Construir una alternativa
Puede que un quiromante tenga alg¨²n acceso privilegiado a los secretos del futuro; el resto de los mortales s¨®lo dispone de los instrumentos de la reflexi¨®n y las conjeturas cuando se enfrenta a enigmas del estilo ?qui¨¦n ganar¨¢ las pr¨®ximas elecciones? Para ello hay que explicar algunas cosas que suponen un cierto rodeo, pero permiten comprender qu¨¦ significa construir una alternativa, por qu¨¦ resulta esto tan dif¨ªcil y al mismo tiempo tan necesario para que el sistema democr¨¢tico permita verdaderamente articular el pluralismo de la sociedad. Dentro de diez minutos y, sobre todo, de diez meses podr¨¢ juzgarse con m¨¢s precisi¨®n si ese rodeo val¨ªa la pena.
Una de las causas de la actual desafecci¨®n pol¨ªtica es la dificultad de configurar alternativas y hacer visibles posibilidades diferentes. Para que haya alternativa real no basta con proclamarlo o exigirlo, ni con definirse como diferente o postularse para sustituir a los que gobiernan; esos discursos, por s¨ª solos, no construyen una alternativa, para lo que adem¨¢s es necesario convencer de que se van a hacer cosas distintas. La pol¨ªtica es elecci¨®n (su acto central son precisamente las elecciones) y para elegir tiene que haber diferencias, aunque ¨¦stas no vayan a ser tan gruesas como en ¨¦pocas pasadas.
Pero la crisis de las ideolog¨ªas y la imposici¨®n hegem¨®nica de unos modelos correctos han estrechado el campo de las posibilidades y, lo que es m¨¢s grave, han convencido a las propias fuerzas pol¨ªticas de que se impone no desentonar en exceso y subrayar las coincidencias. Da la impresi¨®n de que para ganar unas elecciones no hay que tratar de convencer a los ciudadanos de la necesidad de otra pol¨ªtica, sino de que otros podr¨ªan hacer mejor eso mismo. Ganar unas elecciones equivale meramente a sustituir, quitar y poner; nadie se arriesga a proponer algo distinto, y eso lo sabe bien el que manda, cuya estrategia consiste precisamente en arrojar sobre la oposici¨®n la sospecha de que quiere cambiar algo. Pero la oposici¨®n corre as¨ª el riesgo de que a los ciudadanos no les compense la alternancia para que nada cambie y se decidan por la continuidad, que prefieran, como suele decirse, el original a la fotocopia. La estrategia m¨¢s rentable para los gobiernos es convencer a los electores de que cuanto hace la oposici¨®n no es sino aventurismo y desvar¨ªo, riesgos innecesarios que ponen en peligro la estabilidad institucional. Todo esto da lugar a una discusi¨®n absurda: la oposici¨®n se hace perdonar asegurando que no quiere cambiar nada y el Gobierno acusa a la oposici¨®n de querer cambiarlo todo.
Esta t¨¢ctica pol¨ªtica viene combin¨¢ndose con una nueva ocupaci¨®n de los espacios pol¨ªticos que da lugar a no pocas incomodidades. La debilitaci¨®n del antagonismo entre la derecha y la izquierda hace que el antagonista se convierta en competidor con la id¨¦ntica pretensi¨®n de conquistar el centro pol¨ªtico. Dejan de considerarse antagonistas porque aspiran precisamente a lo mismo. La lucha pol¨ªtica se enrarece no cuando hay una gran tensi¨®n ideol¨®gica, sino cuando todos quieren m¨¢s o menos lo mismo. Al otro no se le combate desde posiciones diferentes, sino que se trata de ocupar su lugar, rob¨¢ndole argumentos o desplaz¨¢ndole del campo de juego.
El estrechamiento de la pol¨ªtica hacia un centro difuso es compatible con una apariencia de polarizaci¨®n e incluso con la bronca parlamentaria ocasional, esos simulacros de combate que a veces funcionan como suced¨¢neos de la verdadera confrontaci¨®n ideol¨®gica. La controversia es algo ritualizado y mec¨¢nico incluso en sus momentos m¨¢s agitados. No son esos espect¨¢culos lo que desanima al ciudadano, sino la oferta indiferenciada, la carencia de perfil o definici¨®n propia de los asuntos pol¨ªticos.
En este panorama, la alternancia electoral s¨®lo puede esperarse de la naturaleza o de la moral, no de la pol¨ªtica; los vuelcos estar¨ªan originados en circunstancias casuales, golpes del destino, que bajo la forma de cat¨¢strofes naturales o esc¨¢ndalos de corrupci¨®n se desean secretamente como ¨²nicas causas de giro en una normalidad pol¨ªtica de la que ha desaparecido el antagonismo. Reformulando aquella c¨¦lebre frase, habr¨ªa que recordar que "es la pol¨ªtica, est¨²pidos" lo que ha de hacerse, especialmente en medio de la euforia pacifista, cuya traducci¨®n electoral ha sido m¨¢s bien escasa, precisamente porque para eso lo que hay que hacer es pol¨ªtica. Las grandes indignaciones establecen frentes morales y corrientes in¨¦ditas de solidaridad, pero de ah¨ª a ganar unas elecciones discurre un trecho que ha de recorrerse con una buena pol¨ªtica. Cuando no se tiene otra pol¨ªtica que ofrecer, s¨®lo cabe implorar un golpe de suerte que modifique el campo de batalla. Ahora bien, esperar que el trabajo propio lo hagan las mareas o los errores colosales del adversario es, por lo general y salvo contadas excepciones, una forma de prepararse para la derrota.
La dificultad de la izquierda para articular una alternativa se debe inicialmente a la hegemon¨ªa con que se han ido estableciendo unas pr¨¢cticas pol¨ªticas que no se presentan como opciones discutibles, sino como realidades inevitables. Pero este "radicalismo de centro" no se hubiera instalado con tanta comodidad sin la inestimable colaboraci¨®n de una buena parte de la izquierda, que ha asumido estos par¨¢metros con la esperanza de alcanzar as¨ª mayor¨ªas de gobierno tras una era de especial incertidumbre ideol¨®gica. La tendencia de los partidos socialdem¨®cratas a realizar una pol¨ªtica de centro, consolidada en el proyecto de la llamada tercera v¨ªa, supuso una claudicaci¨®n frente a los principios dominantes. La socialdemocracia moderada ha contribuido a sacralizar el consenso, a desdibujar la distinci¨®n entre la izquierda y la derecha (de sus respectivas sensibilidades, de sus temas preferentes, de sus particulares enfoques), y a ofrecer pactos en vez de hacer oposici¨®n. Con la renuncia al antagonismo democr¨¢tico desaparece la idea de alternativa, se pierde la posibilidad de una forma leg¨ªtima de expresi¨®n de las resistencias contra las relaciones de poder dominantes. ?ste es, a mi juicio, el verdadero problema de una cierta izquierda en estos momentos: que acepta el terreno de juego establecido por sus adversarios, abandona la lucha por definir ese campo y se contenta con que le dejen jugar en esas condiciones desventajosas. A partir de ah¨ª, quejarse de que el Gobierno instrumentaliza la constituci¨®n o los pactos es un lamento de perdedor.
Pero no es posible que la izquierda y la derecha tengan la misma concepci¨®n de la seguridad o de la forma del Estado o del futuro de las prestaciones sociales. A la izquierda ha de exig¨ªrsele que politice tales asuntos, que cuestione esas definiciones dominantes y proponga otras distintas, acaso mejores. Deber¨ªa plantear una batalla espec¨ªficamente pol¨ªtica y en el punto de partida, frente a los intentos de reducir la sociedad a un entramado de relaciones econ¨®micas o de afrontar los problemas sociales con otras l¨®gicas, en t¨¦rminos de rentabilidad o con instrumentos jur¨ªdicos o morales.
Y es aqu¨ª donde aparece un nuevo horizonte de encuentro con los nacionalismos. No me refiero solamente a que haya una necesidad de acuerdo para configurar una mayor¨ªa alternativa, sino a la existencia de un espacio com¨²n de discusi¨®n y acuerdo. Es muy probable que en 2004 cualquier alternativa deba contar de una u otra manera con los nacionalistas, pero no son esas razones estrat¨¦gicas lo que ahora me interesa, sino algo menos coyuntural y que resulta necesario para la renovaci¨®n de la democracia.
Las izquierdas y los nacionalistas podr¨ªan afrontar un proceso de profundizaci¨®n en el pluralismo. Se tratar¨ªa de tomarse el pluralismo en serio, en el contexto de la transformaci¨®n del Estado nacional y la idea cl¨¢sica de soberan¨ªa, y sin miedo al principio de que el destino de las comunidades est¨¢ en su libre disposici¨®n. Abordar la pol¨ªtica de la identidad desde esta perspectiva supone una radicalizaci¨®n democr¨¢tica en la medida en que protege el pluralismo de cualquier intento de cierre o cosificaci¨®n. Los enfrentamientos ideol¨®gicos o identitarios no constituyen necesariamente un peligro para la democracia, que m¨¢s bien procede de la falta de discusi¨®n, la presi¨®n unanimista y la imposici¨®n de lo pol¨ªticamente correcto. Si la democracia es imposible sin un cierto consenso, tambi¨¦n debe permitir que las diferencias se expresen y que se constituyan identidades colectivas en torno a posiciones diferenciadas. Declarar como algo superado los antagonismos de identidad o las diferencias ideol¨®gicas indica una voluntad de no tomarse en serio el pluralismo de los valores en pol¨ªtica.
Daniel Innerarity es profesor de Filosof¨ªa en la Universidad de Zaragoza.
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