Esclavos en casa
El otro d¨ªa conoc¨ª a un esclavo. Es un latinoamericano de 30 a?os. Bajito, con piel oscura y ojos negros que miran al suelo. Le llamaremos Gabi. No pasaba hambre en su pa¨ªs, seg¨²n cuenta, pero estaba condenado a vivir con sus parientes en un barrio de chabolas. Sin perspectivas de obtener vivienda y trabajo dignos, tom¨® el avi¨®n transatl¨¢ntico. Con la idea de trabajar duro y regresar a casa con un buen pu?ado de d¨®lares entr¨® Gabi en la "madre patria" (concepto que Aznar ha recuperado para presentar su posici¨®n en Irak como un l¨®gico reflejo del v¨ªnculo con los hispanohablantes de Norteam¨¦rica). Conoc¨ª a Gabi en mi piso. D¨ªas antes, en el buz¨®n casero, encontr¨¦ uno de esos anuncios fotocopiados en el que un pintor se ofrec¨ªa a buen precio. Le ped¨ª un presupuesto. Era un pintor alto y fornido. Hizo sus c¨¢lculos, muy baratos, y concertamos los colores. Al d¨ªa siguiente entr¨® en mi casa como un marqu¨¦s, acompa?ado de Gabi, que iba cargado hasta las cejas con los botes y los instrumentos del oficio. El pintor se larg¨® enseguida sin presentarme a Gabi por su nombre. "Va a quedarse ¨¦ste", dijo, despu¨¦s de darle unas consignas. Gabi empez¨® por las paredes del dormitorio. Tambi¨¦n yo, en otra habitaci¨®n, trabajaba frente a mi ordenador. Pero no pod¨ªa escribir nada. Me asaltaba un vago sentimiento culpa. Me dec¨ªa a m¨ª mismo: esta empresa no puede ser legal, debiste darte cuenta.
La econom¨ªa tiene galer¨ªas subterr¨¢neas que producen un sudor secreto que engrasa la m¨¢quina econ¨®mica y facilita el tren de vida que llevamos todos
A media ma?ana, le propuse un receso. Tomando un refresco de cola, me confes¨® que, en efecto, era un sin papeles. Dijo que viv¨ªa en casa del pintor y que cobraba muy poco, pero se mostraba resignado y agradec¨ªa la hospitalidad del empresario. No supe qu¨¦ decir ni qu¨¦ hacer. Si denunciaba el caso, perjudicaba a Gabi. Si no lo denunciaba, me convert¨ªa en c¨®mplice de su explotaci¨®n. Resolv¨ª pagarle un suplemento. Durante los d¨ªas que estuvimos trabajando en el mismo espacio, supe m¨¢s cosas de Gabi. Su ilusi¨®n es abrir un bar musical en su pa¨ªs. Le regal¨¦ los polvorientos compactos de mi discoteca que coincid¨ªan m¨¢s o menos con sus gustos. Desempolv¨¦ de mi biblioteca El amor en los tiempos del c¨®lera, la m¨¢s ligera de las novelas latinoamericanas que pose¨ªa. Con una c¨¢mara digital, le hice unas fotos, que enviamos al momento, por e-mail, a su familia. Le apabull¨¦ con estas deferencias. En realidad, me estaba aliviando el sentimiento de culpa de una manera compulsiva y f¨¢cil (como les sucede a muchos, no tengo tiempo para degustar todos los libros y la m¨²sica que almaceno en casa). Le pagu¨¦ el suplemento y al despedirme le dije: "Si tienes alg¨²n problema, ll¨¢mame".
Apenas 15 d¨ªas despu¨¦s, regres¨® en lamentable estado. Su amo le hab¨ªa golpeado, al reclamarle Gabi los atrasos. Record¨¦ la tremenda envergadura de aquel hombre, que dobla en estatura al menudo Gabi sin papeles. Entre l¨¢grimas, cont¨®, finalmente, la verdad. Su amo tiene a unos cuantos como ¨¦l en casa. No les paga. A Gabi le debe siete meses de un sueldo pactado ya muy por debajo del m¨ªnimo. Les da, como a los animales, alimento y cobijo. Un techo tan seguro como una c¨¢rcel. ?C¨®mo llamar a este tipo? ?Sinverg¨¹enza, feudal, esclavista? Lo acompa?¨¦ a C¨¢ritas, donde lo atendi¨® una experta asistente social, que le ha ofrecido diversas salidas. Podr¨¢ pasar unos d¨ªas en la Casa de la Sopa, de momento, donde tiene el plato asegurado; le ayudar¨¢n a denunciar su caso ante la Inspecci¨®n de Trabajo; a lo mejor podr¨¢ demostrar sus meses de residencia. Quiz¨¢ pueda quedarse, aunque ser¨¢ dif¨ªcil. Lo m¨¢s probable es que regrese a su pa¨ªs (ya saben, "un pa¨ªs hermano"), liberado de este mal sue?o, con los bolsillos vac¨ªos, el tiempo perdido, el alma apaleada. Del dolor de la partida a la decepci¨®n del regreso, pasando por el oprobio intermedio. Llueve sobre mojado.
Llueve sobre mojado sobre algunas almas apaleadas en este pr¨®spero pa¨ªs en el que el gran tema electoral es la selecci¨®n andorrana. No es el dolor de Gabi lo que m¨¢s me ha impresionado, sino mi propia implicaci¨®n, mi responsabilidad en el regreso del esclavismo. Nuestra responsabilidad. Est¨¢ lleno el pa¨ªs de empresas que compiten quemando gasolina humana. Nuestra pr¨®spera econom¨ªa tiene galer¨ªas subterr¨¢neas. Lo sabemos, pero seguimos mirando el mundo en abstracto. El mal siempre est¨¢ lejos: "No a la guerra". Las galer¨ªas subterr¨¢neas producen un sudor secreto, que deber¨ªa sublevarnos. Dejamos, en cambio, que este sudor engrase la m¨¢quina econ¨®mica y facilite el tren de vida que llevamos todos (y no solamente el ricacho c¨ªnico que dibuja El Roto). Hace menos de 10 a?os el pintor esclavista era quiz¨¢ un obrero convencional. Ahora prefiere pegarse la gran vida exprimiendo en secreto unas vidas que no importan un comino a nadie.
Pero no es moralizando como se afronta esta realidad, sino colaborando a centrar las elecciones sobre esta realidad. No es verdad, como dicen algunas almas exquisitas, que todos los partidos pasen de puntillas sobre el tema de la inmigraci¨®n, sin ninguna duda uno de los m¨¢s importantes que tenemos entre manos. Hay quien tiene la valent¨ªa de colocar a un magreb¨ª en sus listas. Y corre el riesgo de perder votos entre su electorado cl¨¢sico. Un electorado, el obrero, que recibe todos los inconvenientes de la inmigraci¨®n y ninguna de sus muchas ventajas. Los inmigrantes sirven para bajar el precio de la mano de obra, para dinamizar la econom¨ªa, para fundamentar nuestra demograf¨ªa. Tambi¨¦n ayudan a ganar las elecciones del miedo: nada asusta m¨¢s que los oscuros inmigrantes, presentados subrepticiamente como agentes destructores de una cultura en peligro. Apaleados y culpables. Ah¨ª no sirve la moralina; sirve la pol¨ªtica. Existe un programa, ya testado en el Raval. Existe y hay que subrayarlo. Consiste en invertir ingentes cantidades de dinero (gobernar es priorizar) en 40 barrios y ciudades de Catalu?a en los que se concentran los inmigrantes. En el Raval se invirtieron tantos millones como en los Juegos Ol¨ªmpicos enteros. Y se evit¨® la aparici¨®n, que ya se apuntaba, de un ingobernable Harlem en el sur de Europa. Hay que hacer lo mismo en todo el pa¨ªs. Y en Espa?a, en Europa entera. ?sta es la ¨²nica manera de evitar que el dolor de los emigrantes se convierta en in¨²til, consoladora melaza sentimental para esp¨ªritus sensibles.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.