Los tiempos de la historia
En La Habana, a comienzos de 1971, alguien, un intelectual franc¨¦s de paso, me dijo que la historia es lenta. Es una frase que no significa mucho en apariencia, pero que all¨¢ y en ese momento ten¨ªa un significado preciso: que la llegada del socialismo ser¨ªa m¨¢s lenta de lo que pens¨¢bamos. Ahora vemos que el socialismo, el de mi amigo franc¨¦s, el intelectual de paso, no lleg¨®, y que los llamados "socialismos reales" se desmoronaron por todas partes. Lo que no est¨¢ comprobado es que la historia, dentro de este contexto nuevo, sea m¨¢s lenta o m¨¢s r¨¢pida. Los tiempos de la historia no son como los tiempos de las personas. Todos los chilenos nos hemos puesto a recordar, a cavilar, incluso a desarrollar teor¨ªas pol¨ªticas, a prop¨®sito de los treinta a?os transcurridos despu¨¦s del 11 de septiembre de 1973, la jornada m¨¢s dram¨¢tica de toda nuestra ¨¦poca republicana, el d¨ªa en que fueron bombardeados, precisamente, los s¨ªmbolos de la Rep¨²blica. Parafraseando el tango, treinta a?os no es nada, pero sucede que son, a la vez, muchos a?os. Miro una colecci¨®n de fotograf¨ªas del periodo de la Unidad Popular y me quedo asombrado. Tengo la impresi¨®n de una prehistoria, de una etapa anterior y perfectamente desaparecida. Las caras, los peinados y los trajes, los autom¨®viles, el paisaje urbano en su conjunto, son una completa sorpresa. A m¨ª, por lo menos, se me hab¨ªa olvidado que ¨¦ramos as¨ª: tan r¨²sticos, tan ingenuos, tan remotos. Salvador Allende pasa con gran solemnidad, de banda presidencial terciada, en un pesado y pretencioso Oldsmobile de los a?os cincuenta, un artefacto lleno de cromos. Detr¨¢s desfila una guardia montada de un regimiento de lanceros. Y frente al autom¨®vil, en medio de la calle, un enorme perro vago no se digna dejar el paso. En la colecci¨®n aparecen perros vagos, quiltros, para emplear un chilenismo ya admitido por el diccionario, por todos lados. El Santiago de entonces era la ciudad y los perros, como la enorme mayor¨ªa, supongo, de las ciudades latinoamericanas y del Tercer Mundo. La gente formaba en las colas del desabastecimiento sin demasiado mal humor, como si fueran algo natural, y algunos hac¨ªan gestos de saludo a las c¨¢maras, en medio de los quiltros desaprensivos.
A m¨ª no me interesa demasiado el pasado por s¨ª mismo, en su rigidez, en su tono gris, en ese humo de las bombas lacrim¨®genas que parece su tel¨®n de fondo, pero me interesa mucho y hasta me fascina el cambio, la diferencia. Llego a pensar, en desacuerdo con ese intelectual en La Habana, que la historia es r¨¢pida, en cierto modo vertiginosa. Compruebo, por ejemplo, que los dogmas de aquellos a?os desaparecieron. Quiz¨¢ fueron sustituidos por otros, pero de esto ¨²ltimo ya no estoy tan seguro. Uno de los dogmas aceptados y consagrados, no por la mayor¨ªa, pero s¨ª por una minor¨ªa que contaba, que ten¨ªa una especie de hegemon¨ªa intelectual, era el del anticapitalismo. Si uno ten¨ªa participaci¨®n en empresas, si operaba en la Bolsa de Comercio, si sab¨ªa distinguir entre un pasivo y un activo, estaba obligado a disimularlo. Voltaire hab¨ªa sido hombre de industria, pero no se habr¨ªa podido concebir que Jean Paul Sartre, el gran mentor de mi generaci¨®n, tuviera acciones de una sociedad comercial. Habr¨ªa sido visto como una traici¨®n, un desenga?o abominable. Ahora se dice que Fidel Castro figura en la lista de las cien personas m¨¢s ricas del mundo publicada por la revista Fortune. Puede ser una calumnia pol¨ªtica, pero tambi¨¦n podr¨ªa ser una demostraci¨®n de que el comandante en jefe se sabe adaptar a los nuevos tiempos. Al fin y al cabo, China Popular, la antigua y muy reciente China de Mao, se convierte con gran rapidez en un para¨ªso capitalista. Si tuviera dinero, invertir¨ªa en valores de la Bolsa de Pek¨ªn o de Shanghai. No hay d¨®nde perderse.
Se produjo un cambio abismal de la cultura econ¨®mica. O se sali¨®, a lo mejor, de una forma de incultura, aun cuando sostener esto ya es entrar en cuestiones de ideolog¨ªa. La Unidad Popular debut¨® en Chile con un reajuste de salarios del cuarenta por ciento y con una inflaci¨®n que se acerc¨® en poco tiempo al cien por ciento anual. Ahora nos parecer¨ªa una aberraci¨®n, un acto de furiosa locura. Ni siquiera Ch¨¢vez, en Venezuela, podr¨ªa permitirse un lujo as¨ª. Para no hablar de Lula, cuyo respeto por la ortodoxia del mercado qued¨® demostrada en los primeros d¨ªas de su Gobierno. Pues bien, las primeras medidas econ¨®micas de Allende fueron apasionadamente criticadas, pero sus cr¨ªticos eran condenados de inmediato al infierno de los reaccionarios, de los "momios" sin redenci¨®n posible. Estoy seguro de que Allende, que ten¨ªa una formaci¨®n ideol¨®gica, pol¨ªtica, parlamentaria, pero que era bastante ajeno a los temas de una econom¨ªa moderna, empez¨® a entender estos asuntos cuando ya era demasiado tarde. He contado alguna vez una conversaci¨®n del entonces encargado de Chile en el Fondo Monetario Internacional con el presidente. Era un franc¨¦s, m¨¢s bien un intelectual de la econom¨ªa, un hombre sin dogmatismos. Lo hab¨ªa conocido en Par¨ªs durante las reuniones de renegociaci¨®n de la deuda externa y me cont¨® su encuentro con Salvador Allende, que tuvo lugar a mediados de 1973 y que dur¨® una tarde entera, en forma detallada. La inflaci¨®n en Chile ya hab¨ªa pasado del trescientos por ciento anual y mi amigo se empe?¨® en explicar con el mayor realismo posible, sin tecnicismos de ninguna clase, de los peligros terribles de la situaci¨®n. Le habl¨® de lo que hab¨ªa sucedido en Indonesia, sobre todo en Yakarta, cuando se hab¨ªa llegado a una crisis econ¨®mica parecida. Al final de la charla, Allende le hizo al representante del Fondo Monetario una extraordinaria pregunta, c¨¢ndida y a la vez dram¨¢tica: ?y por qu¨¦ a usted le entiendo y a los economistas m¨ªos no les entiendo nada?
Hoy d¨ªa no se puede ser un ignorante completo en materias econ¨®micas. No est¨¢ bien visto en ning¨²n lado, ni siquiera en los medios literarios y editoriales, donde se toler¨® mucha tonter¨ªa durante largo tiempo. Los escritores de mi generaci¨®n, en cambio, ignor¨¢bamos las normas m¨¢s elementales de la econom¨ªa y no nos parec¨ªa que esto fuera una limitaci¨®n importante. Era curioso, porque hab¨ªamos le¨ªdo a Marx, un fil¨®sofo de la historia econ¨®mica, y tend¨ªamos a simpatizar con los procesos de cambio social de inspiraci¨®n marxista. Me he preguntado muchas veces si la mala conciencia burguesa no ten¨ªa algo que ver con todo este fen¨®meno. En la Unidad Popular interven¨ªan ingredientes diversos, contradictorios: el movimiento obrero y campesino, desde luego, que ya ten¨ªa una vieja historia en Chile; los partidos de izquierda cl¨¢sicos, el socialista y el comunista como ejes de la coalici¨®n, pero tambi¨¦n una juventud muchas veces de origenburgu¨¦s y hasta latifundista, una juventud que se hab¨ªa "concientizado", como sol¨ªa decirse. El atraso y la injusticia de la sociedad eran evidentes. Yo lo hab¨ªa sentido as¨ª desde ni?o, desde antes de asistir a las clases del padre Alberto Hurtado en el colegio de los jesuitas. Pero nadie nos hab¨ªa ense?ado que los cambios profundos de sociedad ten¨ªan que hacerse con inteligencia, con respeto por las leyes de la econom¨ªa, con sabidur¨ªa pol¨ªtica. La Unidad Popular lleg¨® al poder poco despu¨¦s de las rebeliones estudiantiles de abril y mayo del 68 en Am¨¦rica del Norte y en Europa. Todos hab¨ªamos le¨ªdo que debajo de los adoquines de las ciudades estaba la playa, que se prohib¨ªa prohibir, esas cosas. No se puede entender el fen¨®meno de la Unidad Popular sin entender esa atm¨®sfera, ese estado de ¨¢nimo. El allendismo tuvo algo de un mayo del 68 en el Tercer Mundo. Eso, nos guste o no nos guste, explica en parte su destino, su fracaso anunciado. Con intervenci¨®n, claro est¨¢, de la CIA y de toda clase de fuerzas oscuras. ?Pod¨ªa alguien, en aquellos a?os, organizar una revoluci¨®n social, incluso un cambio de alianzas internacionales estrat¨¦gicas, sin contar con la intervenci¨®n de las fuerzas oscuras de un lado y del otro? En otras palabras, ?era posible hacer una revoluci¨®n social verdaderamente pac¨ªfica, dentro de los marcos de la llamada legalidad burguesa, como pretend¨ªa Salvador Allende?
Esto nos lleva a un tema complejo, que no podemos resumir en un par de frases: el de las libertades pol¨ªticas y la democracia. Estoy convencido de que mi generaci¨®n y las que siguieron, lectoras de Antonin Arthaud y de Jean Paul Sartre, estudiosas de Marx, entusiastas de la revoluci¨®n cubana en sus primeros a?os, fueron desde?osas frente a libertades que consideraban puramente "formales". Fue necesaria la experiencia de las dictaduras para comprender el verdadero sentido de esos derechos y esas formas. Recuerdo un debate sobre la libertad de expresi¨®n en una instituci¨®n parroquial, all¨¢ por los comienzos de los a?os ochenta. Uno de los participantes en la discusi¨®n, ahora en posiciones muy encumbradas, ten¨ªa serias dificultades para defender esta libertad que interesaba tan poco, por lo menos en apariencia, a las clases trabajadoras. Uno de los dramas de Salvador Allende, el antiguo dem¨®crata, el impecable presidente del Senado en gobiernos anteriores, consisti¨® en tener que gobernar dentro de este escenario. Por lo dem¨¢s, ¨¦l hab¨ªa tenido una evoluci¨®n que todav¨ªa no hemos estudiado bien. Hab¨ªa sido en toda su juventud un socialista democr¨¢tico, un miembro del Frente Popular del a?o 38, un pol¨ªtico de una especie que se hab¨ªa repetido con cierta frecuencia en Argentina, en Per¨², en Venezuela, en Costa Rica. La llegada de los guerrilleros al poder en La Habana, las figuras de Fidel Castro y el Che Guevara, lo sorprendieron, lo conmovieron, produjeron en ¨¦l algo as¨ª como un segundo impulso, una nueva inspiraci¨®n. Pero esto ya es otra historia. Y nos lleva a comprobar que la historia nuestra, lenta en apariencia, ha sido r¨¢pida, vertiginosa. Hay que tener una mente ¨¢gil, flexible, libre de dogmas y hasta de fijaciones emotivas, para entenderla.
Jorge Edwards es escritor chileno.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.