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LECTURAS DE AGOSTO

El porvenir de mi pasado

Eso fui. Una suerte de botella echada al mar. Botella sin mensaje. Menos nada. Nada menos. O tal vez una primavera que avanzaba a destiempo. O un suplicante desde el M¨¢s Ac¨¢. Ateo de aburridos sermones y supuestos martirios.

Eso fui y muchas cosas m¨¢s. Un ni?o que se promet¨ªa amaneceres con torres de sol. Y aunque el cielo viniera encapotado, segu¨ªa mirando hacia delante, hacia despu¨¦s, a rengl¨®n seguido. Eso fui, ya menos ni?o, esperando la cita reveladora, el parto de las nuevas im¨¢genes, las flechas que transcurren y se pierden, m¨¢s bien se borran en lo que vendr¨¢. Luego, la adolescencia convulsiva, burbuja de esperanzas, hiedra trepadora que quisiera alcanzar la cresta y a¨²n no puede, viento que nos lleva desnudos desde el suelo y qui¨¦n sabe hasta (y hacia) d¨®nde.

"Resumiendo: el porvenir de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a corregir, a mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardarlo en el alma como reducto de ¨²ltima confianza"
"Seis meses despu¨¦s de ese viernes tan peculiar, una de las cuatro, la pelirroja Luc¨ªa, sucumbi¨® como consecuencia de un infarto totalmente inesperado"
"El problema sobrevino cuando conocieron a las hermanas Claudia y Mariana, tambi¨¦n mellizas gemelas y turbadoramente id¨¦nticas. Los Acu?a se enamoraron de las Brunet, y viceversa"
"Por fin lleg¨® de Buenos Aires un tal Gonzalo Aguilar, famoso detective privado, a quien la acongojada familia Umpi¨¦rrez hab¨ªa encomendado la investigaci¨®n y la eventual soluci¨®n del caso"
"En total so?¨¦ cinco veces con Edmundo Belmonte, un tipo esmirriado, cuarent¨®n, con expresi¨®n m¨¢s bien siniestra, malquerido en todos los ambientes y tema obligado de conversaci¨®n..."
"En mi quinto y ¨²ltimo sue?o, el singular Belmonte se apareci¨® en mi estudio de proyectista con una actitud tan absurdamente agresiva que no pude evitar que mis dientes casta?etearan"

Eso fui. Trabaj¨¦ como una mula, pero solamente all¨ª, en eso que era presente y desapareci¨® como un despegue, convirti¨¦ndose m¨¢gicamente en huella. Aprend¨ª definitivamente los colores, me adue?¨¦ del insomnio, lo llen¨¦ de memoria y puse amor en cada parpadeo.

Eso fui en los umbrales del futuro, invent¨¢ndolo todo, lustrando los deseos, creyendo que serv¨ªan, y claro que serv¨ªan, y me puse a so?ar lo que se sue?a cuando el olor a lluvia nos limpia la conciencia.

Eso fui, castigado y sin clemencia, laureado y sin excusas, de peor a mejor y viceversa. Desierto sin oasis. Albufera.

Y pensar que todo estaba all¨ª, lo que vendr¨ªa, lo que se negaba a concurrir, los angustiosos lapsos de la espera, el desenga?o en cuotas, la alegr¨ªa ficticia, el regocijo a prueba, lo que iba a ser verdad, la riqueza virtual de mi pret¨¦rito.

Resumiendo: el porvenir de mi pasado tiene mucho a gozar, a sufrir, a corregir, a mejorar, a olvidar, a descifrar, y sobre todo a guardarlo en el alma como reducto de ¨²ltima confianza.

Viudeces

Eugenia, Iris, Luc¨ªa y Nieves eran amigas desde Primaria. Salvo cuando alguna estaba de viaje, se reun¨ªan cada dos viernes para intercambiar chismes y nostalgias. Las cuatro estaban casadas, pero no ten¨ªan hijos. Gracias a las lucrativas profesiones de sus maridos (un abogado, dos contadores, un arquitecto), gozaban de un buen nivel de vida y lo aprovechaban para manejarse en un plausible estrato cultural.

Fue en uno de esos viernes que Iris aguard¨® a sus amigas con un planteo original.

-?Saben qu¨¦ estuve pensando? Que nuestros queridos maridos nos llevan algunos a?os, as¨ª que lo m¨¢s probable es que se mueran antes que nosotras. Ojal¨¢ que no, pero es bastante probable. En ese caso, ?qu¨¦ podemos hacer? Pensando y pensando, de insomnio en insomnio, llegu¨¦ a la conclusi¨®n de que en ese caso infortunado, nosotras, cuatro viudas todav¨ªa presentables, podr¨ªamos alquilar (o adquirir) una casa bien confortable, con un dormitorio para cada una, con una sola mucama y una sola cocinera (?para qu¨¦ m¨¢s?). Y un solo autom¨®vil, a financiar colectivamente. ?Qu¨¦ les parece? Ya habl¨¦ con El Flaco y me dio su visto bueno.

Las otras tres se miraron casi estupefactas, pero al cabo de una media hora esbozaron una sonrisa no exenta de esperanza.

Seis meses despu¨¦s de ese viernes tan peculiar, una de las cuatro, la pelirroja Luc¨ªa, sucumbi¨® como consecuencia de un infarto totalmente inesperado. Para las otras tres fue un golpe sobrecogedor, algo as¨ª como si la infancia se les hubiera quebrado para siempre. Tambi¨¦n a Edmundo, el viudo de Luc¨ªa, le cost¨® sobreponerse.

Sin embargo, no hab¨ªa pasado un a?o desde aquella desgracia cuando cit¨® a su hogar de viudo a los otros tres maridos y les expuso su planteo:

-?Saben qu¨¦ estuve pensando? Que as¨ª como yo qued¨¦ viudo, eso tambi¨¦n les puede ocurrir a ustedes. No es un pron¨®stico, enti¨¦ndanme bien, es s¨®lo una posibilidad, un juego del azar. Y si eso ocurriera, ?qu¨¦ har¨ªan? Pensando y pensando llegu¨¦ a la conclusi¨®n de que en ese triste caso, nosotros, cuatro viudos con cierto margen de supervivencia, podr¨ªamos alquilar (o comprar) una casa bien c¨®moda, con cuatro dormitorios independientes, con una mucama, una cocinera y un solo coche de segunda mano pero en buen estado, que usar¨ªamos y financiar¨ªamos entre los cuatro. ?Qu¨¦ les parece?

Los otros tres quedaron con la boca abierta. Al fin, uno estornud¨®, otro bostez¨® y el tercero se pellizc¨® una oreja. De pronto, y sin que ninguno lo advirtiera, en las tres miradas de hombres mayores, algo cansados, naci¨® una expectativa.

Mellizos

Leandro y Vicente Acu?a eran gemelos, tan pero tan iguales que ni siquiera los padres eran capaces de diferenciarlos. No era raro que uno de los dos cometiera un desaguisado y la bofetada correctiva la recibiera el otro. En la etapa estudiantil, todas fueron ventajas. Se repart¨ªan cuidadosamente las materias. Si eran ocho, cada uno estudiaba cuatro y rend¨ªa dos veces el mismo examen, una como Leandro y otra como Vicente. Para ese par de aprovechados, la sinonimia org¨¢nica constitu¨ªa normalmente una diversi¨®n, y cuando se encontraban a solas repasaban, a carcajada limpia, las erratas de la jornada.

Leandro era un cent¨ªmetro m¨¢s alto que Vicente, pero nadie andaba con un metro para comprobarlo. Por a?adidura, ambos usaban boinas, una verde y otra azul, pero se las intercambiaban sin el menor escr¨²pulo.

El problema sobrevino cuando conocieron a las hermanas Brunet: Claudia y Mariana, tambi¨¦n mellizas gemelas y turbadoramente id¨¦nticas. Como era previsible, los Acu?a se enamoraron de las Brunet y viceversa. Dos a dos, seguro, pero ?qui¨¦n de qui¨¦n?

Claudia crey¨® prendarse de Leandro, pero su primer beso apasionado lo recibi¨® Vicente. Ese error origin¨® el primer conflicto interno entre los Acu?a, y no fue totalmente resuelto con el recurso del humor.

En otra ocasi¨®n, Vicente fue al cine con Mariana. Cuando la pel¨ªcula lleg¨® a su fin y se encendieron las luces, ella contempl¨® el brazo desnudo del mellizo de turno y dijo, con un poco de asombro y otro poco de sorna: "Ayer no ten¨ªas ese lunar".

El desenlace de aquellas semejanzas encadenadas fue m¨¢s bien sorpresivo. Una tarde en que Claudia viajaba en un taxi junto a su padre, al ch¨®fer le vino un repentino desmayo y el coche se estrell¨® contra un muro. El ch¨®fer y el padre quedaron malheridos, pero sobrevivieron. Claudia, en cambio, muri¨® en el acto.

En el concurrido velatorio, Leandro y Vicente se abrazaron con una llorosa y angustiada Mariana. De pronto, ella puso distancia con el doble abrazo y se dirigi¨®, con paso inseguro, a la habitaci¨®n donde yac¨ªa el cuerpo de la pobre Claudia. Los mellizos se mantuvieron, en respetuoso silencio, simplemente como dos m¨¢s en el grupo de dolientes.

Pasados unos minutos, reapareci¨® Mariana. Con una servilleta, suplente de pa?uelo, enjug¨® su ¨²ltima edici¨®n de l¨¢grimas. Los mellizos la miraron inquisidoramente, como pregunt¨¢ndole: "Y ahora ?con qui¨¦n?".

Ella entonces englob¨® a ambos con una declaraci¨®n que era sentencia irrevocable: "Espero que comprendan que ahora s¨®lo soy la mitad de m¨ª misma. Gracias por haber venido. Ahora v¨¢yanse. No quiero verlos nunca m¨¢s".

Se fueron, claro, cabizbajos y taciturnos. Horas m¨¢s tarde, ya en su casa, Leandro tom¨® la palabra: "Hermanito, creo que se acab¨® nuestro doblaje. De ahora en adelante tenemos que diferenciarnos. Digamos que yo me ti?o de rubio y vos te dej¨¢s la barba. ?Qu¨¦ te parece?".

Vicente asinti¨®, con gesto grave, y s¨®lo tuvo ¨¢nimo para comentar: "Est¨¢ bien. Est¨¢ bien. Pero te sugiero que ma?ana vayamos al fot¨®grafo para que nos tome nuestra ¨²ltima imagen de mellizos".

?Qui¨¦n mat¨® a la viuda?

La prensa le hab¨ªa dado al crimen una cobertura destacad¨ªsima, casi escandalosa. El hecho de que la se?ora de Umpi¨¦rrez (argentina, natural de C¨®rdoba) fuera una viuda de primera clase y que adem¨¢s formara parte de lo que en el R¨ªo de la Plata se suele nombrar como Patria Financiera, conmovi¨® a las variadas capas sociales (argentinas, uruguayas) de Punta del Este.

El cad¨¢ver no hab¨ªa aparecido en su lujosa mansi¨®n, rodeada de c¨¦sped cuidad¨ªsimo, sino encadenado a la popa de uno de los yates que en verano ocupan y decoran los muelles del puerto.

Ya hab¨ªan pasado quince d¨ªas de eso que los periodistas llamaron, como siempre, "macabro hallazgo". La polic¨ªa hab¨ªa seguido numerosas pistas sin el menor resultado. En las comisar¨ªas y en las redacciones de Maldonado, Punta del Este y Montevideo se recib¨ªan a diario llamadas an¨®nimas que proporcionaban datos siempre falsos. En casos como ¨¦ste, los bromistas cavernosos se reproducen como hongos.

Por fin lleg¨® de Buenos Aires un tal Gonzalo Aguilar, famoso detective privado, a quien la acongojada familia Umpi¨¦rrez hab¨ªa encomendado la investigaci¨®n y la eventual soluci¨®n del caso.

Tras dos semanas de agotadores registros, gestiones, entrevistas, b¨²squedas, an¨¢lisis, indagatorias y conjeturas, los periodistas presionaron a Gonzalo Aguilar para que concediera una conferencia de prensa. La reuni¨®n tuvo lugar en un amplio sal¨®n del hotel m¨¢s lujoso del balneario.

El implacable bombardeo de los cronistas no turb¨® al detective, que siempre acompa?aba sus ambiguas respuestas con una sonrisa socarrona.

Despu¨¦s de dos horas de ¨¢spero di¨¢logo, un periodista porte?o, m¨¢s agresivo que los dem¨¢s, dej¨® caer un comentario que era casi un juicio:

-Le confieso que me parece decepcionante que un investigador de su talla no haya llegado a ninguna conclusi¨®n acerca de qui¨¦n cometi¨® el crimen.

-?Qui¨¦n le ha dicho eso?

-?Acaso usted sabe qui¨¦n es el asesino?

-Claro que lo s¨¦. A esta altura, ignorarlo significar¨ªa un fracaso que mi reputaci¨®n profesional no puede permitirse.

-?Entonces?

-Entonces, tome nota, muchacho. El asesino soy yo.

El detective abri¨® su portafolio y extrajo del mismo un rev¨®lver de lujo. Casi instintivamente, la masa de periodistas se contrajo en un espasmo de miedo.

-No se asusten, muchachos. Esta preciosa arma la compr¨¦ en Z¨²rich, hace diez a?os. Fue con ella con la que mat¨¦ a la pobre se?ora, despu¨¦s de un breve pero inquietante recorrido a bordo de su yate Neptunia. Me permitir¨¢n que, por l¨®gica reserva profesional, me reserve los motivos de mi agresi¨®n. No quiero manchar su memoria ni la m¨ªa. Y bien: mi orgullo no puede permitir que otro colega, y menos si es un compatriota, descubra qui¨¦n fue el autor de esa muerte tan misteriosa. Ah, pero adem¨¢s, como siempre me ha gustado que el culpable sufra su castigo, he decidido hacer justicia conmigo mismo. O sea, que tienen un buen tema para primera p¨¢gina. Por favor, no se asusten con el disparo. Y un pedido casi p¨®stumo: que alguno de ustedes se preocupe de que este hermoso rev¨®lver acompa?e a mis cenizas.

Cinco sue?os

En total, so?¨¦ cinco veces con Edmundo Belmonte, un tipo esmirriado, cuarent¨®n, con expresi¨®n m¨¢s bien siniestra, malquerido en todos los ambientes y tema obligado de conversaci¨®n en las mesas de funcionarios o de periodistas.

En el primero de esos sue?os, Belmonte discut¨ªa larga y encarnizadamente conmigo. No recuerdo bien cu¨¢l era el tema, pero s¨ª que ¨¦l me repet¨ªa, como un sonsonete: "Usted es un atrevido, un inventor de delitos ajenos". Y a veces agregaba: "Me acusa y es perfectamente consciente de que todo es mentira". Yo le mostraba los documentos m¨¢s comprometedores y ¨¦l me los arrebataba y los romp¨ªa. Era en medio de ese desastre donde yo despertaba.

En el segundo sue?o ya me tuteaba y sonre¨ªa con iron¨ªa. Sus sarcasmos se basaban en mis canas prematuras. Generalmente, la broma explotaba en una sonora carcajada final, que por supuesto me despertaba.

En el tercer sue?o yo estaba sentado, leyendo a Svevo, en un banco de la plaza Cagancha, y ¨¦l se acercaba, se acomodaba a mi lado y empezaba a contarme los intrincados motivos que hab¨ªa tenido, all¨¢ por el 95, para herir de muerte a un comentarista de f¨²tbol. L¨®gicamente, yo le preguntaba c¨®mo era que ahora andaba tan campante, se?or de la calle, y ¨¦l volv¨ªa a sonre¨ªr con iron¨ªa: "?Quer¨¦s que te cuente el secreto?", pero fue precisamente en esa pausa cuando me despert¨¦.

En el cuarto sue?o me contaba con lujo de detalles que el gran amor de su agitada vida hab¨ªa sido una espl¨¦ndida prostituta de El Pireo, a la que, tras un quinquenio de maravilloso ensamble er¨®tico, no hab¨ªa tenido m¨¢s remedio que estrangular porque lo enga?aba con un alban¨¦s de poca monta. De nuevo insist¨ª con mi pregunta de siempre (c¨®mo era que andaba libre). "El narcotr¨¢fico, viejo, el narcotr¨¢fico". Mi estupor fue tan intenso que, todav¨ªa azorado, me despert¨¦.

Por fin, en mi quinto y ¨²ltimo sue?o, el singular Belmonte se apareci¨® en mi estudio de proyectista, con una actitud tan absurdamente agresiva que no pude evitar que mis dientes casta?etearan.

-?Por qu¨¦ me vendiste, tarado? -fue su vociferada introducci¨®n-. Te crees muy decente y pundonoroso, ?verdad? Siempre te advert¨ª que con nosotros no se juega. Y vos, est¨²pido, quisiste jugar. As¨ª que no te asombres de lo que viene ahora.

Abri¨® bruscamente el portafolios y extrajo de all¨ª un lustroso rev¨®lver. Me incorpor¨¦ de veras atemorizado, pero antes de que pudiera balbucear o preguntar algo, Belmonte me descerraj¨® dos tiros. Uno me dio en la cabeza y otro en el pecho. Curiosamente, de este ¨²ltimo sue?o a¨²n no me he despertado.

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