El misterio de T¨¢nger
Recuerdo que en un manual de conversaci¨®n castellano-¨¢rabe vulgar de Marruecos impreso hace m¨¢s de un siglo, obra del "joven de lenguas" del consulado espa?ol en T¨¢nger Francisco Ruiz Orsatti, tropec¨¦ con una frase que retuvo mi atenci¨®n: "Las casas de los ¨¢rabes son muy misteriosas". ?Misteriosas?, dije al punto entre m¨ª, ?para qui¨¦n? No, en cualquier caso, para quienes nacen y viven en ellas o conocen su disposici¨®n interna. El presunto misterio, prosegu¨ª en mis adentros, ?no ser¨ªa m¨¢s bien un fantasma de quienes las contemplan sin cruzar nunca el umbral de sus puertas?
Hab¨ªa olvidado del todo la an¨¦cdota cuando, desde el inicio de mi estancia veraniega en la ciudad del Estrecho, vi al azar de los vagabundeos una serie de carteles anunciadores de una exposici¨®n titulada Tanger, la myst¨¦rieuse, y la pregunta que me hice hace treinta a?os me la formul¨¦ de nuevo. Pero mi respuesta de hoy es menos concluyente y precisa. Los a?os no corren en vano.
El "misterio" de T¨¢nger ha atra¨ªdo en los dos ¨²ltimos siglos la mirada curiosa y ¨¢vida de una pl¨¦yade de pintores, novelistas, cineastas y poetas venidos de diferentes regiones del planeta, y ha enriquecido su pincel y su pluma, imantando la br¨²jula de su imaginaci¨®n. La Medina -con sus recovecos y entresijos-, la Alcazaba, zocos, bazares, fondas y alcaicer¨ªas componen, a unos pocos kil¨®metros de Europa a vista de p¨¢jaro, un mundo abigarrado y ex¨®tico a cuyo brillo acudieron como encandiladas falenas. Grandes obras de la pintura y las letras nacieron de esa fascinaci¨®n: la que ejerc¨ªa Espa?a en los viajeros rom¨¢nticos franceses e ingleses, y T¨¢nger en una amplia gama de forasteros, desde los pintores africanistas hasta los poetas de la generaci¨®n beat. Condenarles por ello, tras la oportuna desmitificaci¨®n del orientalismo por Edward Said, ser¨ªa con todo injusto en la medida en que la visi¨®n procurada por lo ajeno es un elemento fundamental en la historia de las culturas.
La iluminaci¨®n s¨²bita de la visi¨®n explica el hecho de que los extranjeros aprehendan y aprecien el valor de lo que los nativos no ven, sino que reconocen en cuanto a decorado o paisaje integrante de sus vidas. La rutina empa?a o vela la nitidez de la mirada. No vemos el encuadre natural que nos enmarca: forma parte de nuestra existencia y el extra?o lo capta mejor que nosotros. Pero su falta de conocimiento puede volverse contra ¨¦l y, en el caso del escritor, inducirle a caer en errores interpretativos a veces hilarantes. Tengo un rico anecdotario al respecto, pero dejo su solaz para mejor ocasi¨®n.
Algunos escritores y artistas quedan atrapados para siempre en el exotismo y el cultivo reiterado de sus componentes y rasgos. Otros combinan la novedad a¨²n no marchita de la visi¨®n y su creciente familiaridad con el entorno diario. El punto de equilibrio entre la singularidad de aqu¨¦lla y la precisi¨®n del conocimiento es aleatorio y dif¨ªcil de lograr. Ver la sociedad desde fuera y desde dentro, como un ind¨ªgena y como un forastero, requiere sagacidad y cautela. La intersecci¨®n de ambos factores tiene unos l¨ªmites fijados por la temporalidad.
?C¨®mo y cu¨¢ndo se diluye y apaga la visi¨®n y dejamos de ver, por consabido, cuanto nos rodea? El lapso es mudable y depende de la subjetividad de cada individuo. Muchos escritores y artistas fascinados por T¨¢nger no salieron nunca de su fascinaci¨®n y la convirtieron en un estereotipo. Otros la desmitificaron y la fuerza de su sugesti¨®n decay¨® para siempre. Los americanos famosos que visitaron T¨¢nger hace medio siglo, con la solitaria excepci¨®n de Paul Bowles, se fueron a otros pagos en busca de inspiraciones nuevas: las huellas que dejaron en la ciudad se reducen a un pu?ado de fotograf¨ªas.
Los escritores espa?oles de mi edad, criados en la ¨¦poca del Estatuto Internacional, se enfrentaron a una realidad muy distinta. La ciudad no les resultaba misteriosa ni ex¨®tica: viv¨ªan en un aut¨¦ntico crisol de culturas y lenguas cuyas voces trataron de registrar (pienso en la bell¨ªsima novela de ?ngel V¨¢zquez La vida perra de Juanita Narboni). Algunos, con una astucia en los ant¨ªpodas del candor de los orientalistas, recrearon, desde el conocimiento, la frescura de la visi¨®n: pintaron casas, paisajes, calles, personas, como si los vieran por primera vez. Otros abandonaron un T¨¢nger marroqu¨ª que se les deshac¨ªa entre las manos y se refugiaron en la nostalgia de forma definitiva. El sue?o roto reemplaz¨® al misterio. Su exilio fue -quer¨ªa ser- un adi¨®s al para¨ªso inventado y perdido.
Yo no conoc¨ª este pasado supuestamente glorioso. A partir de una cita de Genet en Diario del ladr¨®n -mientras el mendigo y chapero avista la ciudad desde la Pen¨ªnsula-, me situ¨¦ en la posici¨®n inversa y mezcl¨¦ la visi¨®n rom¨¢ntica del forastero con una labor minuciosa, de orden emp¨ªrico: el aprendizaje del idioma y la domesticaci¨®n del espacio urbano de T¨¢nger. Guiado por mi instinto de "inveterado rompesuelas", recorr¨ª a diario, como un agrimensor, el d¨¦dalo de la Medina; trac¨¦ y correg¨ª sus planos; transcrib¨ª el r¨®tulo de las callejas y los nombres de las pensiones, comercios y cafetines. Como dice Juli¨¢n R¨ªos acerca de la reconstituci¨®n de Dubl¨ªn en las p¨¢ginas del Ulises de Joyce, me esforc¨¦ tambi¨¦n, a mi manera, en transformar "la topograf¨ªa en tipograf¨ªa".
Cuando a?os m¨¢s tarde trab¨¦ amistad con Mohamed Chukri, no me sorprendi¨® su cr¨ªtica radical de los orientalistas de todo tipo seducidos por el exotismo y misterio de T¨¢nger. El abandono familiar, el hambre y el analfabetismo no encierran enigma alguno. El novelista los sufri¨®, reaccion¨® frente a ellos y alcanz¨® a vencerlos en un combate en el que perdi¨® muchas plumas. Por eso, El pan desnudo o, mejor dicho, a secas, me parece una obra ejemplar. La vida de los protegidos con el caparaz¨®n inexpugnable de la riqueza -villas de El Monte, complejos tur¨ªsticos de la bah¨ªa o cabo Espartel- no tiene nada que ver con la orfandad, el paro, la miseria, los mil y un oficios malabaristas de una buena parte de la poblaci¨®n. Chukri los retrat¨® sin sentimentalismo ni complacencia. En un trayecto contrario al de los orientalistas, la cotidianidad de los desfavorecidos le sirvi¨® de materia prima para forjar su visi¨®n.
El forastero que hoy recorre el centro urbano y callejea por la Medina, inmerso en la marea de tangerinos e inmigrantes venidos de toda Europa, no advierte grandes cambios desde la ¨²ltima visita: los mismos transbordadores blancos, esbeltos desde la lejan¨ªa, que cargan y descargan millares de pasajeros y veh¨ªculos en permanente zigzag entre la ciudad y Algeciras; id¨¦nticas aceras agujereadas y rotas; el alquitranado de las calles plagado de abolladuras y baches; los contenedores malolientes repletos de desechos en los que hurgan los desamparados venidos del campo o los guetos de la periferia; los solares transformados en vertederos y hasta una vieja pintada en espa?ol -"T¨² puedes ayudarnos a guardar T¨¢nger limpia"-, junto a la que se amontonan ir¨®nicamente toda clase de basuras y detritos. La prodigiosa energ¨ªade la ciudad, sus desigualdades brutales, la presencia furtiva de subsaharianos a la espera de dar el salto a veces mortal a la otra orilla, los ni?os que merodean por los alrededores del puerto con la esperanza de colarse en los camiones, la sonrisa de quienes ser¨ªan felices con poco y ese poco se les niega, se entreveran con im¨¢genes de incontables terrazas de caf¨¦ ocupadas por hombres ociosos, de un tr¨¢fico intenso y ruidoso, de una creciente uniformidad de las prendas de vestir masculinas en las que la moda europea, por no decir norteamericana, barre todo exotismo. Chilabas y feces son casi un recuerdo. Las muchachas vestidas audazmente a la caribe?a son una minor¨ªa frente a las que llevan blusa y pantal¨®n sastre y se cubren los cabellos con el pa?uelo caracter¨ªstico de las rigoristas.
Y sin embargo, ?y ah¨ª est¨¢ el milagro!, el atractivo y originalidad de T¨¢nger no sucumben ante tanto contraste y desidia. La luminosidad del aire, la superposici¨®n de planos blancos de la Medina vista de la playa o abarcada desde la Alcazaba, el panorama grandioso del caf¨¦ de la Jafita, conservan toda su fuerza impregnadora y ¨²nica. Mientras los detalles y vistas parciales denuncian suciedad y abandono (basta dar una ojeada al terreno municipal que se extiende al pie del concurrido Mirador de los Perezosos), el conjunto es magn¨ªfico: una paradoja que roza el prodigio. Ser¨¢ ¨¦ste, me digo, el aut¨¦ntico misterio de T¨¢nger que avala la leyenda de los carteles de la actual exposici¨®n orientalista.
Juan Goytisolo es escritor.
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