El arrojado Lawrence de Creta
Le ped¨ª a un h¨¦roe que me hablara de otro. Patrick Leigh Fermor (1915), que protagoniz¨® una de las grandes aventuras de la II Guerra Mundial al capturar al general Kreipe, s¨®lo vio en una ocasi¨®n a John Pendlebury (1904-1941), el tuerto Lawrence de Creta, poco antes de la invasi¨®n de la isla por los paracaidistas alemanes que lo mataron. Fue en la cueva en Heraklion, donde estaba instalado el cuartel general brit¨¢nico, y Leigh Fermor, entonces joven oficial de Inteligencia, no ha olvidado, 62 a?os despu¨¦s, la impresi¨®n que le produjo aquel d¨ªa Pendlebury, pese al cont¨ªnuo ulular de los stukas que machacaban la zona con sus bombas y la siniestra premonici¨®n del desastre que se avecinaba. "Ilumin¨® la caverna y disip¨® nuestros negros pensamientos con su presencia". La voz de Leigh Fermor me llegaba, lejana y con una nota de imprecisa tristeza, a trav¨¦s del tel¨¦fono, desde el Worcestershire, donde el escritor y antiguo agente de los servicios secretos del ej¨¦rcito (SOE, Special Operations Executive) en la resistencia antinazi cretense, reside en alternancia con su casa en el sur del Poloponeso.
Educado en Cambridge, egipt¨®logo, helenista, campe¨®n deportivo, luchador contra los nazis, Pendlebury es un gran personaje rom¨¢ntico
Rifle en bandolera
?C¨®mo era Pendlebury?, le pregunt¨¦, tras recordar ambos nuestro encuentro en Londres hace dos a?os y asegurarle yo, para su satisfacci¨®n, que segu¨ªa perseverando en la lectura de Horacio. "Muy alto y de aspecto muy saludable, atractivo. Aquel d¨ªa iba de uniforme, pero con un rifle en bandolera y una canana llena de cartuchos a la manera de un kapetanios, un jefe de la guerrilla cretense. No pude dejar de fijarme en su c¨¦lebre ojo de cristal, que se dec¨ªa sol¨ªa dejar sobre la mesa de su despacho para indicar que volver¨ªa pronto. Llevaba en la mano el famoso bast¨®n estoque. Y cuando alguien le pidi¨® que lo mostrara, sac¨® la hoja de la vaina con un ¨²nico giro de la mu?eca y traz¨® un rel¨¢mpago letal mientras exhib¨ªa una gran sonrisa". ?Qu¨¦ diablo de hombre deb¨ªa ser Pendlebury para despertar la admiraci¨®n de alguien como Leigh Fermor! A raiz de lo del bast¨®n estoque, que Pendlebury consideraba el arma ideal contra los paracaidistas, hablamos de esgrima. "No creo que ¨¦l la practicara deportivamente, pero, claro, como sabe, hab¨ªa recibido entrenamiento de caballer¨ªa en Weedon antes de ser nombrado capit¨¢n de inteligencia militar y enviado de vuelta a Creta para organizar la defensa de la isla con los irregulares
[us¨® esta deliciosa palabra] bajo la tapadera de su puesto de vicec¨®nsul en Heraklion". Leigh Fermor estornud¨® y me pareci¨® notar a trav¨¦s de la l¨ªnea que le abrumaba s¨²bitamente el peso de tantas aventuras y tanta vida. "Mi mujer ha muerto recientemente", musit¨® por fin tras un largo silencio. Joan Leigh Fermor, hija de Bolton Eyres, el vizconde Monsell, que fuera Primer Lord del Almirantazgo, ten¨ªa 91 a?os al fallecer el pasado 4 de junio y hab¨ªa acompa?ado a su marido desde que se conocieron durante la guerra en El Cairo. La noticia de la muerte de esa gran mujer, amiga de Lawrence Durrell, Giacometti, Balthus y Chatwin, ti?¨® de nostalgia la conversaci¨®n en torno a Pendlebury, como si todo un mundo maravilloso y excitante desapareciera mientras yo trataba, ingenuamente, de evocarlo. Me vino a la cabeza aquella frase de un personaje de Conrad: "Sent¨ª en mi coraz¨®n que cuanto m¨¢s se aventura uno, mejor se comprende que todo en nuestra vida es vulgar, insuficiente y vac¨ªo".
La primera noticia de la existencia de John Pendlebury, del que existe una reciente biograf¨ªa, The rash adventurer, de Imogen Grundon (2002), la obtuve en las p¨¢ginas del Akenathon de Nicholas Reeves. All¨ª aparec¨ªa la famosa foto suya tomada en Tell el Amarna, entre las ruinas de la capital del fara¨®n hereje -la excavaci¨®n de la cual dirigi¨® durante siete a?os, desde 1930-, con el torso desnudo y luciendo un collar fara¨®nico digno de Nefertiti, con cuyo c¨¦lebre retrato escult¨®rico compart¨ªa, claro, la falta de un ojo.
Educado en Cambridge, egipt¨®logo, helenista, campe¨®n de atletismo, luchador por la libertad de Grecia, arrojado soldado y guerrillero, incorregiblemente rom¨¢ntico, Pendlebury aparece como un personaje incre¨ªble y deslumbrante. La comparaci¨®n con T. H. Lawrence, aunque Pendlebury no ten¨ªa la complejidad psicol¨®gica ni el desgarro -y no me refiero a la penosa peripecia de Dera- del rey sin corona de Arabia, no es gratuita. Ambos, eruditos y arque¨®logos, verdaderos aventureros e individualistas, se pusieron al frente de guerrillas extranjeras, tropas marginales, desde?ando la masificaci¨®n de la guerra convencional moderna (v¨¦ase La gloire de l'aventure, gen¨¨se d'une mystique moderne 1850-1940, de Sylvain Venayre).
Nacido el 12 de octubre de 1904, hijo ¨²nico de un cirujano al que siempre profes¨® una extrema devoci¨®n, y de la hija de un magnate naviero, John Devitt Stringfellow Pendlebury, mostr¨® desde joven una vitalidad, un coraje y una pasi¨®n por la cultura excepcionales. Tenaz e impetuoso, la p¨¦rdida del ojo en la infancia a causa de un accidente seguramente tuvo que ver con el exacerbado desaf¨ªo en que convirti¨® su vida. "Parec¨ªa el h¨¦roe de una novela rom¨¢ntica, un joven dorado elegido por la fortuna", escribe de ¨¦l Dilys Powell en The Villa Ariadne (2001), un hermoso libro centrado en el palacete que fue la base de operaciones de la arqueolog¨ªa brit¨¢nica en Creta -y luego la sede del comandante de ocupaci¨®n alem¨¢n-. No fue, sin embargo, Pendlebury un puritano, y para las marchas por las monta?as cretenses aconsejaba llevar esp¨¢rragos, caviar y foie-gras.
Excavaciones
Compagin¨® su doble inter¨¦s en Egipto (auspiciado por el mism¨ªsimo Wallis Budge) y Grecia, realizando campa?as de excavaci¨®n en uno y otro suelo. En Atenas conoci¨® a una compatriota arque¨®loga, Hilda White, 13 a?os mayor que ¨¦l, con la que se cas¨® y tuvo dos hijos. En 1929 fue nombrado conservador de Cnossos, los predios del gran sir Arthur Evans, con el que trabaj¨® y cuyos discutibles m¨¦todos, teor¨ªas y restauraciones critic¨® (v¨¦ase Minotaur, de Alexander MacGillivray, 2000). Pendlebury introdujo algunos cambios en la victoriana rutina de Villa Ariadna e hizo instalar una pista de tenis.
Durante a?os, mientras escrib¨ªa una gran gu¨ªa arqueol¨®gica de Creta, se dedic¨® a recorrer toda la isla en extenuantes marchas. Este trabajo de exploraci¨®n y los contactos y amistades que forj¨® -los duros monta?eros cretenses se rindieron ante el encanto del joven ingl¨¦s que aguantaba la bebida y trepaba los riscos como ellos- le convirtieron en un personaje clave cuando estall¨® la II Guerra Mundial. Pendlebury fue enviado como "nuestro hombre en Heraklion" para reclutar y organizar la guerrilla cretense en previsi¨®n de la invasi¨®n alemana. "Necesito diez mil rifles", dec¨ªa acompa?ado por una banda de viejos luchadores con aspecto de degolladores con los que realiz¨® alguna misi¨®n digna de Los ca?ones de Navarone. Cuando en mayo lleg¨® la invasi¨®n alemana, es l¨®gico que -en contra de lo que opina Antony Beevor en su estupendo libro Creta, la batalla y la resistencia (2003)- Pendlebury fuera un objetivo primordial de las fuerzas atacantes. Y as¨ª, mientras la tierra se oscurec¨ªa bajo la sombra atroz de los paracaidistas nazis, se apag¨® el destello de su vida, como lo hizo el fulgor de la hoja de acero, aquel d¨ªa en la cueva de Heraklion, al devolverla el h¨¦roe, sonriendo, a su vaina.
El ojo de cristal y las pesadillas de Hitler
LA MANERA EN QUE CAY? PENDLEBURY EN CRETA es confusa. Parece que en los primeros compases de la acci¨®n se vio envuelto en una lucha cuerpo a cuerpo con soldados alemanes en Kaminia, a las afueras de Heraklion, y result¨® herido en el pecho (algunos testigos dijeron haberlo visto dar cuenta de tres paracaidistas con su rev¨®lver, lo que indicar¨ªa que pese al ojo de cristal ten¨ªa buena punter¨ªa). Llevado a una granja por unos campesinos, un m¨¦dico alem¨¢n le realiz¨® una primera cura, pero al d¨ªa siguiente otro grupo de paracaidistas lo sacaron del lecho, lo pusieron contra un muro y lo fusilaron. El capit¨¢n Pendlebury entr¨® a formar parte inmediatamente de la leyenda en el coraz¨®n de los cretenses. Corri¨® la voz esperanzada de que permanec¨ªa escondido en las monta?as y se dijo tambi¨¦n que un espantado Hitler hab¨ªa hecho desenterrar el cuerpo para estar seguro de su muerte y que el ojo de cristal del h¨¦roe reposaba desde entonces en la mesilla de noche del F¨¹hrer, llen¨¢ndole de pesadillas. La verdad es que Pendlebury yaci¨® bajo una cruz de madera cerca de la Puerta Canea de Heraklion hasta que su cuerpo, hartos los nazis del continuo homenaje floral de los locales, fue trasladado a la zona inglesa del cementerio de la ciudad y, tras la guerra, al camposanto militar brit¨¢nico de Canea, donde el h¨¦roe a¨²n descansa a la espera, seg¨²n algunos cretenses y otros esp¨ªritus rom¨¢nticos, de que sea necesario volver a alzarse para luchar por la libertad.
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