Makand¨¦
Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald tiene una casa en La Jara, entre Chipiona y Sanl¨²car, a pocos metros de la playa. C¨®mplices de nocturnidad en chiringuitos y ventas, nos saludamos a principios de julio y nos despedimos cuando septiembre ense?a sus colmillos de elefante azul, pac¨ªfico y desorientado. En la ¨²ltima noche del adi¨®s veraniego, suelo preguntarle si ha estado en la playa, y Pepe responde, con un tradicional aire de arrepentimiento, que no, que no ha tenido oportunidad. La pregunta y la respuesta se han convertido en un rito, en una celebraci¨®n de la poca simpat¨ªa que sentimos ante las pr¨¢cticas multitudinarias de los ba?os, las toldillas, la sal en la piel, los gritos y la exaltaci¨®n dominguera. Asusta el fragor de una batalla que se cumple alma a alma, cuerpo a cuerpo, en las arenas de un v¨¦rtigo implacable, literal, acalorado, dispuesto a confundir las espumas del sol y los rayos del mar, el sudor de las piedras y los minerales de la espalda. Se comprender¨¢ que no me hizo mucha ilusi¨®n salir de casa un mediod¨ªa de domingo, urgido por la necesidad de los amigos, en busca de latas de cerveza, hasta acabar en un chiringuito de playa.
All¨ª estaba Arist¨®teles, en busca de unas botellas de vino y unas latas de cerveza
Se trataba, adem¨¢s, del chiringuito que tienen Los Morancos en la playa de Rota. Conozco bien esta playa a la luz del atardecer, cuando el paseante puede disfrutar de un paisaje casi deshabitado, con la silueta de C¨¢diz en un extremo de la Bah¨ªa y las gr¨²as incesantes de Costa Ballena al otro, cortando un camino que se pierde en la lejan¨ªa hacia la desembocadura del Guadalquivir. La Playa de la Costilla, la playa larga de Rota, va cambiando de nombre seg¨²n las necesidades de orientaci¨®n de sus frecuentadores, ya sea para sembrar toldillas a pleno sol, ya sea para buscar caracolas o versos sueltos a la ca¨ªda de la tarde. Uno empieza a caminar junto al muelle, en El Caracol, sigue por La Costilla propiamente dicha, cruza Virgen del Mar, luego se avanza por La Forestal, por el Hotel Playa, y se acaba disfrutando de los pinares y de la zona nudista de Punta Candor, en direcci¨®n a Pegina. Son varios kil¨®metros de arenas, urbanizadas o v¨ªrgenes, y resulta inimaginable que semejante eternidad se pueda llenar de ba?istas.
Pero los domingos de agosto pueden con cualquier extensi¨®n, lo s¨¦ por experiencia. Cuando el poeta ?ngel Gonz¨¢lez descubri¨® que la nevera se hab¨ªa quedado sin latas de cerveza y la despensa sin botellas de vinos, tuvimos que salir a enfrentarnos con la realidad de un mediod¨ªa dominguero, pidiendo clemencia en la barra del Makand¨¦, el chiringuito de Los Morancos, entre La Forestal y El Hotel Playa. Uno no debe maltratar a sus invitados con neveras vac¨ªas, as¨ª que me atrev¨ª a bajar a la playa en una hora de m¨¢xima efervescencia, cuando el mundo se disuelve en el agua como un medicamento contra la resaca del espanto. ?ngel se acerca a los 80 a?os con la hermos¨ªsima figura del anciano venerable, due?o de una pac¨ªfica barba blanca y de una sonrisa templada, consoladora, a prueba de cualquier cat¨¢strofe. Ya en 1988, cuando estaba empezando a hablar y a abrir las puertas de la casa, mi hija Irene confundi¨® al poeta asturiano con fray Leopoldo, h¨¦roe de la santidad granadina. Por eso no me extra?¨® o¨ªr, en cuanto entramos en los territorios del Makand¨¦, que alguien le daba la bienvenida a Arist¨®teles. En efecto, all¨ª estaba Arist¨®teles, en busca de unas botellas de vino y unas latas de cerveza, rodeado por una multitud de olores, de gritos, de risas y de necesidades, verdadero almac¨¦n del humor popular de Los Morancos. Mis primeras dudas religiosas me surgieron de ni?o al pensar en la imposible existencia de un cielo capaz de albergar a todos los salvados, una extensi¨®n que reuniera siglo tras siglo, en cuerpo y alma, a los seres que hubiesen muerto en paz con Dios. Las playas de los domingos de agosto desmienten mi incredulidad, porque son ese cielo multitudinario, aunque contagiado por la desesperaci¨®n de la vida, con sus gordos y sus gordas, sus flacos y sus flacas, sus olores a sardinas, sus pugnas por una cerveza y sus ¨¢ngeles, que vienen a ducharse en los servicios municipales y se meten por los ojos, como la arena que se escapa de las palas y los cubos infantiles. San Pedro toca una campana festiva y ruidosa cada vez que el alma de una propina entra en el reino del bote.
Pese a la incomodidad, me sent¨ª conmovido por la felicidad de la gente y le propuse a Arist¨®teles tomar una cerveza all¨ª, antes de volver con nuestro cargamento a casa. No conviene olvidarse de las urgencias humanas y de los para¨ªsos modestos y concurridos, porque s¨®lo a trav¨¦s de ese paisaje es posible pisar alguna orilla. Al fondo est¨¢ el mar, con sus lecciones milenarias y sus promesas. El sudor y la nostalgia, la sabidur¨ªa callejera y la dignidad, las sardinas y los sue?os, las risotadas y la iron¨ªa, Los Morancos y Arist¨®teles, eso es la playa.
uis Garc¨ªa Montero (Granada, 1958) recibi¨® el Premio Nacional de Poes¨ªa en 1995. Su ¨²ltimo libro de poemas es La intimidad de la serpiente.
L
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