La amiga del exhibicionista
Estudiante de pintura con De Chirico, esposa de Bioy Casares, mujer de personalidad arrolladora, Silvina Ocampo, cuyo centenario se cumple este a?o, era un ser m¨¢gico. El autor del pr¨®logo a una nueva antolog¨ªa de su obra recuerda los d¨ªas que pas¨® junto a la narradora y poeta argentina, as¨ª como la fascinaci¨®n que le produjo un universo lleno de humor y crueldad.
No voy a hablar de la escritora sino de la persona. Conoc¨ª a Silvina Ocampo en 1961. Ella ten¨ªa 58 a?os, yo 22. A¨²n hoy me resulta dif¨ªcil describir el impacto que recib¨ª: nunca hab¨ªa conocido a una mujer que se le pareciera, ni siquiera lejanamente. No me refiero solamente a su car¨¢cter inasible. Su rostro -sol¨ªa decirse con timidez o reserva- "no era convencionalmente bonito", pero sus piernas eran espectaculares y sab¨ªa lucirlas, dobl¨¢ndolas con frecuencia sobre el sill¨®n donde se sentaba. Su elocuci¨®n temblorosa, vacilante, muy r¨¢pido se impon¨ªa como el ¨²nico instrumento posible para articular las paradojas que regalaba sin ¨¦nfasis, con un humor oscilante entre lo faux na?f y lo juguetonamente perverso. Sol¨ªa poner un jazm¨ªn en el ojal desprendido de su blusa o su vestido; esa flor anunciaba el perfume que usaba.
Yo cumpl¨ªa por ese entonces funciones m¨¢s que humildes en una editorial venerable: en general se trataba de dar la cara para rechazar originales que me parec¨ªan dignos de publicaci¨®n; ocasionalmente, de redactar alguna solapa para libros que consideraba deleznables. Silvina iba a publicar all¨ª Las invitadas y mi entusiasmo me llev¨® ante ella. Ya la hab¨ªa le¨ªdo, por supuesto: un a?o antes, La furia me hab¨ªa ganado para el grupo, por aquel entonces casi confidencial, de sus lectores incondicionales.
Superadas las primeras invitaciones a comer en la calle de las Posadas, empezamos a encontrarnos en otros lugares, generalmente inesperados para m¨ª, y que suscitaban en ella no s¨¦ qu¨¦ asociaciones: por ejemplo en el Rosedal de Palermo. All¨ª llegu¨¦ una tarde de primavera y la vi charlando animadamente con un hombre enfundado en un impermeable sucio y gastado. Vacil¨¦ en acercarme, pero al verme ella me salud¨® con una sonrisa y me llam¨® con un gesto: me present¨® como "un joven escritor"; el hombre, que no tard¨® en retirarse, fue presentado como "el exhibicionista del Rosedal". Una vez solos, Silvina me explic¨® que ¨¦l le ten¨ªa miedo: "La primera vez que se abri¨® el impermeable, le ped¨ª que esperara un momento y me puse los anteojos".
En aquellos a?os sesenta, Silvina me ense?¨® a apreciar la lectura de la sexta edici¨®n de La Raz¨®n, cuya llegada esperaba impaciente para abordar directamente las noticias de la polic¨ªa. Saboreaba golosamente los eufemismos entonces usuales: "Torpe atropello" o "incalificable atentado" por violaci¨®n, "amoral" por homosexual, mujer "de vida liviana" por sexualmente activa. Me daba como ejemplos de econom¨ªa narrativa y elipsis las volantas que segu¨ªan al t¨ªtulo: por ejemplo, bajo "masacre en un cumplea?os" pod¨ªa leerse "Vicente no quiso descorchar la sidra, dos muertos, siete heridos". No s¨¦ si conoc¨ªa las historias en dos l¨ªneas de F¨¦lix F¨¦n¨¦on; supongo que le hubiesen parecido p¨¢lidas al lado de ese periodismo que aliment¨® indirectamente muchos de sus cuentos.
Un domingo en que Enrique Pezzoni me llev¨® a San Isidro (Victoria ten¨ªa invitados extranjeros y necesitaba figuras de n¨²mero "que hablaran idiomas") asist¨ª en el jard¨ªn a la recepci¨®n de tres mensajes, como en las f¨¢bulas tradicionales, que Pepa acerc¨® a la patrona. El primero: "Llama la se?ora Silvina y pregunta qu¨¦ hay de comer"; respuesta cortante: "D¨ªgale que no anunciamos el men¨²". El segundo: "Llama la se?ora Silvina y pregunta qui¨¦n va a estar"; la respuesta, no menos cortante: "No damos lista de invitados". El tercero y ¨²ltimo: "Llama la se?ora Silvina y dice que se le descompuso el coche"; respuesta: "D¨ªgale que se tome un remise, que para eso tuvo la Guggenheim". Silvina, desde luego, no fue esperada ni apareci¨®.
As¨ª como a la hermana menor le divert¨ªa irritar a Victoria, cuyas opiniones tajantes percib¨ªa como agresiones indirectas, cuya vocaci¨®n cultural le resultaba ajena, a la mayor le repugnaba la taca?er¨ªa de Silvina y juzgaba indecente que siendo rica se hubiese presentado a una beca, y se la hubieran concedido. Silvina practicaba, ya instintivamente, ya con habilidad consumada, ese "never explain, never apologize" que es signo distintivo de las personalidades fuertes, aun cuando exhiban su parte de fragilidad. Sol¨ªa, por ejemplo, no anunciar sus viajes. Part¨ªa hacia Mar del Plata o Europa sin una palabra y s¨®lo al llamarla me enteraba de que se hab¨ªa ido.
Cuando fue mi turno de partir, por tiempo indeterminado, en 1974, Silvina me puso en el bolsillo una hoja de papel de la que no me he separado, donde hab¨ªa copiado uno de sus poemas. Durante mi visita no habl¨® del viaje ni de ese mensaje; s¨®lo recuerdo que me sorprendi¨® haci¨¦ndome escuchar un reciente elep¨¦ de Ike y Tina Turner, cantante que admiraba y hab¨ªa conocido por Marta Bioy. Cuando volv¨ª por primera vez de visita a Buenos Aires, en 1985, la encontr¨¦ disminuida, sus olvidos y distracciones discretamente, risue?amente disimulados por Bioy en la conversaci¨®n. De lejos me iba a enterar de su ausencia mental, al principio intermitente, luego definitiva. Una noche de diciembre de 1992 o enero de 1993, mientras com¨ªan en el difunto restaurante de la Biela, Alberto Tabbia le record¨® a Adolfo cu¨¢nto le gustaban a Silvina los Liebesliederwalzer de Brahms y sugiri¨® que podr¨ªa ser una buena idea hac¨¦rselos escuchar. D¨ªas m¨¢s tarde le pregunt¨¦ a Bioy por el resultado de esa experiencia; no hab¨ªa habido signo alguno de reconocimiento por parte de Silvina.
Estas visiones fugitivas, y muchas otras, intransferibles, son parte del bagaje con que los a?os nos van cargando. La memoria las recorta y ordena seg¨²n leyes no demasiado diferentes de las del montaje cinematogr¨¢fico, hasta convertirlas en una especie de literatura vivida. Por suerte tambi¨¦n est¨¢n los libros, que son propiedad com¨²n, que nuevos lectores no cesan de hacer vivir, y en ellos viven.
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