El Bazar Giner
Hay lugares que son parte de nosotros porque en ellos sigue viviendo algo de lo que fuimos. Fueron parte del mundo, pero ahora su sitio est¨¢ s¨®lo en ese territorio ¨ªntimo donde habita la melancol¨ªa. Esos lugares son inmunes a los desmanes del apetito urban¨ªstico y nada pueden contra ellos excavadoras ni nomenclaturas extra?as.
Para el ni?o que fui, la plaza que alberga el Miguelete siempre se llamar¨¢ Plaza de la Reina. Y all¨ª sigue, al resguardo amante de la memoria, el Bazar Giner, con sus grandes pasillos cargados de juguetes y su bendito olor a gominola. Un pu?al de goma era nuestra sola defensa, pero el mundo se iba rindiendo sin condiciones al imperio implacable de la loca alegr¨ªa. Al fondo de la plaza, un peque?o jard¨ªn prestaba las inocentes aguas de su estanque a la vida sin freno de las plantas carn¨ªvoras, las temibles serpientes y el olor de la p¨®lvora que los ni?os creaban, como peque?os dioses, bajo la umbr¨ªa del ¨¢rbol y de la tarde muerta.
"De reina a reina iban en autob¨²s los reyes de la vida. Qu¨¦ extra?o lugar el mundo"
"Y no se sab¨ªa donde estaba aquel fuego que incendiaba la tarde y nos abrasaba por dentro"
La siesta es el gran castigo de la infancia, y la piedad insomne de la abuela nos rescataba de esa condena para devolvernos a la luz salvadora de la terraza. Eran muy ¨ªntimas aquellas horas de silencio punteado por el traqueteo de las agujas de labor que abandonaban hebras de lana azul para el mar sereno de nuestros barcos de papel. Y no se sab¨ªa d¨®nde estaba aquel fuego que incendiaba la tarde y nos abrasaba por dentro. No pasaban las horas y, sin embargo, de alguna extra?a forma se marchaban, porque el abuelo aparec¨ªa desde el vientre tenebroso de las habitaciones interiores en la puerta de la terraza con su camisa almidonada, literalmente ba?ado en colonia Varon Dandy. Y lo que comenzaba entonces era un viaje al centro mismo de la alegr¨ªa, el Bazar Giner, con sus sables de empu?adora dorada y sus escopetas con munici¨®n de corcho.
Calle de la Reina, J.J. Domine, Avenida del Puerto, Calle de la Paz y Plaza de la Reina. De reina a reina iban en autob¨²s los reyes de la vida. Qu¨¦ extra?o lugar el mundo para el que, desde su corta estatura, s¨®lo alcanza a ver sus interminables playas, su rosa de pasi¨®n y su radiante hora. Qu¨¦ fiesta sin resaca, qu¨¦ estampa de paloma en pleno vuelo, blanca toda de luz inmaculada. Com¨ªan las palomas de nuestra mano, y era verde pastel el paquete de alpiste o amarillo lim¨®n o del santo color de las manzanas maduras. Y era aquel ofrecerles alimento, grano dulce en la boca insaciable de nuestra felicidad sin causa.
Pero tambi¨¦n el hombre necesita su pan, y el abuelo nos pon¨ªa en la mano unas monedas para aquel mendigo que al principio de la calle San Vicente instalaba su yacija de cartones y salmodiaba un dios os bendiga. Y nos parec¨ªa casi feliz aquel hombre, porque no pod¨ªamos imaginar para ¨¦l m¨¢s alto destino que aquel de procurarnos la alegr¨ªa de dejar sobre su palma abierta el metal duro de nuestra primera piedad. Era grato ver que dios era tan bueno como nos hab¨ªan dicho, porque cada cual ten¨ªa su parte sin hacer m¨¢s esfuerzo que el de estirar la mano. En casa no faltaban la comida ni el amor, y el abuelo, una vez a la semana, nos llevaba al Bazar Giner. Cuando la luz comenzaba a hacerse gr¨¢vida y ca¨ªa por su peso a los pies de las calles sal¨ªamos de aquella gran tienda cargados con flechas de ventosa, tambores rojos y amarillos y m¨¢quinas fotogr¨¢ficas de cuyo objetivo saltaba un diminuto payaso con cuerpo de acorde¨®n y voz de bocina. Carg¨¢bamos con toda aquella felicidad camino de vuelta. Y llegaba el autob¨²s como un encendido submarino, navegador intr¨¦pido de la tiniebla. Y un d¨ªa aquel autob¨²s nos fue llevando lejos por calles desconocidas, muy lejos, hasta dejarnos en mitad de esta gran oscuridad donde penan los mendigos, las palomas nos ignoran y ya no saben defendernos los pu?ales de pega. No me sueltes ahora de la mano, abuelo, que no s¨¦ regresar tan solo a casa.
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