Los venenos del miedo
Cuando visit¨¦ por primera vez los Estados Unidos, hace poco m¨¢s de 23 a?os, me impresionaron la tolerancia, la diversidad de las costumbres y, sobre todo, la libertad con que la gente hablaba, se mov¨ªa, discut¨ªa, como si tuviera una fe interminable en la condici¨®n humana.
Jimmy Carter, el presidente de entonces, acababa de negociar con ¨¦xito la paz entre Israel y Egipto, de establecer plenas relaciones diplom¨¢ticas con China y de firmar un tratado con Panam¨¢ para ceder el control del canal a finales de 1999.
Todos fueron acuerdos que todav¨ªa perduran. Hab¨ªa ya, en cambio, se?ales claras de la recesi¨®n y la inflaci¨®n que privar¨ªan a Carter de ser reelegido a finales de 1980.
Los Estados Unidos de estos ¨²ltimos dos a?os sufren una crisis econ¨®mica acaso m¨¢s grave que la de 1979, una tasa de desempleo enorme y un presupuesto defensivo de locura.
El pa¨ªs se siente, sin embargo, menos seguro que nunca de su invulnerabilidad. El miedo y los fantasmas de un ataque inminente -que se acentuaron durante el apag¨®n de agosto y durante las semanas que siguieron- han cercenado la libertad de pensamiento y la tolerancia hacia los otros.
Es verdad que la herida del 11 de septiembre de 2001 tampoco se parece a ninguna. Visit¨¦ la Zona Cero el d¨ªa del segundo aniversario de la matanza. El per¨ªmetro est¨¢ rodeado ahora por una reja austera, sobre la que se han colgado aqu¨ª y all¨¢ paneles que recuerdan el pasado del lugar y repiten el nombre de los muertos.
Decenas de personas enlazaban flores al pie de algunos nombres y tarjetitas que dec¨ªan: "Estamos esper¨¢ndote, Frank" o "No he dejado de pensar en ti ni un solo d¨ªa". Toda la congoja del mundo parec¨ªa persistir en ese lugar como una sombra invencible, un eclipse para el que no hay consuelo.
En una columna que publiqu¨¦ antes del 11 de septiembre, este a?o, dije que la compasi¨®n y solidaridad del mundo entero por los Estados Unidos hab¨ªan ido troc¨¢ndose en resentimiento e inquina por la actitud de guerrero imperial del presidente George W. Bush.
Lament¨¦ entonces que la guerra preventiva hubiese postergado las pol¨ªticas de entendimiento con Am¨¦rica Latina, que andaban por buen camino. Escrib¨ª tambi¨¦n que algunos de los valores tradicionales de la naci¨®n norteamericana, como el derecho a la privacidad y la presunci¨®n de inocencia, estaban desvaneci¨¦ndose ante una escalada b¨¦lica cuyo fin parec¨ªa lejano.
Como esa columna fue reproducida por algunos diarios de los Estados Unidos, recib¨ª por lo menos siete mensajes de r¨¦plica, algunos ir¨®nicos, otros iracundos, casi todos insultantes. Pocas veces como en esas cartas vi de modo tan claro la intolerancia ante el pensamiento disidente.
Mi primer impulso fue no responder, porque no hay luz que disipe la ceguera de los que no quieren ver, pero el sentimiento de rechazo al diferente crece d¨ªa tras d¨ªa en los Estados Unidos, y me parece irresponsable callarse la boca.
Algunas cartas se?alaban que no hay tiempo para Am¨¦rica Latina cuando se tienen que apagar incendios en la propia casa. El ataque a las Torres, me dicen, podr¨ªa repetirse en otra ciudad o pueblo norteamericano un d¨ªa de ¨¦stos, con armas y ardides diferentes.
Esa observaci¨®n verdadera es, sin embargo, otra se?al de cu¨¢nto ha crecido el miedo en los Estados Unidos.
Cuanto m¨¢s dinero pide el Gobierno para luchar contra el terrorismo, cuanto m¨¢s ¨¦nfasis pone Bush en exigir una extensi¨®n del Acta Patri¨®tica que permita actuar contra los sospechosos sin que intervengan jueces y abogados defensores, tanto m¨¢s cunde la sensaci¨®n de que el pa¨ªs es vulnerable.
Las advertencias oficiales sobre atentados que podr¨ªan producirse esta tarde o ma?ana son tan frecuentes que hasta las personas insensibles al miedo lo respiran ahora, quieran o no.
Los que se quejaron de mi columna suponen que comparto los sentimientos antinorteamericanos a los que hice alusi¨®n all¨ª y que siguen acentu¨¢ndose tanto en Europa como en Am¨¦rica Latina.
Nunca he cometido el error usual de confundir a las naciones con los hombres que las administran, aunque me consta que eso sucede casi en todas partes.
Una encuesta de Pew Global Attitudes, reproducida por The New York Times, revela que en los ¨²ltimos a?os no hay naci¨®n en el mundo donde el prestigio de los Estados Unidos se mantenga indemne.
Seis de las siete personas que me escribieron dicen que, como trabajo en el pa¨ªs que critico -aunque una vez m¨¢s, no se trata del pa¨ªs, sino de quienes lo gobiernan-, es desleal e ingrato morder la mano que me da de comer.
?se es el ¨²ltimo recurso de los necios: negar al extranjero la libertad de pensamiento y de palabra y declarar, de paso, la inexistencia de su condici¨®n humana. Seg¨²n ese criterio, en este pa¨ªs de inmigrantes el extranjero ser¨ªa s¨®lo una fuerza de trabajo, no una persona.
En verdad, elijo trabajar s¨®lo en aquellos lugares donde puedo decir lo que pienso, como lo hago en mi universidad y entre los vecinos del peque?o pueblo donde vivo.
Cada d¨ªa advierto m¨¢s se?ales de que Bush y quienes lo rodean est¨¢n sucumbiendo a un fanatismo patri¨®tico no demasiado diferente del que combaten. Si alg¨²n ¨¦xito tuvo el ataque de Bin Laden ha sido ¨¦se: infectar al enemigo con su propia enfermedad.
En cuanto a las v¨ªctimas del 11 de septiembre de 2001, el mundo entero contribuy¨® a esa lista. S¨®lo en los c¨¢lculos de los 10 d¨ªas siguientes a la matanza hab¨ªa 13 muertos latinoamericanos -algunos de ellos en los aviones- y 418 desaparecidos.
Que tanta gente haya ca¨ªdo v¨ªctima de la intolerancia y el fanatismo es aterrador.
No menos grave es, sin embargo, que los valores sobre los cuales fue fundada la naci¨®n norteamericana est¨¦n ahora en serio peligro de convertirse en pura ret¨®rica. Mientras el miedo a lo que se desconoce, a lo que quiz¨¢ suceda -o no-, avanza d¨ªa tras d¨ªa, como una tragedia irremediable.
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