Maruri como ejemplo
Cuando Jaime Larrinaga tir¨® finalmente la toalla este verano y abandon¨® su parroquia se oy¨® un coro de imprecaciones y acusaciones procedentes del mundo constitucionalista. Para este coro, los responsables de haberle expulsado eran los nacionalistas, el PNV, ETA, el Gobierno vasco, el lehendakari, e cos¨ª via. Curiosamente, nadie mencion¨® al que patentemente era el agente expulsor: el pueblo de Maruri. Pues, en efecto, poca duda cabe de que fue la mayor¨ªa de los vecinos de ese municipio los que con su conducta, con el reproche y el vac¨ªo hacia su p¨¢rroco le hab¨ªan forzado a abandonar. Al p¨¢rroco le ech¨® el pueblo, esa es una evidencia clamorosa.
?C¨®mo nos cuesta confesar esa realidad? ?Qu¨¦ duro se hace reconocer que es la mayor¨ªa de un pueblo, la mayor¨ªa del demos, la que ha tomado esta decisi¨®n y que, en ese sentido, es innegablemente democr¨¢tica? Si fueran otras las circunstancias, si un pueblo se hubiera movilizado espont¨¢nea y participativamente para acabar con un abuso, expulsar a un cacique o exigir cuentas a sus gobernantes, entonces escuchar¨ªamos un alud de alabanzas a la capacidad del pueblo para actuar en democracia, y los te¨®ricos del republicanismo y su ciudadan¨ªa participativa se extasiar¨ªan ante tan excelso ejemplo de c¨®mo la comunidad puede tomar decididamente el destino en sus manos.
Pero, maldita contradicci¨®n, lo que en este caso ha hecho el pueblo tan participativamente nos repugna, hiere nuestra sensibilidad. Por ello preferimos ignorarle y endosar a otros agentes la autor¨ªa del desaguisado. Y todo porque, en definitiva, nos negamos a admitir que la democracia tiene sus l¨ªmites y sus apor¨ªas, y una de ellas es la del demos que se equivoca y adopta decisiones injustas. Nuestra cultura occidental ha convertido al pueblo en un mito pol¨ªtico (Garc¨ªa Pelayo) y nuestro pensamiento no puede imaginar que en ocasiones pueda ser injusto, cruel e intolerante. Esa posibilidad ha devenido algo as¨ª como un pensamiento no pensable.
Y, sin embargo, esta apor¨ªa est¨¢ ah¨ª, presente en nuestro pasado cultural como hito imborrable: fue la democracia ateniense la que conden¨® a muerte a S¨®crates por haber puesto en cuesti¨®n con sus ense?anzas la seguridad de la polis al criticar disolventemente las creencias en que se fundaba. Fue una decisi¨®n adoptada democr¨¢ticamente y de acuerdo con las leyes de la ciudad, y por eso el mismo afectado la acat¨®. Pero fue un ejemplo de intolerancia que puso de relieve los l¨ªmites de la democracia, y que hizo que el nombre mismo de esta forma de gobierno se convirtiera en un t¨¦rmino universalmente execrado durante los siguientes veinte siglos.
Si la democracia ha vuelto a ser posible en nuestros d¨ªas es porque, esta vez, se han garantizado previamente una serie de valores en la pr¨¢ctica pol¨ªtica: antes de la demoparticipaci¨®n se ha asegurado la demoprotecci¨®n, como lo expone Sartori. Y entre aquellos valores protectores hay uno esencial, tan dif¨ªcil de fundamentar en la teor¨ªa como imprescindible en la pr¨¢ctica: la tolerancia. La tolerancia es la virtud democr¨¢tica por excelencia, el nervio vital del ethos democr¨¢tico. Tolerancia, precisamente, con quien piensa distinto, con quien defiende una visi¨®n del mundo que echa por tierra y agrede cr¨ªtica y ¨¢cidamente la visi¨®n de la mayor¨ªa. La sociedad democr¨¢tica liberal se funda, ante todo y sobre todo, en la idea de que la divergencia, el conflicto entre proyectos vitales diversos, es por s¨ª mismo bueno. Porque ninguno de ellos, incluso el que comparten la mayor¨ªa de los ciudadanos, tiene mejor t¨ªtulo al respeto que cualquier otro.
El pueblo de Maruri ha actuado democr¨¢ticamente, pero ha sido profundamente iliberal por intolerante: ha expulsado de su seno a una voz, minoritaria y aislada sin duda, que criticaba la fraternidad homog¨¦nea reinante en el pueblo, que pon¨ªa en cuesti¨®n (con raz¨®n o sin ella, qu¨¦ m¨¢s da) una comunidad trabada y densa de sentimientos y moralidades compartidas, al se?alar una de sus posibles aberraciones: la de que un demos llegue a comportarse como un etnos criminal.
La intolerancia es el riesgo que amenaza siempre al nacionalismo, como a cualquier doctrina que defienda una convivencia fundada sobre lazos comunitarios. Porque esa sociedad nacionalista ser¨¢ inevitablemente una sociedad caliente, caldeada por el sentimiento de pertenencia com¨²n a una cultura y una historia. Y la tolerancia es una virtud fr¨ªa, incapaz de suscitar entusiasmo alguno con su escepticismo descre¨ªdo. En este sentido, lo sucedido en Maruri es un ejemplo, un m¨ªnimo pero ominoso ejemplo de lo que podr¨ªa llegar a ser una democracia nacionalista. Pues en ella quien critica la cosmovisi¨®n de la mayor¨ªa est¨¢ criticando los cimientos mismos de la comunidad y, precisamente por ello, debe ser excluido de la esfera p¨²blica, debe ser reducido al mundo particular y privado de la voz. Debe ser llevado, sin mayores dramas, al ostracismo, una instituci¨®n que tambi¨¦n invent¨® Grecia. La sociedad debe ser salvada de tales discrepancias hirientes.
La inquietud que provoca este ejemplo suscita una pregunta desasosegante: que no es la de si una comunidad concreta posee o no el derecho a su soberan¨ªa, que es lo que discutimos sin cesar, sino para qu¨¦ en concreto la reclaman algunos. Qu¨¦ sociedad organizar¨¢n si como mayor¨ªa disponen del poder de hacerlo. Porque podr¨ªa ser como un Maruri en grande.
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