho en punto a la eliminaci¨®n de algunas trabas hist¨®ricas que exclu¨ªan de la posibilidad de acceder a los puestos de gobierno a ciertos sectores en funci¨®n de la riqueza, el sexo, nacimiento o religi¨®n. Pero nada o muy poco se ha avanzado en punto a establecer las condiciones positivas que deber¨ªan reunir nuestros representantes.
Y es aqu¨ª -a la vista de la experiencia ya en exceso reiterada- donde se aprecia la insoslayable necesidad de los partidos a la vez que su responsabilidad. Si los partidos, como dice nuestra Constituci¨®n, concurren a la formaci¨®n y manifestaci¨®n de la voluntad popular, lo hacen no s¨®lo articulando programas de gobierno, sino tambi¨¦n ofreciendo los equipos que, desde los ¨®rganos de representaci¨®n y gobierno, ejecutar¨¢n dicho programa. Tan importante como el programa son las condiciones, cualidades y estilo de quienes se ofrecen para administrarlo. Por eso, una de las funciones capitales que desempe?an los partidos pol¨ªticos, adem¨¢s de elaborar los programas, es la de asegurar a unos ciudadanos que no tienen tiempo ni posibilidades para conocer el curr¨ªculo de los aspirantes, que "sus" candidatos re¨²nen las condiciones que les hacen merecedores de la estima y la confianza ciudadana. El nombre de un partido, el de su l¨ªder, el logo, las siglas... son la imagen de marca que ampara lo que hay detr¨¢s de las mismas. Los partidos pol¨ªticos cumplen con el mandato constitucional al certificar la honradez de "sus" candidatos; al ofrecer el aval de que quienes est¨¢n bajo sus siglas no s¨®lo comparten un programa, sino que, a su juicio y tras el oportuno escrutinio, son personas honorables y dignas de confianza para el ejercicio de la funci¨®n p¨²blica.
Especialmente importante es el desempe?o de esta funci¨®n de seleccionar (bien) los candidatos cuando se aplica un sistema de listas cerradas y bloqueadas. Tal vez otras f¨®rmulas pudieran mejorar, en teor¨ªa, nuestro sistema de representaci¨®n; pero ello comportar¨ªa, en unos casos, una profunda reforma electoral para la que dudo que haya el necesario acuerdo, y en otros, una reforma constitucional que, por otras razones, tal vez no sea ni urgente ni conveniente. Por ello, y en tanto no se modifique el vigente sistema electoral, cuando se producen fen¨®menos de corrupci¨®n (en activa o en pasiva) o deslealtades graves al programa en las filas de un partido, una buena parte de la responsabilidad pol¨ªtica es imputable al partido que aval¨® la honorabilidad y seriedad de quienes, siguiendo su consejo, elegimos como nuestros agentes. Las listas cerradas y bloqueadas suponen un enorme poder en manos de los partidos para determinar el tipo de representaci¨®n que tenemos; pero tambi¨¦n un grado m¨¢ximo de responsabilidad de los partidos cuando dicho poder se ejerce mal o negligentemente.
Esc¨¢ndalos como el de la Asamblea de Madrid no s¨®lo indignan a la mayor¨ªa de los ciudadanos y alejan a los j¨®venes de nuestras instituciones, sino que hacen saltar las alarmas y alientan la imaginaci¨®n de los legisladores con nuevas medidas punitivas de corruptores y corruptos. T¨®mense este tipo de medidas si se creen necesarias. Pero no son medidas ex post las que m¨¢s necesitamos. Mejor los controles a la entrada que a la salida. Lo que precisamos son medidas preventivas; procedimientos y mecanismos que vigilen la entrada en la pol¨ªtica; buenos guardianes que criben y seleccionen a los aspirantes. Porque la calidad de nuestra representaci¨®n depende m¨¢s del escrutinio que hayan realizado los partidos al seleccionar a sus candidatos que de la capacidad -m¨¢s bien limitada- de los ciudadanos para calibrar la honorabilidad de sus representantes.
Cuenta Arist¨®teles c¨®mo en la Atenas del siglo IV antes de Cristo funcionaba una instituci¨®n denominada la dokimas¨ªa. Como los cargos de la Administraci¨®n eran elegidos mediante sorteo -salvo los diez estrategos, que lo eran por votaci¨®n-, hab¨ªa que proceder previamente al examen de su elegibilidad. ?stos deb¨ªan responder a cuestiones como su filiaci¨®n, el demos del que formaban parte, si participaban en alg¨²n culto y en qu¨¦ santuarios, si ten¨ªan tumbas y d¨®nde estaban, si pagaban los impuestos o si hab¨ªan cumplido el servicio militar. No se trataba de calibrar la aptitud o ineptitud profesional para el cargo, sino si el candidato reun¨ªa las cualificaciones c¨ªvicas y morales. En tales procesos, seg¨²n explicaba Lisias, el sometido a examen no ten¨ªa que defenderse de unas acusaciones, sino que deb¨ªa "dar raz¨®n de toda la vida". Por supuesto que a la salida del cargo deb¨ªa responder de sus actos; pero antes se preocupaban por todos los medios de controlar la entrada.
No era mala instituci¨®n esta de la dokimas¨ªa, que poco o nada tiene que ver desgraciadamente con el funcionamiento de los comit¨¦s de listas electorales de los partidos. Pero es evidente que aquella funci¨®n de "filtro" de la que hablaba Arist¨®teles corresponde hoy a todos y cada uno de los partidos pol¨ªticos. Suya es la funci¨®n y suya es la responsabilidad. Y estoy convencido de que, si se lo toman en serio y se hace con rigor la selecci¨®n de los candidatos, no ser¨¢ dif¨ªcil encontrar entre tantos miles de ciudadanos a ese pu?ado de representantes que, lejos de abochornarnos a todos, permitan celebrar el veinticinco aniversario de la Constituci¨®n reconciliando a los j¨®venes con la pol¨ªtica y recuperando la soberan¨ªa hoy secuestrada.
Virgilio Zapatero es rector de la Universidad de Alcal¨¢ y catedr¨¢tico de Filosof¨ªa del Derecho.
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