Destiempo
No s¨¦ si ser¨¢ una consecuencia de ir envejeciendo encontrar que las cosas llegan a destiempo, con a?os, d¨¦cadas o estaciones de retraso: que de haber sido ni?os o adolescentes y no tener las primeras canas conspirando contra nuestras cabelleras hubi¨¦ramos aprovechado mejor los canales exclusivos de dibujos animados, las videoconsolas, las becas para estudiar en el extranjero, las motocicletas, el metro. Cuando yo ten¨ªa la edad del pantal¨®n corto, escuchaba con una t¨ªmida fascinaci¨®n todas las leyendas que se divulgaban alrededor de aquel medio de transporte misterioso: que pasar¨ªa debajo del centro, que conectar¨ªa las dos puntas de la ciudad en menos de diez minutos, que har¨ªa la vida de los sevillanos m¨¢s sencilla y m¨¢s c¨®moda, como una compresa de nueva generaci¨®n. Naturalmente, todav¨ªa no pod¨ªa entender todas las bondades y adelantos que los pol¨ªticos imputaban al metro: lo ¨²nico que yo sab¨ªa era que siempre que viaj¨¢bamos a Madrid, donde ten¨ªa t¨ªos y primas, me encantaba que me llevaran a visitar aquellos t¨²neles sucios, con olor a alcantarilla, por los que los trenes se retorc¨ªan con la velocidad y el restallido de las atracciones de feria. Encontraba una deliciosa combinaci¨®n de temor, ansiedad y j¨²bilo en descender los escalones que se empotraban en las aceras, siempre de la mano de un adulto, y en esperar en aquellas estaciones con los techos en forma de b¨®veda, criptas decoradas con azulejos que me gustaba comparar con las c¨¢maras mortuorias de los faraones. Yo era un ni?o introvertido y gris que amaba el metro, tal vez porque tambi¨¦n ¨¦l era laber¨ªntico, turbio y c¨¢lido, como aquel Zazie sobre el que escribe Raymond Queneau, y por eso recib¨ª como un amanecer el proyecto que en los primeros ochenta promet¨ªa dotar a Sevilla de su red correspondiente de galer¨ªas de gusano, oscuridad y c¨¢maras funerarias. Fue el tiempo en que en ciertas zonas de la ciudad crecieron solares, bruscos oct¨®gonos de ladrillo blanco que parec¨ªan tumores o bubas de los que las plazas no pod¨ªan curarse; a veces, si uno se asomaba cuando el cemento hab¨ªa cedido, se divisaba un terror¨ªfico cr¨¢ter que conduc¨ªa al centro de la Tierra.
No sabemos qu¨¦ descubrieron los arque¨®logos en sus prospecciones de la Plaza Nueva y la Puerta de Jerez, pero el metro muri¨® entre aquellos pozos, imposibilitado para continuar su camino: se habl¨® de un exceso de humedad en el terreno, de un defecto de dinero en las arcas, de desidia. Y ahora, cuando contemplo las fotograf¨ªas de Monteseir¨ªn bailando la sardana con los alcaldes de Mairena, San Juan y Dos Hermanas en una tenebrosa galer¨ªa de medio ca?¨®n, siento una punzada de l¨¢stima por el ni?o que no puede verlo, ese mismo ni?o que me gustar¨ªa tener aqu¨ª, sobre las rodillas, para que se entusiasmase de nuevo con las bocas negras y el olor a cloaca. De una infancia de fantas¨ªas y v¨¦rtigos me ha quedado un sentimiento ambivalente, un mestizaje de esperanza y miedo: confianza en pasado ma?ana, desconfianza del fr¨¢gil puente que conduce a esa fecha. Miro de reojo a la pol¨ªtica y los bancos, procurando evitar un batacazo como el que pegu¨¦ a los diez a?os cuando descubr¨ª que no hay reyes que a la vez sean magos, ni ¨¢ngeles de la guarda que velen por los sue?os privados. Eso es envejecer: descartar maravillas.
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