La escoba
Supe de la muerte de Manolo V¨¢zquez Montalb¨¢n en pleno desierto de Almer¨ªa atravesando campos de pl¨¢stico bajo un cielo mineral y al llegar a la playa trat¨¦ de esbozar unos elogios al amigo en la servilleta de papel de un chiringuito, mientras con la natural congoja ped¨ª en su honor una raci¨®n de salmonetes para que Manolo pudiera contemplar desde su inmortalidad este acto human¨ªstico que ¨¦l tantas veces ejerci¨® durante su paso por este perro mundo. La servilleta de papel pronto qued¨® pringada con huellas de escamas rosadas, pero ese no fue el motivo por el que no pude seguir escribiendo. El dolor y la injusticia de esta muerte me dejaron tan pasmado que no lograba encontrar adjetivos que no fueran los obvios de una necrol¨®gica ritual. Al no hallar unas palabras singulares que expresaran mi admiraci¨®n por este escritor, dejando la inspiraci¨®n para el d¨ªa siguiente, opt¨¦ por echarle una cabeza de salmonete al gato. Las loas a V¨¢zquez Montalb¨¢n, que comenzaron a brotar a bocanadas en seguida en todos los peri¨®dicos, me dejaron fuera de este banquete funerario y hoy que se cumple una semana de su muerte, el suelo de las redacciones todav¨ªa est¨¢ cubierto de alabanzas hasta la altura de las rodillas y ahora uno se siente montado en el coche escoba. Siempre consider¨¦ que Manolo era, en hombre, una mu?eca rusa. Desenroscabas al periodista y dentro aparec¨ªa el militante comunista, que a su vez conten¨ªa al novelista y este era la envoltura del gastr¨®nomo, que ocultaba al ensayista y as¨ª hasta llegar a la ¨²ltima matriusca que era su alma de poeta. Alguna vez brome¨¦ con ¨¦l diciendo que en casa ten¨ªa siete m¨¢quinas de escribir en bater¨ªa a modo de telar con un trabajo distinto en cada rodillo. De hecho una vez lo vi en plena acci¨®n. En su mas¨ªa del Ampurd¨¢n, mientras Raimon y yo jug¨¢bamos al futbol¨ªn con un estruendo espantoso, Manolo escrib¨ªa a nuestro lado, absorto como un japon¨¦s. Cada cinco minutos se acercaba a la cocina, levantaba la tapa de una perola donde se guisaba un plato de su creaci¨®n, le a?ad¨ªa un condimento y luego volv¨ªa a la m¨¢quina sin importarle la algarab¨ªa. Aquel art¨ªculo qued¨® perfecto de sal y lleno de iron¨ªa, similar a la sustancia del guiso. Pasando ahora la escoba por el suelo de la redacci¨®n no encuentro lugar para un elogio que no haya sido ya pronunciado. S¨®lo digo que la muerte no se merece a este gran escritor, por eso mientras vivamos, de ella sus amigos lo rescataremos siempre para los veranos felices que a¨²n nos queden.
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