Tres libros y una isla
Un minuto m¨¢s tarde, el agua ya le llegaba hasta las rodillas. No s¨®lo repar¨® en eso, sino tambi¨¦n en que no estaba tan fr¨ªa. Pero, sin duda, al menos su rodilla derecha hab¨ªa quedado propensa a una cierta sensibilidad luego de aquella operaci¨®n de meniscos tras un desdichado partido de cr¨ªquet. Record¨®, caprichosa e inoportunamente, que una multitud de m¨¦dicos hab¨ªa presenciado la cirug¨ªa en un quir¨®fano que no resist¨ªa tanta gente. Diecis¨¦is m¨¦dicos, para ser m¨¢s precisos, asomados al tajo perpetrado en el sector interno de la rodilla, murmurando, haciendo comentarios inoportunos o admirando la precisi¨®n milim¨¦trica del doctor L¨®pez Anido, el m¨¢s reputado de la ¨¦poca.
-?Se?or Roy Mendoza, se?or Abelardo Roy Mendoza! -es-cuch¨®, a sus espaldas, los gritos de Olembe, el camarero camerun¨¦s, sac¨¢ndolo de su peligroso ensimismamiento-. ?Ad¨®nde va, se?or Roy Mendoza?
"Se?or Roy -insisti¨® Olembe, algo asustado, atrevi¨¦ndose a tomarle por el brazo-. Los botes salvavidas quedan hacia el otro lado, hacia babor. Marcha usted en sentido contrario"
"Una alarma estridente, que vibraba a intervalos cortos, como las sirenas policiales, le pon¨ªa un toque de dramatismo a una tarde como tantas en el mar del Norte, gris y opaca"
"No confiaba demasiado en las versiones alarmistas de Olembe con respecto a la capacidad de los botes. Una persona m¨¢s, en suma, no afectar¨ªa demasiado a la embarcaci¨®n"
"Temi¨® que, cientos de a?os m¨¢s tarde, buscadores de tesoros, grupos de historiadores submarinistas, s¨®lo rescataran eso del crucero hundido: un preservativo"
"En el camino hasta la puerta, pens¨® Roy Mendoza, quiz¨¢ tuviera la fortuna de cruzarse con alg¨²n tercer libro apetecible, de los tantos que flotaban a su alrededor"
"Roy comprendi¨® que no tendr¨ªa demasiado tiempo. Mascull¨® insultos por lo bajo. La prudencia le instaba a abandonar la b¨²squeda y correr hacia la cubierta"
Tal vez hab¨ªa sido un error deslizarle veinte libras esterlinas disimuladamente en el bolsillo a ese buen hombre al comienzo de la traves¨ªa. Desde aquel momento no hab¨ªa podido quit¨¢rselo de encima, ni siquiera cuando trataba de refugiarse en su camarote. Hasta all¨ª le segu¨ªa el moreno, poni¨¦ndose a su entera disposici¨®n, parloteando en un franc¨¦s tan imperfecto como gracioso, insistiendo en ofrecerle licores o pastillas para el mareo.
-Es que lo he hecho siempre -se justificaba luego Roy Mendoza charlando despreocupadamente con el poderoso industrial George Sevenpool en la cubierta del barco-. En las reuniones de Buenos Aires, aun en las de mucha categor¨ªa, usted le desliza algunas monedas a los camareros, y ellos le atender¨¢n de maravilla durante toda la noche. No le dejar¨¢n sin bebida y apartar¨¢n las mejores presas de pavo para su mesa.
-Mi estimado Roy -hab¨ªa re¨ªdo francamente Sevenpool-. No me lo diga a m¨ª. Usted desliza unas monedas y no s¨®lo consigue favores de los camareros. Tambi¨¦n puede recibirlos de senadores, diputados y gobernantes.
-Por cierto -aprob¨® Roy Mendoza, divertido-. Aprend¨ª este recurso de un pariente lejano, estanciero, apellidado Mitre, familia de pr¨®ceres.
-Se?or Roy -insisti¨® Olembe, algo asustado, atrevi¨¦ndose a tomarle por el brazo-. Los botes salvavidas quedan hacia el otro lado, hacia babor. Marcha usted en sentido contrario.
-Lo s¨¦, fiel Olembe -Roy Mendoza se tom¨® prestamente de la barandilla del pasillo. El Halifax hab¨ªa crujido, inclin¨¢ndose aun un poco m¨¢s-. Pero ir¨¦ primero a la biblioteca.
-?A la biblioteca? -los ojos de Olembe se abrieron exageradamente.
-S¨ª. Quiero llevarme algo para leer.
-?Leer?
De un discreto tir¨®n, Roy liber¨® su brazo de la mano del negro. Hubiera sido una p¨¦rdida de tiempo procurar explicarle.
-Es que eso le llevar¨¢ tiempo, se?or Roy -se quej¨® Olembe, desolado-. Y sabr¨¢ que no hay lugar para todos en los botes salvavidas.
Roy Mendoza ya hab¨ªa comenzado a caminar, trabajosamente a causa del nivel del agua, hacia el fondo del pasillo. Se detuvo para mirar a Olembe, mientras pasaba a su lado, casi atropell¨¢ndole, un tropel de pasajeros desencajados.
-?Han repetido el error del Titanic? -pregunt¨®.
Olembe, ahora tambi¨¦n aferrado a una escalerilla, le mir¨®, confuso. Parec¨ªa ser la primera vez que escuchaba ese nombre.
-Le buscar¨¦ un salvavidas -opt¨® por decir el mucamo, y d¨¢ndose vuelta brace¨® aparatosamente hacia la cubierta, dificultada su marcha por el oleaje, si bien no fuerte, constante. Una alarma estridente, que vibraba a intervalos cortos, como las sirenas policiales, le pon¨ªa un toque de dramatismo a una tarde como tantas en el mar del Norte, gris y opaca.
-?Lo prefiere de corcho o inflable? -grit¨® Olembe, ya desde cubierta. Roy insult¨® por lo bajo.
-De corcho -grit¨® a su vez, retomando el rumbo hacia la biblioteca.
Le hab¨ªa quedado cierta debilidad pulmonar luego de una pancreatitis contra¨ªda una tarde lluviosa y fr¨ªa en Amberes, donde estaba con motivo de la Feria del Libro Merovingio de 1985, y tem¨ªa no poder inflar correctamente un salvavidas en caso de tener que hacerlo. Ten¨ªa la idea, vaga, de que esos salvavidas se inflaban autom¨¢ticamente, pero tambi¨¦n esos sistemas pod¨ªan fallar. Lament¨® no haber prestado demasiada atenci¨®n a las azafatas en el ¨²ltimo vuelo que hab¨ªa abordado, hac¨ªa ya mucho, cuando ellas, con lentos movimientos de teatro coreano, indicaban c¨®mo lucir correctamente un salvavidas inflable, que primero deb¨ªa rescatarse de la inaccesible parte inferior de la butaca. Esa falta de espacio, esa promiscuidad vestida de adelanto t¨¦cnico, hab¨ªa alejado a Roy Mendoza definitivamente de los aviones. Por otra parte, el corcho era el corcho -pensaba-, y siempre hab¨ªa conservado una misma condici¨®n de flotabilidad y una misma conducta, incluso en su otra funci¨®n: la de mantener intactas las virtudes m¨¢s nobles del buen vino.
Roy sonri¨® brevemente, oscilando su cuerpo de un flanco al otro del pasillo ante cada nuevo y preocupante crujido del Halifax al inclinarse. Deb¨ª haber marchado hacia la bodega -pens¨®- y no hacia la biblioteca. Pero el fr¨ªo de la zona, se le dio por reflexionar, no ser¨ªa ben¨¦volo con los tintos en caso de tener que conservarlos a la intemperie. Incluso el Chateauneuf du Pape del valle del R¨®dano, un Grand Cru que bebiera la noche anterior con el jeque Salaheddine el Bassir, no hubiese soportado demasiado bien el agitado bamboleo de una barca salvavidas.
Roy Mendoza tom¨® a buen ritmo una curva del pasillo, agradeciendo que no se hubiesen apagado a¨²n las luces y que ya casi no aparecieran en sentido contrario m¨¢s pasajeros en estado de alarma, dificultando su marcha hacia la biblioteca de la Primera Clase. No confiaba demasiado en las versiones alarmistas de Olembe con respecto a la capacidad de los botes. Una persona m¨¢s, en suma, no afectar¨ªa demasiado a la embarcaci¨®n. Roy era delgado y pod¨ªa meterse en cualquier lugar. Nadie rechazaba tampoco, livianamente, la compa?¨ªa de un intelectual, con su conversaci¨®n amena y sus opiniones atinadas. Cruz¨®, apoy¨¢ndose en columnas y mesas, el sal¨®n comedor. Flotaban a su lado men¨²es y servilletas. En la tarima, adonde a¨²n no hab¨ªa llegado el agua, yac¨ªan entreveradas las sillas vac¨ªas de la orquesta. Apenas en uno de los costados un violinista persist¨ªa en su melod¨ªa, un prolongado solo de Las hojas muertas. Roy le reconoci¨®. Era el violinista ciego que en una oportunidad hab¨ªa estado conversando con ¨¦l en el sol¨¢rium, cuando abandonaban la escala en el puerto de Dresde. Sin duda, el maravilloso y rom¨¢ntico ejemplo ¨¦tico de la orquesta del Titanic, tocando hasta que las primeras olas heladas anegaron sus instrumentos, no hab¨ªa hecho escuela entre los otros m¨²sicos del pretencioso Halifax.
Roy vio un preservativo flotando junto a ¨¦l. Parec¨ªa una an¨¦mona y luc¨ªa descolocado, torpe e inoportuno en la elegante formalidad de la nave. Temi¨® que, cientos de a?os m¨¢s tarde, buscadores de tesoros, grupos de historiadores submarinistas, s¨®lo rescataran eso del crucero hundido: un preservativo. El l¨¢tex era inmune al castigo del tiempo y la intemperancia del agua salada, seg¨²n hab¨ªa le¨ªdo Roy en un volumen sobre la historia del caucho de Isaac Kletzkin.
Casi sin pensarlo, estaba frente a la doble puerta de la biblioteca. Constat¨®, mirando por la ventana en forma de ojo de buey, que dentro, salvo por el casi metro diez de agua, se ve¨ªa todo normal. Abri¨® las puertas batientes con dificultad y arremeti¨® hacia su bien conocida estanter¨ªa de Cl¨¢sicos Universales. Tres libros, tres libros solamente deb¨ªa elegir. Era de rigor, lo establecido, lo que respond¨ªa exactamente a la pregunta que tantas veces le hab¨ªan hecho con motivo de la Feria del Libro de Buenos Aires: "?Qu¨¦ tres libros se llevar¨ªa usted a una isla desierta?".
Se instal¨® frente a la estanter¨ªa y repas¨® los t¨ªtulos, procurando que el murmullo algo lejano del naufragio no le perturbara. A?os atr¨¢s, quiz¨¢ quince, veinte tal vez, hab¨ªa contestado a esa encuesta recurrente eligiendo uno de Tolstoi, otro de Vladimir Nabokov y otro de Borges. Pero siempre se sent¨ªa poco brillante, poco imaginativo recordando aquella maravillosa respuesta de Jean Cocteau frente a la pregunta: "?Qu¨¦ rescatar¨ªa usted de un incendio?". "El fuego", hab¨ªa respondido Cocteau, defenestrando, de ah¨ª en m¨¢s, todas las intenciones ajenas de ser ingenioso.
La voz familiar de Olembe le volvi¨® a la realidad. Ven¨ªa acerc¨¢ndose con esfuerzo, bordeando el sector de literatura infantil, con un salvavidas de corcho en la mano y el agua moj¨¢ndole la entrepierna. Coloc¨® el salvavidas por sobre la cabeza de Roy Mendoza, quien, como un ni?o empecinado en seguir jugando mientras le visten, no dej¨® de estudiar, ansioso, los t¨ªtulos de los libros. No obstante, Roy repar¨® en que Olembe s¨®lo llevaba puesto su uniforme de mucamo, algo descolocado el cil¨ªndrico birrete rojo.
-?Y tu salvavidas? -pregunt¨®, sin dejar de pasar la mano derecha sobre el lomo de los vol¨²menes, registrando sus nombres.
-No quedaba ninguno -dijo Olembe-. Pero no se inquiete. He nadado toda mi vida en el r¨ªo Dy¨¦rem.
Roy se frot¨® los labios con los dedos. Tom¨® un ejemplar voluminoso.
-A ¨¦ste lo llevo -dijo, poni¨¦ndolo debajo de su brazo izquierdo-. Es Ana Karenina, de Tolstoi.
Olembe carraspe¨®.
-?No... no es demasiado... gordo? -dijo.
-No puedes medir as¨ª la literatura, Olembe.
-Lo digo por el espacio en el bote, se?or Roy. Tal vez consiga alguna edici¨®n condensada, o de tapa blanda...
Roy Mendoza no contest¨®. Fijaba su vista ahora en los estantes superiores. Percibi¨®, sin mirar, cierta sensaci¨®n fr¨ªa en la regi¨®n p¨²bica. Supo que el agua no le dar¨ªa demasiado tiempo para la elecci¨®n.
-A la se?ora Vlaovic... -bal-buce¨® Olembe-... la ubica usted, la que viaja con el vendedor de armas, no la dejaron subir al bote con su m¨¢quina de coser. El capit¨¢n est¨¢ ciertamente exigente con el peso...
-El problema... -Roy se rascaba la barbilla-... el problema, Olembe, o la disyuntiva, es ¨¦sta... ?llevo un libro que ya he le¨ªdo y me ha gustado, como Los bajos fondos, de M¨¢ximo Gorki, que est¨¢ aqu¨ª... -golpe¨® con el ¨ªndice de su mano derecha sobre el lomo del libro mencionado-... o saco alg¨²n t¨ªtulo que siempre he querido leer y nunca lo hice... como P¨¢lida luz en las colinas, de Kazuo Ishiguro, que est¨¢ all¨¢ arriba?
Olembe frunci¨® la boca, como para un beso generoso.
-Le dir¨ªa -aventur¨®- que saque el que le quede m¨¢s a mano... Es muy poco el tiempo que nos resta antes de que se apaguen las luces...
-Debo considerar el riesgo... -hablaba como para s¨ª, Roy Mendoza-... el riesgo...
-De que se apaguen las luces -la voz de Olembe flaqueaba-. En cualquier momento ocurre.
-El riesgo de sacar un libro que no conozco y que luego resulte un fiasco total. Me ha pasado. Me pas¨®, recuerdo, con Breves magnolias de...
Un cimbronazo acompa?ado de un crujido, esta vez formidable, inclin¨® un poco m¨¢s la inmensa mole malherida del Halifax. Olembe dej¨® escapar una exclamaci¨®n de pavor.
-Me gusta releer -precis¨® Roy, sin prestar atenci¨®n al cimbronazo ni a la demandante sirena de la alarma que ululaba a intervalos m¨¢s y m¨¢s breves-. Uno encuentra matices diferentes en la segunda o tercera lectura. Parece mentira, pero, en ocasiones, se acrecienta el goce que se ha experimentado en la primera. Me sucedi¨® con... ?Ahora que me acuerdo!... ?D¨®nde est¨¢ la secci¨®n de literatura escandinava?
Olembe, tomado f¨¦rreamente de un pasamanos, mir¨® a Roy con desesperaci¨®n, mientras ¨¦ste abandonaba el flanco de la biblioteca para lanzarse dificultosamente, a trav¨¦s del agua encrespada, hacia el otro extremo, desde donde ya los libros, obligados por la inclinaci¨®n de la nave, sal¨ªan despedidos de sus anaqueles.
-?Se?or Roy! -reprob¨® Olembe. Roy Mendoza, que conservaba bajo su brazo izquierdo el libro de Tolstoi, se tom¨® de una de las mesas de lectura y se volvi¨® hacia el mucamo.
-Hazme un favor, Olembe -dijo, casi jadeando-. Sube a la cubierta y te pones en la cola para abordar los botes salvavidas. Gu¨¢rdame un lugar all¨ª... Yo voy enseguida -busc¨® algo en los bolsillos del pantal¨®n, que ya estaban bajo el nivel del agua-. Espera... Toma...
-No, se?or Roy -pareci¨® ofenderse Olembe-. Deje, me lo da despu¨¦s...
-No s¨¦ si tengo sencillo...
-Deje, deje... -Olembe ya tomaba camino hacia la salida de la biblioteca, rumbo a la cubierta principal-. Le guardar¨¦ un lugar, pero no se demore. En cualquier momento comienzan a bajar los botes al mar...
Con un esfuerzo tit¨¢nico de sus piernas, Roy Mendoza lleg¨® hasta las estanter¨ªas de literatura escandinava. Agradeci¨® haber practicado ciclismo durante tanto tiempo. A lo largo de una semana, en 1967, con una bicicleta italiana Pessotto de siete cambios, hab¨ªa recorrido el valle del Loire junto a Marcela, antes de que ella se desgarrara la falda, las enaguas y el m¨²sculo sartorio de la pierna derecha en una subida. Vio venir hacia ¨¦l, por el aire, casi ofreci¨¦ndose, La danza de Krishna, de Balachandra Rajan. No lo hab¨ªa le¨ªdo, pero le tentaba su elecci¨®n. Lo abri¨®, repasando apresuradamente los primeros p¨¢rrafos. La luz, la preciada luz, parpade¨® un par de veces, angustiosamente.
Roy comprendi¨® que no tendr¨ªa demasiado tiempo. Mascull¨® insultos por lo bajo. La prudencia le instaba a abandonar la b¨²squeda y correr hacia la cubierta. La prudencia tambi¨¦n le aconsejaba elegir cuidadosamente un libro, pues ya muchas veces se hab¨ªa desencantado desoladoramente con libros pretenciosos que no respond¨ªan luego a sus expectativas. Era un lector exigente. Le pon¨ªa de un oscuro malhumor seleccionar una lectura err¨®nea. La ¨²ltima gran pelea que hab¨ªa tenido con Marcela hab¨ªa sido luego de leer Di¨¢logos en el limbo, de George Santayana. Y culpaba en su interior precisamente a Santayana, por su dolorosa separaci¨®n.
El Halifax peg¨® ahora un sacud¨®n b¨¢rbaro, casi grosero, que le hizo caer el libro de las manos. Pero en el mismo momento, con el rabillo del ojo, descubri¨® all¨ª nom¨¢s, a un metro, Las sandalias del pescador, de Morris West.
Lo atrap¨® casi con desesperaci¨®n. Lo hab¨ªa le¨ªdo a los quince a?os y recordaba que le hab¨ªa gustado much¨ªsimo. Pero otra certeza le decepcion¨® de inmediato: no recordaba ni siquiera acerca de qu¨¦ trataba. Si era el conflicto entre una campesina y su perro alsaciano, si era la saga de una familia siciliana o un relato en tercera persona sobre la vida en un aserradero canadiense. Tal comprobaci¨®n resultaba algo vergonzante para un escritor, cr¨ªtico y lector adiestrado.
Mordi¨¦ndose los labios recorri¨® urgentemente las p¨¢ginas, tratando de comprobar si una palabra, una frase, un p¨¢rrafo le devolv¨ªan el privilegio de la memoria. Y otro detalle le traspas¨®, intensamente: casi no pod¨ªa leer esa letra peque?a.
Eso era algo que deber¨ªa enarbolar en la pr¨®xima charla en el C¨ªrculo de Editores, en Mil¨¢n. Hab¨ªa que empezar a imprimir libros con letra m¨¢s grande, para gente mayor, t¨®pico que ya hab¨ªa desarrollado con escasa repercusi¨®n en la Feria del Libro Oto?al de Quito, Ecuador. La luz, de pronto, se entrecort¨® otro par de veces, y luego se mantuvo apagada por tres interminables segundos, durante los cuales Roy se vio sumido en una negrura de ultratumba.
Meti¨® tambi¨¦n el libro de West bajo el brazo izquierdo junto al de Tolstoi. Tal vez alguien en el bote salvavidas tuviera un par de anteojos para prestarle.
El agua le llegaba al pecho. Decidido, emprendi¨® camino hacia la salida. La alarma ya era continua, se escuchaba un tumulto de voces de mando entrecruzadas, lanzadas al viento por meg¨¢fonos, y lastimaba los o¨ªdos el chirriar de las cadenas que sosten¨ªan los botes al deslizarse por las arandelas de hierro. En el camino hasta la puerta, pens¨® Roy Mendoza, quiz¨¢ tuviera la fortuna de cruzarse con alg¨²n tercer libro apetecible, de los tantos que flotaban a su alrededor. Pudo manotear uno que luc¨ªa atractivo, pero era un tratado sobre jardiner¨ªa, ilustrado. Otros dos, para ni?os. Y un ensayo sobre la aplicaci¨®n de barnices sobre pinturas rupestres. De un ¨²ltimo impulso se tom¨® del borde del mostrador, inclinado y vac¨ªo, donde, hasta horas antes, esa misma ma?ana, una simp¨¢tica muchacha italiana registraba los libros que los pasajeros retiraban. Golpeando tontamente contra una de las paredes de madera del pupitre de la joven ausente, flotaba un libro de porte importante al comp¨¢s del chasquido casi festivo del agua. Sin duda el choque del Halifax hab¨ªa espantado a la persona interesada en tomarlo. Tambi¨¦n oscilaban sobre el pupitre, como sin decidirse a abandonar su lugar, una l¨¢mpara de metal negro, dos portal¨¢pices, algunos biblioratos, un televisor port¨¢til y una prenda de vestir peluda, que parec¨ªa un saco o un gato ya sin vida.
Roy se estir¨® en un ¨²ltimo intento y rescat¨® el libro: era el Cantar de Mio Cid en una edici¨®n en r¨²stica, orgullosa y pesada como una piedra de litograf¨ªa. Apurado, inc¨®modo, procurando que no se le cayeran los otros vol¨²menes, afirmado con su muslo izquierdo contra el escritorio, Roy abri¨® el libro y lo repas¨® con la mirada.
Deb¨ªa ser criterioso porque la suya era una apuesta fuerte. No se decid¨ªa. Estaba determinando lo que le iba a acompa?ar tal vez, en los pr¨®ximos cuatro meses, o nueve a?os, o en el lapso que quedara hasta el fin de sus d¨ªas. Tampoco pod¨ªa leer muy bien esa letra, deb¨ªa ser sincero. Deposit¨® el libro sobre el peque?o espacio superior del televisor port¨¢til, seguramente abandonada distracci¨®n de la secretaria italiana, apoy¨¢ndolo contra la agarradera de cuero del aparato. Roy Mendoza pase¨® una mirada en torno, se mordi¨® de nuevo el labio inferior y fij¨® la vista por un momento en la pared de enfrente, cuya inclinaci¨®n ya le produc¨ªa mareo. Apart¨® el Cantar de Mio Cid, poni¨¦ndolo cuidadosamente horizontal, como si fuera un barquito, sobre el lugar donde deb¨ªa estar el mostrador, pero en el que ahora solamente se ve¨ªa agua en movimiento. Enseguida quit¨® los otros dos libros de abajo de su brazo izquierdo y tambi¨¦n los dej¨® a un costado. Luego apoy¨® el flanco de su cuerpo contra el pupitre, estir¨® el brazo y tom¨® el televisor port¨¢til por la agarradera. No pesaba mucho y lo mantuvo levantado.
Seguramente Olembe habr¨ªa hecho una reserva importante de bater¨ªas para las linternas. Y, por otra parte, pens¨® Roy, el mucamo ya deber¨ªa estar francamente preocupado por su tardanza, hostigado quiz¨¢ por los otros pasajeros que pretend¨ªan su lugar en la cola para subir a los botes.
Roy Mendoza, sosteniendo el televisor lejos del agua, dio unas brazadas en¨¦rgicas con su brazo libre hacia las puertas de la biblioteca, una de las cuales abri¨® empujando con la cabeza. No restaba demasiado trecho hasta la salida del pasillo que daba a la cubierta. Con un poco de suerte, la luz del barco no se apagar¨ªa antes de que ¨¦l alcanzara esa puerta.
-?Olembe! -llam¨®, canturreando.
PERFIL
Roberto Fontanarrosa naci¨® en Rosario (Argentina) en 1944. Ha publicado las novelas 'Best seller', 'El ¨¢rea 18' y 'La Gansada', as¨ª como los cuentos 'Los trenes matan a los autos', 'El mundo ha vivido equivocado', 'No s¨¦ si he sido claro', 'Nada del otro mundo', 'El mayor de mis defectos', 'Uno nunca sabe', 'La Mesa de los Galanes', 'Una lecci¨®n de vida' y 'Te digo m¨¢s...'.
En materia de humor gr¨¢fico, a las series de sus personajes Inodoro Pereyra y Boggie el Aceitoso se suman, entre otras, 'El f¨²tbol es sagrado', 'Fontanarrosa y la pol¨ªtica' y 'Fontanarrosa contra la cultura'.
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