Rastros
De la Devesa de El Saler han sido erradicados los eucaliptos casi por completo. Australia, sin embargo, da para mucho: a¨²n puede uno toparse con otras monedas de su donaci¨®n vegetal. Pura calderilla, pues el alto arbusto llamado myoporum ya s¨®lo ocupa algunos tramos del borde de la carretera. Es llamativo y est¨¦ril el gesto de a?adir espesura for¨¢nea a la espesura propia, y es, sobre todo, innecesario. La Devesa, esa cinta de fronda que ocupa la franja de tierra existente entre la Albufera y el mar, resulta ¨²nica por su entramado bot¨¢nico, adem¨¢s de inconfundible en su apariencia. Aun siendo como es un lugar para nosotros, para el disfrute de la ciudadan¨ªa, la Devesa no se parece a un jard¨ªn ni a un parque. Todo lo que puede exig¨ªrsele a un bosque, a excepci¨®n de la nieve, podemos encontrarlo en ella. Bajo la carpa formada por los tupidos pinos carrascos el tiempo ha desarrollado una rica gama de arbustos y de hierbas. El lentisco, por ejemplo, que es una planta afable, fuerte sin rabia; el aladierno, de enturbiado verde, elegante en el nombre y de igual finura en el dibujo de sus ramas y sus hojas; el mirto de los vencedores y de las procesiones; la zarzaparrilla, pobre liana sin prestigio por culpa de sus frutos, de los que se extrae zumo para pusil¨¢nimes; la coscoja, en enfado perpetuo, de hojas forjadas a partir de alguna dur¨ªsima aleaci¨®n...
Dijo Josep Pla en una ocasi¨®n que "observar ¨¦s m¨¦s dif¨ªcil que pensar". Una sentencia exagerada, como todas. Pero si la suponemos verdadera entenderemos quiz¨¢ por qu¨¦ resulta tan complicado encontrar lo propio de cualquier paisaje, aquello que lo hace distinguible m¨¢s que distinto. Semejante sutileza puede esconderse en la luminosidad, en una disposici¨®n crom¨¢tica, en algo irregular o en regularidades; puede residir en una atm¨®sfera o en un detalle extendido. La buena observaci¨®n genera descubrimiento, de ah¨ª lo arduo de su naturaleza. Pues bien, la clave de la Devesa, inadvertida para una mirada desatenta, reside en el hecho de que es un lugar lleno de rastros manifiestos.
Apenas empieza a caminar sobre la omnipresente arena, el paseante se ve obligado a llevar sus ojos al suelo de forma continua. All¨ª est¨¢ cuanto qued¨® grabado. Ve, por todas partes, marcas regulares que dibujan cenefas, hechas como con diminutos tri¨¢ngulos estriados: las deja el deambular de los escarabajos. Ve las decididas rectas impresas por la cola de las lagartijas: son delgados surcos con la escolta, a ambos lados, de una caligraf¨ªa reptil. Ve las ¨ªes griegas que componen las aves, al andar solitarias o en el desorden de la compa?¨ªa. Y ve tambi¨¦n rastros humanos, muchos: el tirabuz¨®n trazado por las bicicletas, la pisada deportiva, la pisada precisa de quien camina lento, la sempiterna lata de conservas o la bolsa de pl¨¢stico. Y marcas a mayor escala: los edificios de apartamentos que fueron indultados de la demolici¨®n, el err¨®neo lago artificial o el campo de golf. Entre tantos vestigios ya no ha de parecernos extra?a la presencia del vestigio australiano.
La Devesa de El Saler existe gracias al mar, es un regalo suyo. Por eso acabaremos nuestro paseo a orillas de una playa que, de tan familiar, demasiadas veces nos hace olvidar su propia excelencia. En ella hay otro rastro, el de las olas. Se renueva constante y borra las huellas de nuestros pies desnudos.
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