La oreja indiscreta
Ni soy James Stewart, ni mi novia es Grace Kelly, ni tengo una pierna escayolada, pero cada noche me imagino que soy el protagonista de la segunda parte de La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. La ventana de mi diminuto estudio alquilado a un precio de esc¨¢ndalo en un barrio del norte de Madrid, se asoma a la puerta de un concurrido bar de tapas, al que acuden cada noche decenas de acomodados clientes sin ganas de hacerse la cena en casa. Yo no es que sea un fisg¨®n ni que me excite viendo masticar a los clientes, pero me siento en la obligaci¨®n de advertirles de que estoy al corriente de su vida privada, porque todos tienen la costumbre de salir a la calle para hablar con el tel¨¦fono m¨®vil.
No podr¨ªa reconocer sus caras, ni siquiera c¨®mo visten, pero conozco el nombre de sus parejas, el partido que votan, el trato que les dan sus jefes, lo que opinan de sus amigos y hasta las mentiras que utilizan para llegar tarde a casa.
Soy una oreja que todo lo oye, muy a mi pesar, porque ya me gustar¨ªa seguir durmiendo sin m¨¢s ruidos que los de mi trabajosa respiraci¨®n de fumador, pero como la calle es estrecha, los cristales delgados y mi sue?o quebradizo, sus voces, que a veces son alaridos, se re¨²nen gozosas en mi apartamento y yo, que me siento hospitalario, ah¨ª que las tengo hasta las tantas haci¨¦ndome compa?¨ªa.
Tengo pensado realquilar el piso a un escritor sin musa que vaya a publicar un best seller con las mejores conversaciones cazadas al vuelo, as¨ª que esta carta s¨®lo es para animar a la gente del bar a que sus conversaciones incluyan conspiraciones, traiciones, infidelidades y tambi¨¦n algo de sexo, para que el libro sea un ¨¦xito de ventas y as¨ª pueda comprarme un piso con vistas a un campo de grillos.
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