Por un pu?ado de d¨®lares
Uno. Por todo hay que pagar un precio, ¨¦sa es una de las obvias moralejas de la funci¨®n de Arthur Miller (El precio, justamente), muy poco representada en Espa?a y que acaba de estrenarse en el Romea de Barcelona, con proa a lo que cabe imaginar como una larga gira. En justicia po¨¦tica, para acceder al n¨²cleo de verdad teatral de la funci¨®n -la media hora final, el enfrentamiento entre el polic¨ªa V¨ªctor (Juan Echanove) y el cirujano ?scar (Helio Pedregal)- hay que pagar un precio fastidiosamente alto. Las sorprendentes descompensaciones de El precio, como texto y, sobre todo, como montaje, rozan la fascinaci¨®n. Por un lado, tenemos el asunto central: la venta del mobiliario de la casa paterna revelar¨¢ de qu¨¦ distintas maneras la vida de dos hermanos se han ido, para decirlo en tango, "poco a poco / de cabeza p'al empe?o", entre mentiras, autoenga?os, traiciones, culpas, roles heredados, y toda la letan¨ªa. Miller la estren¨® en 1970, pero son sus temas de siempre: hay un padre muerto, fracasado pero de poderos¨ªsima sombra, y dos hijos de la Depresi¨®n que encarnan, quieras que no, el fin del sue?o americano, ese ritornello que por la frecuencia con que se repite en el teatro y la literatura yanqui recuerda a un autob¨²s Greyhound: alguien lo avista cada media hora desde hace m¨¢s de cincuenta a?os.
Para animar el combate, Miller coloca dos ¨¢rbitros en el ring: Esther, la mujer de V¨ªctor, amargada y l¨²cida (o l¨²cidamente amargada), y el viejo, viej¨ªsimo Gregorio Solomon, encargado de tasar y comprar los muebles. Se le plantea entonces un problema estructural de a¨²pa, porque tanto Esther como Solomon son infinitamente m¨¢s interesantes que los protagonistas. De hecho, a media funci¨®n ha de enviar a dormir a Solomon para que no le robe la obra. Gregorio Solomon es un bomb¨®n de personaje, un zorro vitalista, un superviviente nato con mil historias que contar, hasta el punto de que en m¨¢s de una ocasi¨®n uno desea que Miller efect¨²e la maniobra inversa: enviar a dormir a los hermanitos para no dormirnos nosotros y dejarnos con un mano a mano entre Esther y el viejo.
Dos. Claro que, puestos a repartir culpas, ya que de eso va El precio, no hay que echarlas todas en la balanza del autor. Jorge Eines, director del montaje, es "culpable", para empezar, de permitirle a Echanove desplegar su panoplia de tics y clich¨¦s de ¨¦xito seguro, todos sus moh¨ªnes de ni?o a la caza de afecto: uno no puede evitar pensar en un mad doctor que hubiera cruzado a Charles Durning y Forrest Whitaker en la misma retorta. Claro que si a ustedes les encanta que Echanove se pase media obra con cara de ternero degollado y los ojos a media asta, o que clave la mirada en el infinito hasta para decir "s¨ª, ten¨ªamos un ch¨®fer", se van a romper las manos aplaudiendo. Y con Helio Pedregal tres cuartas de lo mismo: ?d¨®nde ha ido a parar la intensidad de su Carbone en Panorama desde el puente, dirigida por Narros? Aqu¨ª, el clich¨¦ es el opuesto: mand¨ªbula hundida para el polic¨ªa quejumbroso, mand¨ªbula alta para el cirujano autosuficiente. El perfil de "malo pomposo" es una inercia peligros¨ªsima, porque cuando ?scar/Pedregal narra la historia de su locura, de su ca¨ªda en el abismo, no hay quien se la crea: no ha tenido tiempo de apearse de esa rigidez externa, inveros¨ªmil. Con esos mimbres, no es de extra?ar que Ana Marzoa y Juan Jos¨¦ Otegui, impecablemente dirigidos por Eines, lleven las riendas de la atenci¨®n durante los dos tercios de la obra. Ana Marzoa es una actriz. Es decir, sabe mirar, sabe hablar y sabe escuchar. Y no trabaja para la galer¨ªa sino para el texto, acci¨®n tras acci¨®n, con lo que consigue una verdad instant¨¢nea y constante. Y Juan Jos¨¦ Otegui, tan zorro como Solomon, con m¨¢s horas de vuelo que el Spirit of Saint Louis, parece modelar su personaje en el crisol, dicci¨®n incluida, de B¨®dalo en Misericordia, y no desaprovecha una emoci¨®n o una risa pero sin subrayarlas nunca: tambi¨¦n es composici¨®n, pero conmovedora, de alt¨ªsimo nivel, de la vieja y gran escuela. L¨®gicamente, se mete al p¨²blico en el bolsillo desde que pisa la escena: consigue que nos olvidemos de que, desde luego, no tiene 89 a?os, como pide Miller, y consigue, esencialmente, que le echemos de menos durante todo el rato que est¨¢ fuera de escena. ?C¨®mo no querer a un personaje que dice "antes, cuando alguien se sent¨ªa hundido, iba a la iglesia o empezaba una revoluci¨®n. Hoy, la gente se va de compras".
Tres. Y de repente, en la media hora final, "cuando ya nada se espera / personalmente exaltante", todo funciona. ?ste es el gran misterio de este montaje. Quedan atr¨¢s los trucos de teatro viejo (los truenos preludiando tensi¨®n, la musiquita redundante para clarinear "frase clave" o "eco nost¨¢lgico"), Echanove y Pedregal se arrancan los trajes de augusto ni?oide y clown enharinado de soberbia y echan el resto. Y les crees, porque son dos razones desnudas y enfrentadas "por un pu?ado de d¨®lares". Crees ahora la mirada de Echanove, rebobinando las palabras de Pedregal como un rat¨®n buscando la salida de un laberinto, convenci¨¦ndose, al fin, de lo que siempre supo; crees el sollozo abortado de Pedregal justo antes de abandonar la casa. Y crees en el texto de Miller porque te imanta el verdadero conflicto, la indagaci¨®n, cara a cara, de la verdad: se acab¨® la narraci¨®n y comienza la actuaci¨®n; la diferencia abismal entre "contar" y "mostrar", que es la esencia del aut¨¦ntico teatro. Puedes notarlo en el aire de la sala: se acabaron las toses impacientadas, el crujido de las butacas, y brota un silencio denso y fresco. Y es esa media hora final, a pecho descubierto, la que te hace creer que has visto una buena funci¨®n, una funci¨®n espl¨¦ndida, como un cuatrimotor funcionando a plena potencia. Y aplaudimos, interminablemente. Pero el precio de la hora y media anterior sigue siendo demasiado alto. Y pueden, deben, reducirlo: Eines, Pedregal y Echanove tienen talento sobrado para ello.
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